En la actualidad millones de criaturas continúan creyendo lo mismo que creía Maquiavelo. Su mito se adhirió a la conciencia del mundo occidental y sigue siendo como una pesada rémora que con los aires postmodernos aumenta de tamaño sin parar.
¡En cuántas situaciones y conflictos actuales los medios se esclavizan y condicionan a los fines!
Casi todo el mundo está a favor de reconocer que el maquiavelismo, o lo maquiavélico, son conceptos de los que es mejor apartarse, sin embargo, ¿quiénes están dispuestos hoy a sacrificar sus deseadas finalidades en aras de unos medios que no son todo lo justos que deberían ser?
No se trata sólo de aquellos políticos corruptos que sacrifican su prestigio y credibilidad inmolándose ante el altar de Mamón, el dios de la riqueza.
Están también los que matan para defender una idea. Los terroristas que disponen a su antojo de la vida ajena o los policías que combaten el terrorismo con métodos ilegales.
El mito maquiavélico está vivito y coleando en el corazón de la sociedad postcristiana.
Quizá donde sea más evidente es en los conflictos armados que de manera endémica vienen sangrando a la humanidad.
Los métodos que tales luchas emplean han creado un nefasto diccionario en el que se definen sin horror términos como “limpieza étnica”, “masacre humana”, “fosas comunes”, “castigo al pueblo”, “hora de la venganza”, “daños colaterales”, “bombardeos indiscriminados sobre la población civil”, “inmunidad para los criminales de guerra” y un largo etcétera de maquiavelismo solapado.
La repercusión de tales conceptos son heridas que nunca acaban de curar porque la paz no es sólo el silencio de las armas.
Dejando de lado la amenaza de los misiles y de los coches bomba, la violencia del mito se descubre también en otros ambientes.
Desde los banqueros que aprendieron a defraudar y se convirtieron de pronto en pedagogos de una sociedad ávida de modelos, sean del cariz que sean, hasta los mafiosos del deporte o de la cocaína, los secuestradores amantes del dinero fácil e, incluso, los maridos que asesinan a sus esposas por considerarlas objetos personales, todos responden al mismo patrón mítico.
La pegajosa tela de araña se extiende asimismo a los empresarios desaprensivos que juegan con la salud pública contaminando alimentos, piensos o bebidas refrescantes.
Y aquellos otros que directa o indirectamente son responsables de los vertidos de petróleo a los océanos, de la contaminación en todas sus facetas, del paro o de la explotación salarial.
¿Qué pensar de ciertas multinacionales de farmacia cuando se niegan a fabricar determinadas vacunas, como la que podría curar la malaria, exclusivamente en base a puros intereses comerciales? ¿o de los modistos prestigiosos que diseñan tallas mínimas sin importarles para nada el futuro de las jóvenes anoréxicas? ¿y las decenas de miles de muchachas inmigrantes que son obligadas a practicar la prostitución para sobrevivir? ¿no es todo esto consecuencia del egoísmo y la maldad humana que subyace en la creencia de que el fin justifica los medios?
El mundo entero rezuma maquiavelismo por todos sus poros.
El mito no está todavía superado, como piensan algunos, sino que subsiste en estado latente, escondido en los más oscuros rincones del alma humana, para manifestarse con toda su virulencia allí donde se le permite.
La semana próxima,
Maquiavelo a la luz del Evangelio
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