El político florentino creía que el ser humano no era ni bueno ni malo, pero que podía llegar a ser lo uno y lo otro. De manera que no resultaba aconsejable confiar en la buena voluntad de los hombres.
En relación con la virtud de cumplir lo que se promete, o “de qué modo han de guardar los príncipes la palabra dada”, Maquiavelo escribe:
“Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente -ni debe- guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero -puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra- tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya” (Maquiavelo,
El Príncipe, Alianza Editorial, Madrid, 1996: 91).
Es decir, como los hombres pueden llegar a ser malos, los gobernantes tienen también la obligación de ser malos.
El príncipe que se revela contra esta situación de maldad y quiere gobernar honestamente estaría, según nuestro autor, labrando su propia ruina. De ahí la necesidad de “saber entrar en el mal” cuando haga falta; la obligación de “actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad o contra la religión” para conservar el Estado; la preferencia que debe tener todo monarca por ser temido antes que amado y, en fin, la convicción de que las injusticias hay que hacerlas todas a la vez para no temer la posible venganza.
Quien propicia el poder de otro estaría socavando su propia destrucción en el futuro, por eso el que conquista nuevos territorios tiene en primer lugar que “extinguir la familia del antiguo príncipe”.
La lista de máximas inmorales se multiplica a lo largo de El Príncipe hasta concluir en la idea final del majestuoso fin, capaz de justificar toda clase de medios: “...en las acciones de todos los hombres ..., se atiende al fin. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo” (Maquiavelo, 1996: 92).
Maquiavelo hace una descripción de la realidad social tal como era en su época y no como debería ser. Los análisis que realiza demuestran un gran conocimiento de los impulsos que anidan en el alma humana pero su mito del príncipe nuevo, o de que la moral debe sacrificarse al interés, es ni más ni menos que el reflejo de la desaprensiva época en que vivió.
Es verdad que su obra inauguró la nueva ciencia de la política en los inicios de la modernidad, pero también lo es que la receta recomendada para lograr el buen quehacer gubernativo fue profundamente inmoral.
Si durante la Edad Media los príncipes “cristianos” no consideraban generalmente a sus súbditos como un medio para alcanzar gloria personal, sino como una sociedad a la que había que servir y proteger, ya que el día del juicio final Dios les pediría cuentas de sus acciones, el príncipe nuevo que propone Maquiavelo sólo parece preocuparse de su propia fortuna, de su poder, de su gloria y destino personales. Los ciudadanos sobre los que gobierna se conciben sólo como posesiones o instrumentos para aumentar su influencia.
Es el choque entre dos visiones opuestas del mundo. De una parte la medieval que, a pesar de sus imperfecciones, seguía basándose en la idea de un Dios creador que dirigía la historia y de otra, la concepción humanista de Maquiavelo que contemplaba al gobernante como alguien que había dejado de ser responsable delante del Creador y que ya no tenía la obligación moral de rendirle cuenta de su comportamiento. La sociedad se convertía así en algo ajeno al príncipe que podía ser utilizado para demostrar su ingenio político o afirmar su propio orgullo personal.
El príncipe maquiaveliano, convencido de que la política debe basarse en la maldad y que es menester pecar para conservar la dignidad y el Estado, resulta impensable en cualquier otro lugar que no fuera la Italia de los
condottieri (aquellos belicosos jefes de tropas mercenarias).
La propuesta de combatir el mal con el mal, la violencia con la violencia, el fraude con el fraude o la traición con la traición para gobernar bien, sólo pudo gestarse en un pequeño Estado donde la intriga y las maquinaciones eran el plato de cada día.
En un ambiente así había que confiar en el destino pero también en las maniobras personales. En este sentido, Maquiavelo afirmaba que “vale más ser impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, si se quiere tenerla sumisa, castigarla y golpearla” (Maquiavelo,
El Príncipe, 1996: 120). Hoy tal cinismo escandaliza pero, sin embargo, aquel mito arraigó poco a poco en la sociedad moderna, hundiendo sus raíces en la Europa renacentista y haciendo germinar en demasiados ambientes la equivocada idea de que es legítimo servirse del pueblo para conseguir determinados objetivos políticos.
A pesar de que Maquiavelo fue un gran admirador de Moisés y de que creía en Dios, su obra rompió con las antiguas concepciones teocráticas de la vida política.
La tradición cristiana que entendía el poder como una institución divina no encontró apoyo en el pensamiento del primer teórico de la política moderna. En
El Príncipe escribe: “Y aunque sobre Moisés no sea lícito razonar por haber sido mero ejecutor de las órdenes de Dios, sin embargo, debe ser admirado aunque sólo sea por aquella gracia que lo hacía digno de hablar con Dios.” (Maquiavelo, 1996: 48).
En este texto parece recalcar su respeto por el gran líder hebreo y por el Dios de la Biblia, sin embargo su concepción de la naturaleza humana como sede constante de envidias, ambiciones, impaciencia y deseos de venganza, le llevaron a entender la historia al modo helénico.
La teoría oriental de los ciclos universales, o del eterno retorno, que habían compartido griegos y romanos era aceptada también por Maquiavelo. Entendía la historia de la humanidad como una permanente manifestación de lo mismo. Todo resultaba coincidente. Todo se repetía. Los ciclos vitales de las sociedades eran siempre iguales: un ascenso hacia las cimas de la virtud y perfección para descender después en picado hasta el máximo grado de corrupción, desorden y degeneración.
Lo paradójico de esta creencia es que descartaba a la divinidad. El Dios Creador no intervenía en el mundo de lo social. No existía ningún ser trascendente detrás de los ciclos vitales de la historia.
El pensador de Florencia creyó que Dios no se ocupaba en poner o quitar soberanos. Esto sólo lo hacía el hombre con su radical ambivalencia, con su grandeza pero también con su profunda miseria.
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