Aunque para muchos Calvino ha quedado reducido al caso Servet (de lo que tratamos en los dos artículos anteriores), sin embargo, para los que apreciamos su trabajo queda como un excelente pastor y reformador, con una asombrosa mentalidad de consagración al servicio de su Redentor, con un enfoque de la vida cristiana como expresión de adoración.
Cipriano de Valera, al presentar su traducción al castellano, en 1597, de la obra representativa de Calvino (=la Institución de la Religión Cristiana) como herramienta esencial para la reforma en España, ya avisa sobre los ataques al personaje con “grandísimas calumnias e injurias, con las cuales los adversarios se esfuerzan en hacer odiosísimos todos los escritos y aún el mismo nombre de Calvino, como si fuese engañador y sembrador de herejías”.
Puede gustar más o menos, pero la Reforma en España en el XVI está vinculada a las doctrinas que podríamos llamar “calvinistas” (en el sentido de referencia cultural del lenguaje), siempre con la advertencia de que una cosa es Calvino, y otra muy diferente algunos “calvinistas”. Y esto en el mejor indicador de su enseñanza: la primacía del texto bíblico, analizado, explicado y aplicado. Ese es el terreno donde florece nuestra Reforma; por eso, con la presencia de la Biblia, es autóctona, enraizada en el previo nutriente de los llamados judeoconversos. No se trata, pues, de que nuestros reformadores “aprenden” de Calvino, sino de que se acercan a la Escritura con un mismo talante.
Juan Pérez de Pineda, un pilar clave en la Reforma española, después de salir de Sevilla (de un núcleo esencial en la confirmación y extensión de esa Reforma: el Colegio de la Doctrina), se convirtió en uno de los pastores de más confianza de Calvino. Cuando se enteró de que la congregación sevillana había sido descubierta y muchos estaban en la cárcel de la Inquisición, escribió una “epístola consolatoria”, que es lectura obligada para la edificación de la Iglesia también hoy. (Está editada como 2º volumen de la colección “Obras de los Reformadores Españoles del XVI”, Sevilla, MAD, 2007.)
En el contexto de una iglesia que nace y se edifica en medio de la persecución; además, en el peor terreno imaginable: donde se encuentra el Tribunal de la Inquisición; con grandes muestras de firmeza, y de debilidad. Ahí encontramos unas reflexiones que les propongo que compartamos.
Se trata de
Juan Gil, el doctor Egidio. (Un acercamiento a la historia de la Reforma en Sevilla, de máximo nivel y actualización: Tomás López,
La Reforma en la Sevilla del XVI, 2 vol. colección Investigación y Memoria, Sevilla, MAD, 2011.)
Como canónigo predicador de la catedral de Sevilla, tenía acceso a lugares impensables para llevar la luz del Evangelio: por ejemplo, a los conventos de clausura. Fue el maestro de la comunidad clandestina, de la “iglesia chiquita”, de Sevilla.
Muchos habían llegado a la fe por medio de sus enseñanzas. Pero juzgado por la Inquisición, flaqueó. Firmó abjuraciones doctrinales que había enseñado. Después de esto, siguió con su ministerio en la catedral, donde fue enterrado con honores.
Cuando se descubre la gran, y variada, iglesia de Sevilla, la Inquisición también descubre que aquél que abjuró y se retractó había, sin embargo, continuado como maestro de la iglesia perseguida. Sacaron sus huesos de la catedral y los quemaron en auto de fe. Esto es un resumen rápido; en el trayecto vital desde su abjuración hasta su muerte se puede palpar las llagas en el alma de este maestro. Ésa es la vida de la Iglesia; ésta es su madurez. Una comunidad que recoge a su maestro derribado públicamente en el tribunal de la Inquisición, mostrando sus debilidades, sus miedos. Un maestro que acude a su comunidad, derrotado, y sigue con ella. Todos han aprendido: el poder está solo en el Señor.
Teniendo en memoria este suceso del derribo de Egidio, Juan Pérez de Pineda escribe en su carta consolatoria las siguientes advertencias. Primero avisa respecto a la propia presentación de los que traen el Evangelio; nunca lo hacen como dioses de los que depende la palabra que predican, sino como hombres sujetos a todas las debilidades humanas, para que así “como nuestra fe no es de hombres, nuestra firmeza no viene de hombres”. No miremos, pues, a los hombres, sino a Dios que da vida a los muertos. De manera que “porque los hombres sean flacos y tropiecen, no por eso es flaca ni débil la verdad de Dios que han enseñado. Porque ellos desmayen, ella no desmaya ni falta”. Todos los discípulos se escandalizaron de Cristo y huyeron, pero él no los desconoció, ni aborreció, ni negó, sino “que él mismo los tornó a reducir a sí”. Por tanto, “si ha habido ahora flaqueza en muchos que no pensábamos, la flaqueza no es de la verdad, sino del hombre. No tengamos por cosa extraña ver flaquezas en los hombres, porque en cuanto son hombres, todo su caudal es de flaqueza y desfallecimiento. Entendamos y saquemos de aquí, cuán suma es la necesidad que todos, así los que están de pie como los caídos, tenemos de la virtud de Cristo, sin la cual de ninguna manera podemos durar”.
Luego saca una conclusión que quiero destacar, me parece fundamental para vivir la adecuada ética cristiana. ¿Qué hacemos cuando vemos que el maestro, el enseñador, el que explicaba los errores de Roma, ahora está temblando, humillado, firmando su abjuración? Este es el consejo: “por tanto, en las caídas y flaquezas de los otros, mirémonos como en espejo para conocer en ellos nuestra propia flaqueza, [voy a repetirlo: conocer en ellos nuestra propia flaqueza] y humillémonos delante de Dios, porque nosotros no somos sino desfallecimiento para el bien.”
Sabiendo el Señor “en su postrera cena” que todos se escandalizarían, sin embargo, les hizo preciosas promesas para el futuro. Cuando los recibió, ya sabía que no eran impecables sino “sujetos a todo pecado y habilísimos para todo mal”.
“Así, ahora, aunque vencidos de flaqueza hayamos caído con la cruz, no nos desechará Dios, porque nos ha aceptado como suyos y hecho promesa de vida; y lo que su misericordia toma una vez a su cargo, no lo toma para dejarlo perecer, y no ayudarle en sus necesidades y curarle sus llagas, sino para glorificarse en ello y darle vida eterna. Porque cuando nos recibe, no nos recibe con condición de que nosotros haremos bien, seremos fieles, y perseveraremos en la bondad, porque esto no puede ser según nuestro natural tan corrompido, mas nos recibe en condición de que él será nuestra vida, [voy a repetirlo: de que él, él, él, será nuestra vida] nuestro perdón, nuestra firmeza y perseverancia, nuestro Médico y medicina, nuestro Maestro, nuestra salvación y perpetuo Redentor”.
La carta de consolación, escrita para los que estaban en las mazmorras de la Inquisición, y luego en el fuego del quemadero, también nos sirve para cuando estamos en la mazmorra de nuestra existencia, en la perplejidad de nuestras contradicciones, en medio del humo de nuestra insensatez. “Poned en mí los ojos del corazón. Y aunque estén impedidos vuestros sentidos con la humareda, el polvo y llamas de fuego, no por eso creáis que me he ido y os he dejado solos: con vosotros estoy, aunque no me veáis. Yo mismo soy el que peleo por vosotros, no obstante que no lo sentís. No tengáis miedo que salgan vuestros enemigos con lo que desean. Mas vosotros saldréis con la victoria. Porque yo, yo mismo soy el que os libro, y cumplo en vosotros lo que prometí.”
Esto [en el sentido cultural del lenguaje, repito] es “calvinismo”. Luego hay otras cosas con el mismo nombre.
Esta es la Reforma española. Su firmeza está en su maestro derribado, lleno de miedos; en esa comunidad que cura sus heridas, en esa iglesia que ve sus propias heridas en las llagas del alma de su pastor. Esa es la fuerza, formidable, invencible, de la “Iglesia Chiquita”. La que hoy sigue victoriosa.
¿Y ese ruido? Es el crujir de dientes de sus enemigos; los que no soportan la misericordia de Cristo.
Si quieres comentar o