No importa cuántas veces se reconozca que Miguel Servet no debió nunca ser juzgado y condenado a morir en la hoguera, ni cuántas, con todo dolor, afirmemos que Calvino debió actuar de otro modo. Se exige como “obligación ética”, aunque en contra de los hechos, que despreciemos a Calvino como un dictador intransigente. Pues no.
Los hechos previos muestran que
Calvino no tenía dictadura alguna sobre Ginebra. Es tal su situación de debilidad ante la acción del Consejo de la ciudad [el Pequeño Consejo, responsable del juicio y condena de Servet], que incluso su amigo Farel se prestaba ya a acudir en su ayuda, y las cartas que escribe Calvino en esos momentos, reflejan su percepción de la situación como insostenible, con la consiguiente preocupación de otros reformadores.
En esa fecha, verano de 1553, le llegan a Calvino noticias de acontecimientos que le agobian en extremo. Sus pastores enviados a Francia, están para ser quemados en Lyon. Los extravíos de algunos visionarios dentro del campo de la Reforma le producen graves quebraderos de cabeza. Se le ha informado de que, especialmente en Italia, las ideas antitrinitarias de Servet están afectando a las iglesias.
Ya hacía 7 años en que escribió con gran enfado por las injurias e insolencias vertidas por Servet contra quien más amaba, por quien estaba dispuesto a dar su vida, a quien solo quería servir y honrar (= Cristo el Redentor), que si éste venía por Ginebra, no escaparía con vida. (Como es fácil dejarlo solo en esta ocasión, yo me quedo a su lado.)
Eso lo escribió a su amigo y colega de toda confianza, Farel. ¿Qué diríamos contra quien se burla, escupe e insulta, por ejemplo, a un hijo al que acaban de asesinar, despreciando su persona y sus ilusiones? Que cada uno ponga el ejemplo que mejor vea.
Luego está la realidad del tiempo, que demuestra que
no se trataba de una venganza personal. No es una “búsqueda” para matarlo, con todo tipo de métodos, aun los más infames, como era común en la acción inquisitorial. Pudo descubrir fácilmente a Servet cuando estaba clandestino, y no lo hizo. Su aportación en deshacer la ocultación en Viena es totalmente indirecta. Y llegamos a este momento.
La tensión con el Consejo es evidente. Calvino había logrado con gran esfuerzo algunos avances en la autonomía de la Iglesia frente al Estado. La realidad, así y todo, se dibujaba con un gran control del Estado sobre la Iglesia.
Los pastores tenían que ser aceptados por el Estado, que era quien les pagaba; las iglesias solo podían proponer al candidato. Las actividades propias eclesiásticas estaban gobernadas por el Consistorio, que no tuvo más de seis pastores (incluido Calvino), donde se sentaban doce representantes del Estado. De tal modo que las leyes de orden moral de la “iglesia” eran dictadas por una mayoría de “ancianos” que eran funcionarios civiles. Con esto, es evidente, nunca estuvo Calvino de acuerdo, pero le fue necesario aceptarlo por el bien de la Reforma y su adelanto. Con ello se mostraría, si alguien quiere leer los hechos, que no “pudo” ser dictador. Incluso, solo al final, “logró” que el Consistorio no lo presidiera un funcionario civil (un síndico) con bastón de mando, es decir, lo seguía presidiendo (Calvino no podía presidirlo nunca), pero sin el símbolo de dominación “civil” sobre la iglesia. (¿Se imaginan algo semejante hoy? Pues esa era la situación donde tenía que actuar el “dictador” Calvino.)
Entre los logros alcanzados se incluía la jurisdicción de la Iglesia para dictar una excomunión. Eso es algo que hoy veríamos como evidente, pero en esos momentos fue un logro con gran esfuerzo. Pues ni siquiera ese espacio de libertad se le reconoció a la Iglesia en el caso Servet. Un tal F. Berthelier, que había sido excomulgado unos meses atrás, pidió amparo al Consejo para que actuara en su defensa y pudiera acceder a la comunión que se iba a celebrar en breve. Con toda la oposición, en este caso, de la mayoría del Consistorio, el Consejo le concedió su petición, es decir, se arrogaba el derecho a excomulgar, quedando la Iglesia como simple instrumento del orden civil. Calvino se negó totalmente a aceptar esa situación, y prometió no dar la comunión. La cosa no fue a mayores porque Berthelier parece que al final no se presentó. Esto ocurría paralelo al inicio del juicio contra Servet.
En esas, después de haber sido condenado por la Inquisición, y quemado en efigie en Viena (Francia) donde actuaba como médico, Servet se presenta en Ginebra. Se hospeda con nombre falso, aunque no parece que con mucha seguridad, y luego se presentó al sermón de Calvino. Fue reconocido (13 de agosto) y retenido. (Calvino no bajó del púlpito para echarle mano y llevarlo al calabozo; tampoco puso leña verde para que tardara más en arder; pero si alguien quiere afirmarlo, pues qué le vamos a hacer.)
El primer paso, dentro de lo que podemos saber, era ponerlo bajo juicio del Consistorio. Sin embargo, en el contexto del caso Berthelier, las cosas no eran sencillas. ¿Quiso Calvino proponer un pulso al Consejo con este caso, claramente de más enjundia, para mostrar la jurisdicción de la Iglesia en asuntos religiosos? Si no salen nuevos documentos, nunca lo sabremos aquí, pero
lo cierto es que el Consejo tomó a Servet bajo su jurisdicción y redactó su propia acusación. Al final, en medio de una gran contradicción, no solo colaboró en el proceso, sino que Calvino tendrá que escribir un tratado para justificar la actuación del Consejo. (Me quedo con él en medio de esta trágica actuación; su tratado es endeble, se nota que no puede mostrar energía, lo tiene que “extender y formalizar” Beza; su alma debía estar partida, compartimos la miseria de nuestro andar.)
Luego el Consejo requiere la actuación de Calvino como referente acusador y como el teólogo que dispone de las herramientas necesarias en la discusión, pues se trata de dos personas y sus doctrinas que tienen que ser contrastadas. El Consejo, el Estado,” muestra” que tiene a la Iglesia a su servicio. También escribió el Consejo a Viena, el 21 de agosto, para recabar datos de Servet (había sido juzgado no hacía mucho); contestan que no disponen de esos datos, y reclaman su extradición. Ni Ginebra, ni Servet, quieren tal cosa. Al final será juzgado en Ginebra (el Consejo tenía que “afirmar” su posición, inclusive, de nuevo, frente a Calvino).
El juicio termina como seguramente ninguno había previsto. Desde luego, Servet seguro que no. Pero
su final no debe ocultar su actuación durante el mismo, en la que parece que al principio vio la posibilidad de liquidar al enemigo de sus doctrinas. (¿Se imaginan la Historia, con un Calvino condenado por sus doctrinas, a instancia de Servet? Pues eso es lo que propuso Servet.) Incluso sus acérrimos defensores tienen que reconocer que su proceder era todo menos adecuado, con todo tipo de insultos contra Calvino y las doctrinas que, a fin de cuentas, también el propio Consejo tenía que defender.
Con la condena a Servet, Calvino tiene que apoyar a un Consejo con el que, en ese momento, no le une nada. Pero, por su carácter, se plantea la mirada más en la situación global en ese instante en el campo Reformado, con los peligros ciertos de grupos sectarios que negaban la necesidad del gobierno civil, incluso considerando que su aceptación era signo de apostasía.
El Consejo, con mayoría de sus enemigos, tiene que confirmar la doctrina de Calvino y condenar a quien, sin conocer sus ideas y conducta mostradas en el proceso, les parecía, al menos, más favorable que Calvino.
El mundo de la Reforma vive este episodio con la misma contradicción que Calvino, pero solo él se ha llevado la culpa. Las iglesias y magistrados del entorno fueron consultados. El mismo Servet tuvo contacto, entre otros, con Ecolampadio, Capito y Bucero, todos rechazando sus doctrinas y exhortándoles a que no las publicase ni las propagara. Lo que en muchos casos, también en Ginebra, hubiera podido terminar con una simple expulsión de la ciudad y un aviso a las iglesias sobre el peligro del personaje, ya sabemos cómo acabó.
El juicio y la condena a morir en la hoguera están llenos de contradicciones. Jurídicas, lo primero, pues no se sabe muy bien ni siquiera qué código se aplica. Es verdad que se suele aceptar la posición justinianea sobre la condena a los herejes, pero eso no está claro en el caso de Ginebra. Se podría decir que tuvo por todas partes defectos de forma.
Ya no importa, ahora nos queda la repulsa de la muerte de Miguel Servet. Y con esa repulsa, quiero indicar también la situación contradictoria de alguien que, por mucho que deseara (cosa que está por ver) la muerte de Servet, no tenía medios específicos para llevarla a cabo. Tan poca influencia tenía en el Consejo, que ni siquiera aceptan su petición de mitigar el modo de su ejecución, cambiando la hoguera por la espada. Sin embargo, se embarca en una defensa de lo ocurrido. Esa defensa traslada el campo que ya está desarrollando la Reforma, de ámbitos locales, con su peculiar aplicación de la legalidad a la Iglesia y al Estado, y lo coloca en el antiguo espacio de la “Cristiandad”, como entidad concreta. Este concepto es premoderno, con resultados muy destructivos para la fe cristiana y para la libertad social. En el caso de Servet, se acude a ese espacio como lugar apropiado para condenar su “blasfemia”. Es decir, se traslada la concreción doctrinal “local” (aunque sea un Estado) a la amplia, y ya desdibujada noción de Cristiandad, que recoge el Sacro Imperio Romano Germánico. (El concepto de Sacro Imperio es fundamental en Lutero, y un referente continuo en sus argumentos; Calvino, sin embargo, ni lo menciona en sus escritos; le importan otros asuntos, no ése que ya es caduco y antiguo, que no forma parte del futuro.)
La compleja situación del juicio contra Servet coloca a Calvino en la posición de defender un espacio que él, con sus enseñanzas, está ya derribando y creando otro modelo religioso y social en su lugar. La modernidad, con sus libertades religiosas y sociales, que tanto puede vincularse con el pensamiento calvinista, es aquí olvidada, y se argumenta en base a una premodernidad que Calvino (aunque a veces su lenguaje no tenga otro referente y aparezca con el significante de premodernidad) ya está señalando como el pasado de donde hay que salir para llegar a la “nueva tierra” de las libertades.
Se podría decir que Calvino se vio atrapado no en las formas de “su” tiempo, sino en lo que en su tiempo y en su espacio concreto queda como residuo de la cosmovisión anterior, “casi” derribada por completo en sus enseñanzas. Por eso la Iglesia, y cada cristiano, están siempre reformándose.
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