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Bioética y ecología (y 7)
 

Teología y conciencia ecológica

El hombre no está autorizado para provocar el desorden irrefrenado ni el desequilibrio ecológico. Este es sin duda el mayor ecopecado de la historia.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 07 DE JULIO DE 2012 22:00 h

La Biblia se refiere en numerosas ocasiones a la preeminencia del hombre sobre el resto de la creación. El salmista, por ejemplo, recuerda que a pesar de la pequeñez e insignificancia humana en el universo, Dios ha querido hacer al hombre “poco menor que los ángeles” y ha colocado el resto de los seres vivos “debajo de sus pies” (Sal. 8:4-8).

La cuestión es determinar si esta concepción bíblica del ser humano como “imagen de Dios” da pie o legitima la situación de explotación irracional del mundo natural. ¿Ampara la Biblia el saqueo abusivo del planeta? ¿qué había en la mente y en el corazón del autor del Génesis cuando escribió: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”?

La criatura humana fue diseñada para colaborar con su Creador. El texto bíblico desea comunicar que el hombre y la mujer son representantes o sustitutos de Dios en el gobierno del mundo. Pero este mundo fue creado con un orden y una armonía original tal que continúa todavía reflejando claramente la grandeza de Dios y constituye una revelación de “su eterno poder y deidad” (Ro. 1:20), a pesar de la corrupción del pecado.

El hombre no está autorizado para provocar el desorden irrefrenado ni el desequilibrio ecológico. Este es sin duda el mayor ecopecado de la historia, alterar el orden del cosmos creado por Dios. Destruir la estabilidad de los sistemas naturales en base a unos intereses mezquinos y egoístas.

La misión humana en el paraíso consistía precisamente en todo lo contrario, “cultivar y guardar” (Gn. 2:15). Fue la conservación y el cuidado de la naturaleza la orden primigenia que Dios dio y que el ser humano tardó bien poco en olvidar.

El primitivo destino del hombre habría sido reproducir o perpetuar la actividad creadora de Dios en el mundo. También este debería ser hoy el auténtico sentido del trabajo, imitar el quehacer divino de los orígenes. Desde tal perspectiva la actividad laboral humana serviría para recordarle al hombre que no es el dueño absoluto de la naturaleza, sino que ésta pertenece a Dios. De manera que la principal tarea de la criatura inteligente debería ser administrar la creación con sabiduría y responsabilidad, como el mayordomo sagaz de la parábola.



¿Por qué no se ha actuado así? ¿a qué se debe esta actitud de abuso y despilfarro? Sólo existe una respuesta, el pecado que anida en el alma del hombre. La rebeldía de darle la espalda al Creador y “creerse como Dios”.

Cuando el hombre maltrata la tierra y atropella el orden natural establecido por el Creador, tarde o temprano sobrevienen las consecuencias. Es lo mismo que ocurrió en tiempos del profeta Isaías: “Y la tierra se contaminó bajo sus moradores; porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno. Por esta causa la maldición consumió la tierra, y sus moradores fueron asolados; por esta causa fueron consumidos los habitantes de la tierra, y disminuyeron los hombres. Se perdió el vino, enfermó la vid, gimieron todos los que eran alegres de corazón” (Is. 24:5-7).

Las consecuencias de la alteración de los planes de Dios conducen inevitablemente a la crisis en todos los ámbitos de la vida. La búsqueda egoísta de mayor productividad y beneficios económicos a corto plazo termina en el despilfarro de los recursos naturales y en la explotación del hombre por el hombre.

Sin embargo, la conciencia ecológica que hunde sus raíces en el Evangelio de Jesucristo para buscar el agua de vida capaz de saciar la sed material y espiritual de un mundo que agoniza, es la única alternativa auténticamente válida que le queda todavía al hombre para restaurar, en la medida de lo posible, el equilibrio de los sistemas naturales y humanos.

La propuesta cristiana de fraternidad entre los hombres debe ampliarse hoy a la de comunión con el resto de la naturaleza. Se trata de una comunión ecológica que implica respeto por los ciclos biológicos naturales y sensibilidad hacia una tierra que hemos recibido en heredad.

El cristiano debe responsabilizarse en este cometido de prolongar la acción creadora de Dios en el mundo de hoy, ensanchando las fronteras de su concepción fraternal. Quizás sea poco lo que podamos hacer a nivel individual, pero la suma de muchas pequeñas austeridades, abstenciones y ahorros serán como minúsculos granos de arena que repercutirán en la consecución de un mundo menos deteriorado.

Es posible también que mediante tal actitud contribuyamos a reducir esa otra crisis, de la que no se suele hablar tanto, la degradación del ambiente espiritual. Aprenderemos a respetar la naturaleza cuando sepamos respetar al Creador de la naturaleza.
 

 


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