Hace algunas semanas leí (no he conseguido recordar en qué libro exactamente ni, por supuesto, acotar el párrafo concreto) sobre un padre que, pidiéndole a Dios que, durante su ausencia de casa durante un viaje, cuidara de sus hijos, se dio cuenta de lo curioso de su oración.
Yo, francamente, a través de esta confesión de él hice lo mismo y he de reconocer que ha sido todo un re-descubrimiento, porque me vi absolutamente identificada en ese padre en tantos y tantos aspectos de mi vida.
Lo que esta oración le reveló fue que, en el fondo pero también en la forma, oraba al Señor como si fuera él y no Dios quien normalmente cuidaba y velaba por sus hijos. Y pudiera ser que a algunos les parezca que esto es rizar el rizo, pero a la luz de cómo solemos comportarnos a este respecto, lo que le ocurrió a este padre parece reflejarnos en toda nuestra naturaleza de manera bastante certera.
Este padre comprendió, por un instante pero con claridad, que el cuidado de sus hijos y de los suyos en general, independientemente de su presencia con ellos o no, dependía siempre, en primera y última instancia, del Dios de los cielos. Hago uso de esta denominación de Dios y no de otra porque a veces le vemos mucho más capaz de reinar sobre esos cielos, de mantenerlos en su sitio y funcionando, de reinar en la naturaleza, sobre las tempestades o luchando contra las huestes de maldad, que cuidándonos y protegiéndonos en las cosas pequeñas.
¿En qué momento empezamos a pensar o, peor aún, empezamos a creer, que somos nosotros los cuidadores reales de los bienes y seres de los que somos responsables ante Sus ojos?
A menudo, creo, terminamos confundiendo la responsabilidad a la que Él nos llama haciendo uso de los talentos y dones que puso en nuestra mano con el convencimiento, aunque sea inconsciente, de que en el fondo, si no fuera por nosotros, todo se iría a pique o que, lo poco o mucho que sale a flote se debe a que lo velamos con denuedo y diligencia. Somos, sin duda, unos grandes ingenuos, por no hablar de nuestra absoluta ignorancia y nuestra gran prepotencia.
Él nos vela a cada paso y también a los nuestros, siempre. Los mantiene con bien en cada uno de nuestros descuidos y en cada uno de nuestros aciertos, porque incluso acertando aparentemente, haciendo aquello que se nos ha encomendado hacer para con ellos, Dios tiene Su tiempo para cada cosa y lo que sucede, bueno y malo, Él lo permite porque es lo conveniente, sin más relación directa con lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer. En realidad, lo que hacemos responde a un pacto de responsabilidad que asumimos con Dios respecto a una determinada entrega de algo o alguien que Él pone en nuestras manos, pero ese algo o alguien nunca deja de estar en las Suyas. De hecho, nunca empieza a estar en las nuestras ni mínimamente, si lo pensamos con detenimiento, aunque esto nos cuesta verlo.
Vivimos en una falacia permanente por la que pensamos, como este padre oraba desde su más sincero inconsciente, que controlamos algo de lo que se mueve a nuestro alrededor. Honestamente creemos que tenemos alguna clase de influencia directa y atribuible a nosotros sobre los que nos rodean, sobre los que pretendemos cuidar, sin darnos cuenta de que sólo respiran porque Dios quiere, sólo amanecen porque Dios quiere y sólo persisten adelante porque Dios quiere. Igual que sucede con nosotros. Sólo les seguimos cuidando porque Dios nos lo permite, nos seguimos debiendo a ellos porque Dios nos lo consiente y, mientras nosotros dormimos, pero también cuando velamos (y esto es lo que no nos creemos), lo que sigue en pie continua estándolo porque Dios lo sostiene, nos sostiene.
Nosotros no tenemos poder ni siquiera sobre una de las respiraciones que hacemos u otros hacen a nuestro alrededor en un instante determinado. Y de ahí ese terror que nos produce la horrorosa levedad de la vida cuando nos toca contemplar, de un momento a otro, cómo una vida que respiraba y se sostenía aparentemente por sí misma o con nuestra “inestimable” ayuda, deja de hacerlo. No podemos revertir el proceso de los tiempos y tampoco invertir lo que Dios dictó, para bien y para mal, en cada uno de los pasos de nuestra vida, que aparentan ser nuestros, pero son todos Suyos.
Nosotros y nuestros recursos somos, más que a menudo, estorbo para nuestra confianza en Dios, por más que nos esforcemos en intentar ser equilibrados y tener en cuenta estas realidades en las que hoy me detengo y que, sin embargo, conocemos en profundidad, al menos teóricamente. Por eso al inicio de esta reflexión hablaba de redescubrir esta cuestión y no de descubrirla, porque creo sinceramente que esto no nos es nuevo en lo teórico, pero sí tremendamente difícil de encajar en nuestra mente autosuficiente que necesita creer, una y otra vez, que juega algún papel protagonista en toda esta historia, nuestra historia.
Verdaderamente no somos nada y ninguno de nuestros actos aporta gran cosa más allá del uso que el Señor quiera asignarles. En él y por él son todas las cosas y cualquier otra percepción de nuestra parte es absolutamente subjetiva y puro autoengaño. No habremos sido ni los primeros ni los últimos a los que les suceda. Ya Job tuvo con Dios una conversación en similares términos hace varios miles de años, o más bien Dios la tuvo con él y le hizo ver cuán errado estaba en tantas cosas que pensaba acerca de sí mismo y acerca del Creador.
Tenemos muchas veces, a la luz de lo que hacemos y pensamos, sentimos y creemos, un Dios para emergencias. Apelamos a Dios en aquellos casos en los que nos parece meridianamente claro que nosotros no podemos hacer nada. ¡Como si normalmente pudiéramos hacer algo!Y le damos las gracias por hacerlo “a la vuelta de nuestros viajes”, aunque eso sí, volviendo a retomar rápidamente las riendas que hemos terminado creyendo que nos pertenecen y que dirigimos y que sólo hemos delegado en manos de Dios en nuestra ausencia.
Nuestra confianza, reflexionando en la misma línea, suele ser igualmente una confianza “de pacotilla”. Mientras nosotros tomamos cartas en nuestros asuntos, reconozcámoslo, confiamos bastante más en nuestras posibilidades que en las Suyas. Es más, me atrevería a decir que, mientras nos vemos con alguna posibilidad personal, ni nos acordamos de las Suyas. Pero cada una de las nuestras es, siempre, una de las Suyas, valga la repetición. Esto, sin embargo, se nos olvida permanentemente. Sabemos que Él es el hacedor por excelencia y que Él todo lo sostiene, pero esto lo creemos mientras nosotros hacemos esfuerzos por sostenernos también con todo lo que tenemos a nuestro alrededor, temiendo intensamente que, si en algún momento nos fallaran las fuerzas (que son Sus fuerzas), el edificio se nos vendría abajo.
Quizá sólo nos encontramos verdaderamente con la confianza que Dios quiere que depositemos en Él cuando ya no nos queda ni un gramo de nuestras fuerzas, cuando ante nuestros ojos verdaderamente no hay nada que podamos hacer. No es que normalmente podamos, es simplemente que creemos que lo hacemos. Mientras tenemos plan B, plan C y plan D, no necesitamos el que debería ser permanentemente nuestro plan A: Dios mismo y Sus fuerzas. Y esto lo pone de manifiesto nuestra angustia permanente ante el imprevisto, ante lo que no controlamos. Es fácil confiar en que Dios nos sostenga en nuestra posible caída libre cuando sabemos que abajo nos espera una preciosa red. No nos conformamos con saber que nos recogerá. Necesitamos ver la red porque también sabemos que Dios, en Su voluntad, puede decidir no sujetarnos. Pero ¿hemos pensado que, aunque esa red exista, si Dios así lo permite, puede romperse, o simplemente esfumarse y desaparecer?
Nuestros saltos mortales lucen muchísimo más cuando confiamos en nosotros mismos y en ellos a menudo alardeamos de la mucha confianza que tenemos en Dios. Se nos llena la boca, de hecho, repitiendo lo que tenemos más que aprendido de teoría. ¿Pero qué ocurre cuando tenemos que subir al trapecio de nuestras circunstancias tetrapléjicos de recursos, sobre un trapecio roto y una red agujereada? ¿Somos tan capaces de alardear entonces de nuestra gran confianza en Dios? La realidad es que confiábamos en el buen estado del trapecio, en nuestras facultades corporales y en la red unos metros más abajo. Pero esto, por mucho que nos pese, no es confianza, sino autoconfianza, y es pecado.
Su poder se perfecciona en nuestra debilidad. Sólo en ella somos capaces de ver, en primera línea, Su capacidad de acción y Su protección real sobre nuestras vidas. Mientras somos fuertes o, sin serlo, mientras nos queda algo por hacer, algún cabo por atar, seguimos pensando que somos nosotros quienes movemos los hilos. ¡Qué confundidos estamos! Nuestros movimientos, con todo y la mucha fuerza que pongamos en ellos, no ejercen ni una mínima presión sobre la realidad que nos rodea si Dios no los imprime de Su poder. Esta es quizá una de las lecciones más dolorosas de nuestra vida, la de nuestra propia incapacidad, pero a la vez, una de las más valiosas y que más descanso producen en nosotros cuando finalmente llegamos a comprenderla y aceptarla. Nada somos y nada podemos, pero TODO lo podemos en Cristo que nos fortalece.
Las circunstancias adversas nos traen a conocer a Dios en una dimensión diferente a aquella que percibimos cuando nos creemos autosuficientes. Y lo hacemos, verdaderamente, casi todo el tiempo. Si lo pensamos honestamente, los tiempos de bonanza pocas lecciones espirituales nos suelen inspirar, más allá de lo bien que nos sentimos con Dios cuando todo parece funcionar. Ahí todo es sencillo, pero nos llenamos de vanidad y autocomplacencia. Los mayores aprendizajes, sin embargo, nuestra verdadera fe y confianza en Dios, son puestas a prueba en las dificultades y en los momentos en que nosotros nada podemos hacer por salvarnos. Y ahí justamente crecemos, porque Dios quiere que sea así. Él es un Dios celoso que quiere que le honremos y le demos toda la gloria y sólo parecemos capaces de hacerlo, verdaderamente, cuando ningún mérito podemos atribuirnos.
Recordaba, mientras gestaba en mi cabeza las ideas para este artículo, la conversación que Jesús mantiene con Pedro y que Juan relata en el capítulo 21 de su evangelio (vv. 15-19). El Maestro le pregunta a Su discípulo insistentemente “¿Me amas?”. Y yo pensaba que, ante las circunstancias adversas y también fáciles de mi vida, el Señor me pregunta constantemente “¿Confías?”. Mis respuestas, como las de Pedro, son torpes y sin perspectiva. Pero Él me sigue preguntando y espera una respuesta sincera y llena de fe.Lo que nos espera, lo que nos rodea, no es fácil ni sencillo. Pone a prueba nuestra confianza completamente y en todo tiempo. Pero, más aún, nos cuestiona en nuestro orgullo y nuestra autosuficiencia, mi autosuficiencia. ¿Por qué, si no, necesitamos de tantas y tantas muletas para quedarnos tranquilos ante una situación difícil? Nuestros “cabos atados” no hacen sino crearnos una imagen falsa en nuestra cabeza: la de que controlamos algo. Y nos decimos, en esos casos, “Ahora sí que puedo estar tranquilo”.
Sin embargo, sólo estamos verdaderamente a salvo en el hueco de la palma de Su mano.Los nuestros, igualmente, no hallarán mejor refugio que ese y en la debilidad de nuestras fuerzas y frente a todos los cabos que no podemos ni podremos atar, sólo nos queda decir, “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que confío”.
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