Hace unos días charlaba con una amiga creyente, después de mucho tiempo sin hablar y, como suele pasar, una cosa llevó a la otra. Nos enredamos en pasar de tema a tema, como no queriendo dejar nada en el tintero. La cuestión es que en un momento dado de la conversación, surgió el asunto de la incredulidad a colación de un descubrimiento que ella había hecho semanas atrás. Se había dado cuenta o, tal y como ella lo expresa, el Señor le había hecho ver que, en muchos asuntos que ella daba por zanjados alrededor suyo porque entendía que Dios ya había hecho lo que era posible hacer, había simplemente pasado página. Y aunque en su momento lo dio por razonable (probablemente todos así lo hubiéramos hecho), ha llegado a la profunda convicción de que, ante ciertos giros que esas situaciones han dado, Dios tiene mucho aún por hacer y que, por tanto, su pecado había sido el de la incredulidad.
Al principio, cuando la escuché catalogar su tan humana reacción como ‘pecado’ reconozco que algo surgió como un muelle en mi interior, como diciendo “Bueno… igual no es para tanto”. Pero me impresionó que ella lo había confesado al Señor en oración como tal: como pecado. Los días han pasado… y este tema ha vuelto una y otra vez a mi cabeza martilleándome a través de diferentes frentes, principalmente porque creo que también es mi pecado. Ya no surge en mí ese “muelle” que me dice que le quite hierro al término, sino que estoy más y más convencida de que, aunque creo que creo, no creo lo suficiente, y eso es incredulidad y, por tanto, pecado. Así de duro y así simple.
La conversación con mi amiga, debo decir, no me dejó indiferente. Pensándolo detenidamente,
me di cuenta de que hace tiempo dejé de orar por ciertos asuntos que antes ocupaban mis plegarias porque he dado por hecho, en algún punto de mi inconsciente, que no se podía hacer más, que el Señor quizá no fuera hacer más, que yo no tenía que insistir más.
Es cierto que no he pensado en ningún momento que Dios no pueda hacer nada más, porque creo firmemente que Dios siempre puede hacer algo. Creo que Él es todopoderoso y que no hay nada que le resulte imposible. Pero he dejado de orar, luego mis acciones hablan de lo que en realidad parece que creo más profundamente y es que cuando parece que no se puede hacer nada, no se puede hacer nada. ¡Qué incoherencia, ¿verdad?! Tenemos tan clara la Palabra en nuestra mente, pero a la vez somos tan incoherentes con nuestros actos…
Si pienso en el futuro, sólo por poner un ejemplo, me tienta adelantarme y aventurarme a decir que esto o lo otro pasará o no pasará. Y no es que vaya de adivina, sino que miro a mi presente y anticipo que, con la situación que me acompaña en la actualidad, no tiene sentido que ciertas cosas ocurran. Sé que pueden ocurrir, porque creo, pero no actúo como si pudieran ocurrir, por lo que debo pedir que el Señor me ayude en mi incredulidad. Se me olvida pensar en lo que Dios puede querer o promover que suceda y, por tanto, no me estoy basando en que el Señor es todopoderoso ni estoy creyendo de forma activa y práctica, sino que me estoy sentenciando a un Dios mediocre y de capacidades humanas que me he creado en mi cabeza, como si por el hecho de que yo no pudiera, Él tampoco.
Una de las cosas que uno descubre del Señor a lo largo de la vida cristiana es que Él siempre nos sorprende. Y si lo hace es porque no esperábamos que Él actuara de esa forma. A veces, si somos honestos, tal y como comentaba antes, ni siquiera esperamos que actúe. Necesitamos, una vez más, que ayude a nuestra incredulidad y que lo que nos sorprendía o nos sorprende, deje de hacerlo, porque estemos dejando de estorbar, con nuestra incredulidad, Su increíble obra en acción.
Creemos, pero nuestra incredulidad es mucho mayor. Creemos, pero no conforme a la medida del Dios que tenemos. En el fondo, todos somos unos grandes incrédulos. Por eso siempre me ha llamado la atención que seamos tan críticos con algunos de los personajes que aparecen en el relato bíblico. Pedro, Moisés, Abraham, Tomás, Sansón… han quedado expuestos ante nuestros ojos en sus debilidades y en sus equivocaciones y nos comportamos hacia sus vidas como el que puede juzgarlos. Eso, francamente, no nos toca. Lo sabemos, pero sin embargo lo hacemos permanentemente. Tomás ha sido uno de los hombres más criticados por su actuación cuando el Señor Jesús se le presentó después de resucitar. Él no era más incrédulo que cualquiera de nosotros. Simplemente lo expresó en voz alta y luego tuvo que retractarse porque se había puesto en evidencia. Muchos de nosotros somos bastante menos francos y esa es la única razón por la que no quedamos tan expuestos como quedó él. Pero no nos diferencia la incredulidad. La compartimos con él, sin duda alguna. No hubiéramos salido mucho mejor parados que Tomás de haber estado en su misma situación.
De Abraham se dice que creyó, y le fue tomado por justicia(Romanos 4:3). Y sin embargo, accedió a la propuesta de Sara de poner ayudas a Dios porque en el fondo no creían que, con cien años de edad en el caso de Abraham y el útero yermo de Sara la promesa de Dios pudiera llegar a ser algo más que una simple metáfora. El Señor cumplió Su promesa, no sin que hubiera consecuencias por la incredulidad inicial (Agar, de hecho, las sufrió bien de cerca), pero le fue tomado por justicia. Finalmente, Abraham creyó en esperanza contra esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho (Romanos 4:18). La confianza en la promesa dio lugar a la gracia de la cual nosotros hoy también disfrutamos.
Stuart Park, en su libro “En el valle de la sombra” menciona una frase curiosa y, bajo mi punto de vista, particularmente acertada: Somos desconfiados por naturaleza y nos cuesta confiar incluso, si no especialmente, en Dios. Este matiz, “si no especialmente en Dios”, me hacía pensar en cuántas y cuántas cosas, personas, instituciones, promesas, ideales y hasta quimeras cuentan con nuestra fe prácticamente ciega cuando no son más que puras baratijas en comparación con las grandes joyas que representan para nosotros cada una de Sus promesas. En nuestra fragilidad Él se hace especialmente fuerte; en nuestra incredulidad sus hechos son más y más sorprendentes y cuando más infieles somos en nuestro comportamiento hacia Él, más vistosa y visible es Su fidelidad para con nosotros. Pero Él sigue reclamando de nosotros fe, porque creemos, pero no creemos lo suficiente ni de manera completamente incondicional. Nuestra fe dista mucho aún de ser como el grano de mostaza.
Dándole vueltas y vueltas a este asunto, decidí revisar lo que la Palabra nos dice sobre la incredulidad. Y llegué a varias conclusiones rápidamente:
· El Señor a veces decide no obrar por causa de esa incredulidad. Así lo hizo en algunos momentos de Su ministerio aquí en la Tierra (Mateo 13:58) y ello nos pone sobre la pista de lo que aún sucede en algunas ocasiones con nosotros. Él puede seguir diciéndonos a nosotros, como decía en Mateo 9:29, “Conforme a vuestra fe os sea hecho” y los resultados que de ello se deriven pueden ser, a todas luces, completamente diferentes en función de esa dosis de fe.
· La incredulidad nos resta bendiciones, como le sucedió a buena parte del pueblo de Israel, que no entró en la tierra prometida a causa de ella (Hebreos 3:19)
· Jesús se enfrentaba incluso a los Suyos por su incredulidad y les reprochaba que no creyeran suficientemente (Mateo 16:14)
· La alternativa a la incredulidad es la fe. No siempre vemos delante de nosotros aquello en lo que hemos de creer. Pero siempre tenemos delante de nosotros a Aquel de quien provienen todas las promesas que se cumplirán porque Él es fiel a pesar de nuestra infidelidad.
El padre del chico con el espíritu mudo que relata el capítulo 9 del evangelio de Marcos se acerca a Jesús para pedirle por sanidad para su hijo. Jesús le da una respuesta contundente y realista: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. Esto me hacía recordar un breve pasaje de un curioso libro que cayó en mis manos esta semana pasada (“El cielo es real”, de Todd Burpo). En esas líneas, la familia de Colton, el pequeño protagonista de la historia, le llama para que salga al jardín a admirar un inmenso y bárbaro arcoiris que surcaba el cielo en ese momento a pesar de que no había llovido. La historia que relata el libro dice ‘
Colton entornó los ojos para admirar los colores que cruzaban el cielo. –Genial- dijo con una sonrisita indiferente-. Lo pedí ayer en mis oraciones. Y acto seguido se dio la vuelta y regresó a sus juegos’. Esto llevó a la familia a hablar sobre las plegarias infantiles, mucho más llenas de confianza que las nuestras en tanta ocasiones. Se nos olvida, dice el autor, que Jesús dijo “Pedid y se os dará”. Este niño simplemente pidió un arcoíris y lo tuvo. Eso no significa que todo aquello que pidamos nos será dado, pero hemos de reconocer que tantas veces no pedimos conforme a la fe porque verdaderamente no creemos que realmente pueda suceder. Y sucede mucho menos de lo que podría por el obstáculo de nuestra incredulidad.
El padre del chico con el espíritu mudo se acerca a Jesús con una petición, pero también con una de las declaraciones más honestas y francas de todo el Evangelio: “Creo, pero ayuda a mi incredulidad”. Verdaderamente la incredulidad nos rodea por todas partes. Somos mucho más incrédulos que hombres y mujeres de fe. Cuando creemos, nos dura lo que un suspiro, porque en nuestra naturaleza está el cuestionar una y otra vez las promesas de Dios y con ello no hacemos más que alejarnos de ellas y restar bendiciones a lo que supone vivir la vida con Él, en Él y en Sus promesas.
Creemos desde nuestras capacidades.
Creemos desde lo que podemos ver.
Creemos desde lo que queremos creer.
Creemos desde lo que otros creen.
Creemos si ciertas cosas suceden antes de que tengamos que dar un paso de fe
…y dejamos de orar pidiendo lo que no creemos que suceda.
…dejamos de hacer cosas que Él nos pide porque pensamos que, en el fondo, no sirven para nada.
…dejamos de hablar del Evangelio a otros porque creemos que la incredulidad de los demás es más fuerte que el mensaje de Cristo.
Es difícil creer desde una mentalidad como la nuestra, desfigurada por la duda y lo material, lo físico, lo que se toca y se palpa. Pero hoy, como antaño, al que cree, todo le es posible.
Cuando llegaron al gentío, vino a él un hombre que se arrodilló delante de él, diciendo:
Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático, y padece muchísimo; porque muchas veces cae en el fuego, y muchas en el agua. Y lo he traído a tus discípulos, pero no le han podido sanar.
Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo acá.
Y reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó sano desde aquella hora.Viniendo entonces los discípulos a Jesús, aparte, dijeron:¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?
Jesús les dijo: Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible.
(Mateo 17:14-20)
Señor… perdónanos y ayuda a nuestra incredulidad.
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