Los cuatro grandes “pecados” ecológicos que han provocado la actual crisis planetaria y que desde hace años vienen constituyendo un auténtico tópico son: la contaminación de la biosfera, el agotamiento de los recursos naturales, la explosión demográfica y la carrera armamentista.
La polución ambientales quizás el factor que más reacciones despierta en la opinión pública porque afecta a elementos, como el aire y el agua, que son esenciales para la vida. La emisión de gases contaminantes a la atmósfera, sobre todo del dióxido de carbono, CO2, que se produce en la combustión de los hidrocarburos (carbón, petróleo o gas), está contribuyendo a elevar la temperatura global de la tierra.
Si la tendencia actual continúa, el deshielo de los casquetes polares con la consiguiente elevación del nivel medio de los océanos puede hacer desaparecer miles de ciudades e islas en todo el mundo. A este oscuro futuro hay que añadir también las repercusiones de la lluvia ácida, el agujero de ozono y la contaminación de las aguas de mares, lagos y ríos.
Hoy se está haciendo muy poco para frenar este aumento de los gases que crean el efecto invernadero y calientan el planeta. Mientras de forma hipócrita se lamenta el incremento de la contaminación del aire, se fomenta a la vez la producción y venta de vehículos que consumen combustibles fósiles y son la principal causa de dicha polución.
El coche es el medio de transporte más caro en costes de contaminación atmosférica, en emisiones de CO2, en ruido y en accidentes. Sin embargo, esto no impide a los gobiernos continuar promocionando la compra de coches y seguir invirtiendo en carreteras, en vez de fomentar el transporte público. Desde la bioética, el acontecimiento de la contaminación de la biosfera no es sólo una actitud irresponsable hacia la naturaleza, sino también un fuerte agravio comparativo entre los diversos habitantes del mundo. Está claro que todos sufrimos las consecuencias de este deterioro del medio, pero lo cierto es que no todos los países contaminan por igual. El triste récord se lo llevan sin duda las naciones industrializadas. Unos somos más culpables que otros.
El agotamiento de los recursos naturales es una realidad que se pone de manifiesto cada vez que un satélite artificial realiza fotografías de la Tierra desde el espacio. La deforestación se detecta por la progresiva disminución de las manchas verdes de vegetación en tales imágenes, mientras que la desertificación aumenta el color claro de las mismas. En los últimos 35 años han desaparecido más bosques y selvas que en toda la historia de la humanidad. Pero por otro lado, los desiertos del mundo extienden cada año sus fronteras ganando una superficie equivalente a la de Portugal. Actualmente nacen más de cincuenta bebés durante el mismo período de tiempo en que la Tierra pierde una hectárea de terreno cultivable.
Hoy se conoce sólo una pequeña parte de la riqueza biológica del planeta. El número de especies que los biólogos han conseguido inventariar es de 1.750.000, aunque se creen que probablemente existen en la biosfera unos catorce millones, sin contar los cien millones de especies de gusanos nematodos que se piensa que pueden existir. Esta increíble variedad de organismos hace posible el equilibrio en los distintos ecosistemas y permite que la vida en general pueda adaptarse a nuevas condiciones, e incluso superar con éxito las catástrofes y agresiones que sufre, siempre que éstas no superen ciertos límites.
Pero la pérdida de esta biodiversidad, es decir del número de especies animales y vegetales, constituye algo más que un simple empobrecimiento. Es una clara evidencia de cómo se ve amenazada la vida por las acciones imprudentes del llamado progreso. Es difícil determinar con exactitud el número de especies que sucumben cada año bajo las ruedas de las máquinas excavadoras o entre los afilados dientes de las motosierras, no obstante se calcula que entre 40 y 300 especies vivas se extinguen para siempre en el mundo. Tal disminución se hace aún más trágica cuando se intuye que en el ADN de esos organismos perdidos, se esconde probablemente el secreto para curar enfermedades tan virulentas como el cáncer o el SIDA. Así es, por ejemplo, cómo recientemente se ha descubierto una sustancia muy similar a la insulina en un pequeño hongo africano, que es capaz de solucionar el problema de los diabéticos mediante su administración por vía oral.
El infame e injusto ecopecado humano que supone el agotamiento de los recursos naturales se refleja sobre todo en un detalle. Mientras los países desarrollados que sólo son la cuarta parte de la humanidad gozan del 82% de estos recursos, los países pobres que completan las tres cuartas partes restantes de la población mundial, disponen sólo del otro 18%. ¿Es éticamente justo impedir el acceso al primer mundo de los inmigrantes que buscan trabajo para sobrevivir?
El problema de la superpoblación ya lo tratéen otra serie.
Acerca de la carrera armamentista, todo el mundo reconoce los perjuicios que viene causando. Según datos del
World Armaments and Disarmament Yearbook, con el presupuesto que países como Estados Unidos gastan en armamento cada día sería posible alimentar a medio millón de niños al año.
Pero los gobiernos pobres tampoco se quedan atrás. Los países en vías de desarrollo en vez de invertir más dinero en energía o bienes de consumo básico, duplican constantemente su presupuesto militar. Esta especie de fiebre enloquecida que supone el gasto en armas, constituye el mayor pecado ecológico de nuestro mundo contemporáneo.
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