Hace unas semanas estaba en una iglesia de visita. Siempre es un gozo poder estar con hermanos distintos, formas distintas, perspectivas distintas… Refresca el espíritu y trae a nuestra mente claridad el hecho de romper con ciertos protocolos ya previamente establecidos a los que estamos acostumbrados simplemente por una cuestión de costumbre.
Justamente en el tiempo de alabanza la congregación cantaba una canción, desconocida para mí, que hablaba, por una parte, de la gran salvación del Señor con nuestras almas, de todo lo que ha significado y significa la redención y la obra en la cruz del Señor Jesús en favor nuestro. Pero por otra, hablaba de las pequeñas grandes cosas en las que Dios obra Su salvación para con nosotros cada día, en lo cotidiano. Y reconozco que, en ese momento, hubo algo que me impactó sobremanera. Lo percibí sólo por un instante, pero fue como un flash, una luz que se ve por un momento y que apenas puede asociarse a nada concreto por su fugacidad. Pero lo identifiqué, y me hizo pensar. Esos pensamientos son los que hoy vuelco aquí.
Me di cuenta de que, en ese momento, me estaba emocionando, no tanto por la salvación eterna y universal a través de la cruz (en la cual me gozo, qué duda cabe y que no es comparable a ninguna otra), sino más bien en la mención de lo que, en menor dimensión, pero con probablemente mayor claridad e impacto percibo, que
es Su salvación en las pequeñas cosas en este momento de mi vida. Y pensaba, inevitablemente, en lo torpes que somos (lo torpe que soy) por tener nuestra mirada tan atada aún a lo terrenal, a lo cercano, a lo inmediato, en vez de proyectarnos hacia lo eterno. Estoy agradecida por la salvación que me llevará a Su presencia cuando él me llame, pero reconozco que estoy mucho más agradecida en el aquí y el ahora por la salvación que me muestra cada día en las pequeñas cosas. Así de simple soy, y creo que así de simples somos.
Pensaba que, a la luz de lo que sabemos hoy sobre el comportamiento humano esto es, en principio, un comportamiento comprensible, cierto, porque vivimos en este mundo y nos preocupan las cosas del día a día. Pero también está asociado a cierta inmadurez. Es más fácil entenderlo si pensamos en la dificultad que tienen los niños para proyectarse en el a medio y largo plazo. No pueden ver más allá de lo inmediato. Si tienen hambre, su hambre. Si tienen sed, su sed. Si quieren algo resuelto ya, no pueden poner en marcha eso que los adultos llamamos paciencia y esperar a que llegue, sin más. Lo que sea, ha de ser ya. Y claro, si comparamos a los niños con nosotros, los adultos, entendemos bastante bien lo que significa la diferencia en madurez. Ellos son inmaduros, nosotros no. Pero eso es justamente lo que a nosotros nos sucede en la comparativa con nuestro Padre Celestial. Somos unos grandes inmaduros, algo que no estamos habituados a enfrentar, desde luego, y que para muchos puede sonar como una ofensa horrible, además de una provocación.
Todas las comparaciones que hacemos son odiosas. Somos tendenciosos en ellas, buscando a menudo confirmar nuestras propias teorías sobre las cosas. Si nos comparamos con los demás, en función de lo que busquemos con esa comparación, lo hacemos en aquello en lo que dominamos (para fortalecer nuestra autoestima y sensación de valía personal) o en lo que otros dominan (para reafirmarnos en nuestras posibles teorías acerca de lo poca cosa que somos). Esto cambia de persona a persona, de intención a intención, pero no lo hace en cuanto a la tendencia, siempre, a compararnos y, casi siempre, injustamente. Con Dios no hacemos algo diferente. Eso puede llevarnos a la gracia en caso de llegar a la convicción de que, colocados ante Su majestad, verdaderamente no somos nada. Pero en tantas ocasiones preferimos compararnos entre nosotros y medirnos respecto a los demás en vez de vernos a la luz de la verdadera vara de medir en lo importante, que es la Suya y no la nuestra. Frente a Su perspectiva, la nuestra está absolutamente desprovista de lógica o sentido y me temo que si pudiéramos tener, aunque sólo fuera por un minuto, Su visión, cambiaríamos muchas de nuestras acciones y motivaciones.
Pero esto no es sencillo de aceptar. Inconsciente o conscientemente rehuimos ese momento en el que hayamos de vernos a la luz de un Dios Santo que no tiene mancha y que lo exige todo: la perfección y santidad absolutas, porque Él es Perfecto y Santo. De ahí que nuestra mira, más que estar allí, esté por aquí abajo, por no hablar de nuestra incapacidad para mirar hacia arriba y ver algo más que el árbol, olvidando el bosque.
Estamos muy acostumbrados a escuchar en nuestros foros que la perspectiva de Dios no es la nuestra y que nosotros no vemos las cosas como Dios las ve. Y es cierto. Pero lo hemos asumido como una realidad que, ciertamente, no sé cuantas veces experimentamos con la sensación de convicción añadida que me asaltó el otro día y que me impactó porque, hasta entonces, aunque lo sabía en mi cabeza, nunca lo había vivido de forma tan consciente.
Entendí con claridad, aunque fuera por un momento, que tenemos tendencia a sentirnos verdaderamente amparados y cuidados por el Señor sólo cuando en las pequeñas-grandes cosas de la vida, lo material, lo cercano, lo físico, estamos cubiertos. Y qué injusto es esto, qué alejado de la realidad, porque eso sólo constituye una mínima parte del gran tapiz en el que el Señor nos tiene colocados, profundamente entretejidos.
Eso fue lo que me preocupó en ese instante en el que vislumbré mi propia reacción a la canción:
somos unos grandes inmaduros que sólo vemos el aquí y el ahora, pero no somos capaces de percibir, ni con mínima claridad, lo que tiene que ver con lo eterno y lo por venir, y con lo que YA está sucediendo alrededor nuestro, en otra esfera, si me permiten la expresión, y que forma parte de nuestra salvación en términos mayúsculos.
Esto es un verdadero peligro, porque tendemos a caer en grandes errores respecto a esa salvación tan grande de la que somos beneficiarios simplemente por nuestra corta visión y nuestras escasas miras al respecto. Somos más que carne y sangre; somos espíritu, alma, un ser completo al que el Señor redimió de forma también completa de cara a la eternidad y con quienes lleva a realidades profundas esa misma salvación en términos que no podemos ni imaginarnos, en lo grande y en lo pequeño. ¡Qué injusto es que, aunque sea sin querer, podamos llegar a pensar que Dios nos tiene alejados de Su cuidado o Su visión universal de este mundo, que todo lo impregna, por una cuestión de miopía espiritual nuestra!
Nuestra perspectiva sesgada en esto nos suele decir (y no con acierto) que si el Señor nos salva en lo pequeño, entonces tiene mayor validez la gran salvación en términos eternos. Es, dicho de otra manera, como si a nuestros ojos un Dios que no parece salvarnos en lo pequeño, en las notas de nuestros hijos, en nuestra nómina cada mes o en la salud física, nos hubiera engañado en lo grande. “Si hubiera un Dios… no pasarían estas cosas. ¿Cómo puede haberlo cuando suceden?”
Las pruebas en lo terrenal, que a veces interpretamos como falta de cuidado de Su parte, traen a nuestra mente dudas acerca de las cosas más básicas: si Dios existe, si es tan bueno como dice ser, o si tiene verdadero poder para salvarnos.
Porque al fin y al cabo, seguimos siendo como Tomás, al que tanto criticamos: sólo creemos lo que vemos, lo que podemos tocar. ¡Y es tan injusto! Pero así somos y seguiremos siendo, lo cual no nos exime de responsabilidad ni debiera apartarnos del deseo de cambiar y parecernos más a Cristo, que siempre tenía Su mirada puesta en el Padre y en las cosas de arriba. Su provisión en lo pequeño de cada día era importante. Él también tenía que comer y dormir, pero le preocupaba el plan eterno para con nosotros y la provisión divina que había de hacerse para redención nuestra en aquella temida cruz.
Todas las demás cosas nos son dadas por añadidura cuando buscamos primeramente las cosas de arriba, las que realmente importan. Pero… ¡qué difícil es cuando tenemos que pagar facturas a final de mes, hacer cálculos infinitos para abordar todo lo que pesa sobre nuestras espaldas y mantenernos a flote en todo lo que la vida nos trae! Ahí es donde mi mente, nuestra mente, nos juega la mala pasada y nos hace pensar, por un momento, que estamos a merced de la nada, que estamos solos ante los conflictos y problemas que nos rodean y que Dios nos ha salvado de cara a la eternidad, sí, pero que en el aquí y el ahora estamos bastante solos. Nada más lejos de nuestra realidad, pero nada más cerca de nuestros miopes ojos que nos traicionan una y otra vez.
Cuando algunas personas piensan en el cielo, en lo que nos espera cuando estemos en Su presencia, sueñan con ver al Señor cara a cara, imaginan lo que será una vida sin sufrimiento, inseguridad o enfermedad… Yo, sin embargo, creo que una de las cosas que me resulta más motivante y retadora cuando pienso en estar finalmente ante Su presencia es que pueda, si Él lo tiene a bien, ver el entramado de lo que fue mi vida en esta tierra y cómo, efectivamente y de manera práctica, cada cosa que aconteció en ella tenía un propósito de misericordia y de crecimiento para mi vida o para la de otros que había alrededor.
También me intriga saber qué se mueve a otros niveles, a niveles espirituales, en esta gran batalla que se libra desde la eternidad y en la que Dios ya ha ganado, aunque nos esté velado en su forma más evidente, que sería que el mal estuviera erradicado de esta tierra. Porque mi vida juega un papel en esa batalla, en esa guerra ganada pero que aún tiene lugar y por la que sufrimos. Pero lo hacemos desde el lado vencedor, lo cual es un gran consuelo.
Reconozco que cuando pienso en esto, en que algún día el Señor pueda hacerme ver esto que no veo ahora, en mi boca se dibuja una sonrisa. Es algo involuntario, pero pasa una y otra vez. Si pienso en esto, llego a la conclusión de que todo lo que vivimos merece la pena y que lo que nos falta, verdaderamente, es sólo perspectiva. Porque, todo lo demás, ya lo tenemos en Cristo, que nos fortalece.
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