Las cosas son lo que son. Vaya novedad, ¿verdad? Pero bastante más allá de lo que las cosas son, también está el asunto de lo que parecen. Y no somos especialmente duchos los seres humanos en discernir lo que es de lo que parece. Nos resulta complicado ver entre líneas y distinguir, porque no es sencillo, verdaderamente. No solemos ser radares más que cuando el objeto a distinguir es ciertamente obvio y, en ocasiones, ni siquiera así.
Es bastante fácil engañarnos. Todos, más o menos, cuando estamos frente a una mentira flagrante, solemos detectarla (a no ser que no queramos ver, que también ocurre). Pero no resulta tan sencillo cuando los matices son sutiles, cuando la verdad está mezclada con el engaño, cuando la diferencia entre lo uno y lo otro es prácticamente una línea imperceptible. Pensando algún ejemplo que ilustre esto, se me venían a la cabeza esas sustancias en las que la dosis terapéutica está tan cerca de la dosis tóxica. Un pequeño matiz, una leve diferencia entre una medición y otra, lleva a consecuencias completamente diferentes, opuestas y, en ocasiones, incluso letales.
Nos preocupa mucho el engaño que viene desde fuera. Nos sentimos tontos cuando descubrimos que alguien nos ha mentido, sentimos incluso que atenta contra nuestra inteligencia, y nos revuelve en lo profundo. Pero también nos engañamos a menudo a nosotros mismos y lo hacemos de forma más o menos sutil, aunque con bastante menos preocupación de la recomendable, dadas la ocasión y la gravedad del asunto. Nos auto-convencemos de cuestiones que no tienen, a todas luces, justificación aparente para otros, pero conseguimos hacer encajar las piezas de una manera tal que aparentemente nos sugiera que se estamos en la verdad, aunque la distancia con la toxicidad del engaño sea, ya, ninguna.
¡Es tan fácil caer en las sutilezas! ¡Y es tan habitual la sutileza en el engaño! No de balde la estrategia preferida del enemigo, del príncipe de este mundo, es mezclar contenido veraz con otro que sea falso. Y en esa mezcla es donde está la gran dificultad para distinguir. Por eso estamos casi en la obligación, y más en el mundo y el momento en que nos toca vivir, de hilar muy, muy fino y enseñar a los nuestros, a los que están bajo nuestro cuidado de alguna manera, a hacerlo también. Lo menos obvio es lo que se nos escapa siempre. Entre otras cosas, no sólo porque no lo vemos, sino porque tampoco lo prevemos.
Justo en mitad de esta reflexión y a pesar de que pudiera parecer que hoy estaba queriendo orientar mi reflexión hacia el tema del engaño, voy a hacer un esfuerzo añadido por detenerme en “lo sutil de lo sutil”. Sí. No es un error tipográfico. Con “lo sutil de lo sutil” me refiero justamente a eso: a que lo fácil probablemente en este punto del artículo sería divagar y filosofar sobre las maldades del engaño y la mentira, y pasar por alto justamente lo necesario que es que nos detengamos en las espinas que acompañan a lo sutil. Nos crea pereza porque el ejercicio de análisis y reflexión es ciertamente complicado, costoso, requiere mucho esfuerzo. Pero es estrictamente obligado que lo hagamos, así que procedamos a ello, aunque con limitaciones, y probablemente con la necesidad de volver a ello una y otra vez. Pero no lo pospongamos. Posponer lo realizable ahora también es una trampa sutil.
Hace unos días me descubrí a mí misma orando y pidiéndole al Señor sobre un tema que me inquieta mucho últimamente. Por una parte le rogaba que me preparara por si tenía que afrontarlo, pedía al Señor cuidado y protección, le rogaba por aceptación de Su voluntad… pero en pocos instantes y sin darme apenas cuenta, me vi casi ofreciéndole un trato a Dios a cambio de que me librara de la posibilidad de que mis temores pudieran hacerse realidad. Rápidamente y sólo por Su gracia, me di cuenta de mi error y pedí perdón. Pero esto me puso sobre la pista de cuán fácil es caer en sutilezas incluso cuando estamos muy avisados sobre ellas y cuando ponemos especial cuidado en evitarlas.
Tenemos muy claro en teoría que no debemos hacer tratos con Dios como si se tratara de alguien con quien podemos negociar. Pero, sin embargo, en un descuido emocional, nos descubrimos a nosotros mismos haciendo justamente esto. No está en nosotros como capacidad, sino que tiene que ver con una obra exquisita de cuidado y provisión que el Señor tiene con nosotros. Y hace unos días la tuvo conmigo. Así lo siento y así lo creo. Y creo, además, que no será ni la primera vez que pasó, ni la última vez que pasará, por desgracia y a pesar de lo mucho que pueda poner de mi parte para evitarlo.
Tras esta situación pensaba, con cierta sensación de desasosiego, en otras varias en las que fácilmente podría haberme pasado lo mismo, o en las que he observado esto en otros. Y era inquietud lo que sentía porque, con este asunto, en cuanto uno quiere profundizar mínimamente en la cuestión, se da cuenta de que, sin duda alguna, en muchas ocasiones nos habrán colado goles como edificios de grandes.Ni siquiera los habremos visto venir… ¡Y qué sensación de impotencia produce esto! ¡Pero que necesidad, al verlo también, de volver a pararnos una y otra vez para escudriñar con detenimiento nuestros pasos y no caer en el error de la sutileza!
No quiero decir con este planteamiento que toda sutileza sea un error. De hecho, afirmar esto sería caer en una gran mentira, a mi modo de ver. Por poner un ejemplo, nos podemos ver ante una situación en que dos personas no se comunican adecuadamente por el hecho de no ser suficientemente sutiles o diplomáticas en sus afirmaciones. Y tan negativa puede ser la sutileza en determinadas situaciones como positiva en otras. Así las cosas, vamos a centrarnos sólo en algunas circunstancias en las que la sutileza se constituye como un peligro o una trampa y en la que deberíamos concentrarnos para poder detectarla y huir de ella.
¿Has sufrido alguna vez los efectos de la manipulación emocional?Si algo caracteriza a este tipo de acción es que es tremendamente sutil y, por tanto, nada obvia. Es muy sencillo que se nos pase desapercibida y debido a esto, tantas y tantas veces caemos en ella o nos sentimos mal sin saber por qué. ¡No conseguimos identificar, a veces hasta mucho tiempo después, que lo que nos creaba el problema era que nos habían creado una falsa culpa! El engaño en estos casos es verdaderamente sutil. Una frase, un gesto, un silencio, una reacción de enfado o reticencia… orientados con el fin de que hagamos algo diferente a lo que en principio pensábamos hacer, puede ser fácilmente, si se cumplen ciertos elementos, una forma de manipulación emocional. Y cuanto más sutil sea, más efectiva suele ser también. No siempre viene acompañada de mala intención. Pero sí de un egoísmo que, para el propio protagonista, el que busca su propio beneficio personal por encima del de los demás, puede ser muy sutil.
Esto que acabamos de comentar está muy relacionado con las interacciones entre nosotros. Pero esa sutileza nos pasa factura también en lo referente a nuestra relación con Dios y con los pensamientos y sentimientos que para con nosotros mismos tenemos.
Podemos ser tremendamente egoístas sin darnos siquiera cuenta de ello. Podemos ejercer una presión sutil sobre nuestros hijos y que lo único que seamos capaces de percibir sea el malestar que genera, pero sin identificar qué lo produce. Podemos, sutilmente, estar restando a Dios la gloria debida a Su nombre al prestarnos a otras cosas menos importantes que en poco o nada contribuyen a hacernos tesoros en el cielo. La envidia se muestra de forma sutil cuando no nos alegramos lo suficiente por los éxitos de un hermano o un amigo. Y sutilmente también nos alejamos de los que nos quieren, quizá no a base de decir “Te odio”, sino a base de no decir “Te quiero”.
Las cosas acontecen a nuestro alrededor de maneras tan paulatinas y sutiles que, muchas veces, hasta que no tenemos el “tsunami” encima, no lo hemos visto venir. Como quien no quiere la cosa, se va acumulando un poso que va yendo a más y que mina muchas facetas de nuestra vida sin que nos dé tiempo a pestañear. A veces puede hacer más daño en una construcción una gotera que una gran ola. Y esto debería hacernos pensar, porque en la vida cristiana y fuera de ella nuestro gran problema pueden ser las fisuras por las que se nos cuela el agua.
Cuando uno se encuentra a uno mismo cayendo en este tipo de cosas, si tiene temor de Dios y amor por los que le rodean, empieza a sentirse mal. Y no por una inclinación masoquista (aunque, para muchos, preocuparse de las consecuencias que ciertas cosas pueden tener sobre los demás es puro deseo de machacarse inútilmente), sino porque en el momento en que uno toma conciencia de esto se da cuenta de que agradar a Dios ni siquiera es un acto voluntario. Esto, reconozcámoslo, nos frustra muchísimo. No sólo nuestros mejores intentos son como trapos de inmundicia delante de Él, sino que además nuestras buenas intenciones están llenas de fisuras y de imperfecciones tan sutiles que ni siquiera las percibimos.
Sólo la sangre de Cristo trae consuelo y tranquilidad a nuestras vidas ante esa incapacidad nuestra para controlarnos y cuidarnos de lo sutil. Ni desde el mejor de los deseos por honrarle somos capaces de responder por nosotros completamente. Simplemente, no podemos poner la mano al fuego para defendernos, porque justo aquello que no queremos hacer, eso hacemos. Sutilmente quizá, pero lo hacemos.
Y en esos casos sólo podemos elevar la mirada al cielo, o inclinarla en oración para pedirle a Él, que es el que todo lo ve y todo lo discierne, que nos perdone, en primer lugar, pero también que nos dote de sabiduría y buen hacer para no caer en lo evitable. Lo fácil ante lo sutil y sus espinas es mirar hacia otro lado. El verdaderamente sabio, sin embargo, mira hacia dentro para que no se le escapen estos detalles. Y mira también hacia arriba y ruega a Dios “Líbrame de los que me son ocultos”(Salmo 19:12)
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