Esta expresión se repite permanentemente en el Nuevo Testamento. Es el deseo de los apóstoles al escribir sus cartas para todos aquellos que las reciben, entre los cuales nos incluimos nosotros y aunque, aparentemente, como fórmula lingüística nos pueda resultar desfasada o anticuada, en momentos de dificultad como los que atravesamos a nivel global, pero también cada cual a nivel particular, estas palabras vienen cargadas de todo su sentido, aquel, justamente, con el que fueron escritas.
Es curioso cómo hay cuestiones que no mutan a lo largo de los años. Lo que nos rodea ha cambiado, las edades cambian y con ello el aparente avance de las personas. Nos parece que hemos avanzado lo suficiente, que somos gente civilizada, que hemos aprendido de nuestros errores a base de mirar hacia atrás para proyectarnos hacia delante… pero siguen aquejándonos los mismos males y talones de Aquiles que venimos arrastrando desde nuestra caída, allá en el Edén, hace tanto, tanto tiempo.
No hace falta pensar demasiado para toparnos una y otra vez con una de nuestras grandes asignaturas pendientes: la cuestión del autocontrol. Si algo ha acompañado al hombre a lo largo de los siglos han sido los problemas. Lo han sido de toda índole y pelaje, pero los que tienen que ver con lo interpersonal se llevan probablemente la palma por su recurrencia y nuestra obvia incapacidad para dejar por zanjados este tipo de asuntos. No se nos da nada bien, simplemente. Dicho de otra manera: no importa cuántos siglos pasen o cuántas lecciones nos traiga LA Historia o NUESTRA historia. Siempre volvemos a tropezar en esto, una y otra vez.
Nos cuesta parar, no dejar rienda suelta a nuestros impulsos, particularmente cuando sabemos o sentimos, simplemente, que alguien nos agrede, nos agravia, nos “ningunea”, se aprovecha de nosotros o es, sin ir más lejos, injusto y ya está. No hacen falta grandes ofensas, ni complicadas tramas para que nos sintamos humillados en ocasiones y que ello nos lleve a la tristeza, sí, pero en muchas, muchas veces, también al enfado, a la ira y al deseo de venganza, si no a ejecutarla de forma práctica.
Y es ahí donde más nos cuesta que, de forma natural, surja en nosotros la idea de responder con gracia y paz. Es más, nos causa hasta risa, incluso, (aunque en algunos lo que se produce es una reacción mayor de ofensa y deseo de “poner las cosas en su justo lugar”) pensar que ante la situación que tengamos delante, cualquiera que ésta sea, y las hay de mucha envergadura, haya que responder mansamente en vez de como nos pediría el cuerpo.
Nuestras reacciones naturales quedan, a todas luces, bien lejos de la idea que pretende transmitirse desde ese “Gracia y paz”. Lo que a nosotros nos “sale” es más bien todo lo relacionado con la venganza, la cerrazón para arreglar las cosas, el deseo de justicia que, a ser posible, no sólo repare nuestra causa sino, ¿por qué no pedir?, que le dé una buena lección al otro. Es, sin embargo, otra forma de decir lo mismo. Ya sabemos que nuestra tendencia es a buscar la fórmula más políticamente correcta, aunque la venganza siga siendo venganza, aquí y en Roma, desde siempre y para siempre. Y que sea una tarea que, dicho sea de paso, no nos corresponde, aunque nos apetezca sobremanera en muchos momentos de nuestra vida, particularmente cuando sentimos que la razón nos asiste.
Nuestro corazón, en definitiva, no ha cambiado. Por eso nuestras reacciones siguen sin variar. No es una cuestión de aprender o no. Es más bien que nosotros somos lo que somos y como somos y, mientras esto sea así, nuestras reacciones seguirán siendo, previsiblemente, las que hasta ahora hemos tenido y manifestado, ni más ni menos.
Este tipo de cosas no cambian de la noche al día, ni lo hacen sin una razón. Más bien, cuando se produce un cambio “contra natura”, es decir, opuesto a lo previsible dada nuestra naturaleza poco dada a controlarse en lo momentos de afrenta, suele ser por algo. Y ese algo suele ser una motivación que, aunque sea de manera temporal, se posicione por encima del deseo de venganza o de retribución. Si por un instante algo vale más que el hecho de poner justicia en esa situación, seremos capaces de frenarnos. No será por la mejor de las motivaciones, tal vez (el convencimiento de que haya que controlarse), sino probablemente porque no nos convenga “desatarnos”. Pero lo haremos, pondremos freno. Y eso coloca el asunto justo en el punto al que quería llegar: el autocontrol no es tanto, a veces, una cuestión de fuerza de voluntad, de genes o de intenciones, sino principalmente de motivaciones.
¿Cuál es la motivación que mueve a las personas a reaccionar visceralmente, con ira, ante las grandes y pequeñas afrentas de la vida? La venganza es una motivación, y muy fuerte además. Pero en otras ocasiones variadas motivaciones vienen a ocupar el lugar prioritario de ésta y la desplazan, consiguiendo que la persona no actúe conforme a sus impulsos, sino a una nueva fuente de poder. El amor, por ejemplo, es uno de estos grandes motores. Puede ser incluso más fuerte que la venganza, por intensa y salvaje que ésta sea y todos comprendemos que esto pueda ocurrir así en un momento dado.
Pero bueno… al fin y al cabo… ¿qué mérito hay en controlarse por amor? La dificultad para mostrar gracia y paz está justamente en los momentos en que esto es más difícil. ¿Cómo mostrar gracia y paz cuando quien se tiene delante se reitera una y otra vez en la falta y el agravio? ¿Cómo, cuando lo que quizá está más presente en esa situación es, incluso, la deliberada intención de ofender? ¿Qué puede ser más fuerte que la necesidad de justicia cuando a uno le toca vivir una situación del todo injusta y quien ofende, lejos de retractarse, se revuelve una y otra vez hasta, no sólo herir, sino profundizar y hurgar aún más en la herida?
Pensaba estos días que, si bien la venganza es una motivación muy fuerte, así como el deseo de justicia (sin que venga necesariamente teñido de la búsqueda de retribución que implique mal para otro), más aún lo es la fuerza que imprime el Evangelio de Jesús en nosotros. Por eso, quizá, los apóstoles podían desear a los creyentes que abundaran gracia y paz entre ellos en momentos no menos difíciles que los que vivimos nosotros. Y se lo deseaban, no como una quimera o un imposible demasiado lejano como para poder ser alcanzado, sino como algo real y accesible, aunque sólo, probablemente, desde quien ha vivido en sus propias carnes lo que significan la gracia y la paz en sí mismas.
Sólo el amor de Cristo y la obra restauradora que Él hace en nosotros son capaces de producir en nuestro corazón la posibilidad de reaccionar ante el mal que otros nos hacen desde los dones inmerecidos y desde la paz de quien sabe que Otro hay por encima de nosotros que finalmente pondrá orden en todas las cosas. Mientras estamos aquí, el dolor es mucho y las fuerzas pocas. Las escasas que tenemos las malempleamos a menudo buscando dar respuesta a nuestra propia causa por nuestros propios medios, y estos suelen estar, más que teñidos, impregnados de nuestros malos sentimientos hacia los demás. Es fácil que el rencor anide en nosotros y produzca raíz de amargura. A no ser que quien habite en nosotros sea Cristo mismo y que su obra actúe como motor aún más fuerte que la venganza o el dolor que otros produjeron.
Él se perfila como la única ayuda realmente eficaz y potente contra nuestra falta de autocontrol y dominio propio. Como criaturas nuevas que somos, Él puede obrar en nosotros con todo el poder de Su fuerza, de manera que nuestras fuerzas, las pocas que tenemos, sean verdaderamente superfluas y podamos decir, como palabras propias, asumidas con todo su rigor, “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, incluyendo resistir a la tentación de pagar mal por mal, que es lo que verdaderamente nos apetecería y, más aún, al viejo hombre que fuimos. Es cierto que seguimos sujetos por algún tiempo a este cuerpo mortal, pero no estamos solos. Su poder y Su fuerza ya operan en nosotros y nuestra parte sólo (“sólo”, ¡qué gracia!) consiste en dejarle hacer. Él sí puede poner gracia y paz donde nosotros no podemos. En Su hacer sí podemos descansar tranquilos verdaderamente y podemos aspirar, sin miedo a pecar de ingenuos o de excesivamente optimistas, a una forma de relacionarnos en que la gracia y la paz sean quienes presidan nuestras interacciones.
Para eso, desde luego, ha de reinar Cristo. Y ha de hacerse Su reinado patente en nosotros aun cuando fuera, en este mundo, reine temporalmente el príncipe de las tinieblas. Pero Cristo es mayor en nosotros, Su victoria no tiene comparación con ningún otro poder en este mundo, ni en lo terrenal, ni en lo espiritual. Podemos actuar hacia los demás con compasión cuando nos humillan, con amor cuando nos agravian, con cuidado cuando lo que percibimos hacia nuestra persona es desdén y mala gana. Podemos decidir dar lo que otros no merecen porque nosotros fuimos agraciados con dones que no merecíamos y nunca habremos de perdonar una falta mayor que la que a nosotros se nos perdonó.
Si se nos olvida esto, la gracia y la paz en nosotros no serán posibles.
Pero cuando podemos, en Su amor y Su poder, actuar desde la gracia, sólo nos resta una cosa: vivir y dormir en paz.
¡Gracia y paz a nosotros, también y especialmente en las tormentas!
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