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El “testamento protestante” de Carlos Monsiváis (IV)
 

Luis Guzmán denuncia el genocidio evangélico en México

“Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio”, informó en su portada “Tiempo” en 1951.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 04 DE MAYO DE 2012 22:00 h

El problema aquí no es la competencia religiosa, sino la certidumbre de la inhumanidad de los disidentes. “Si no rezan como Dios manda, que ni Dios los proteja”.[1] C.M.

En el periodo que va de 1940 a 1960 la Iglesia Católica monta una campaña dirigida a detener sin miramientos el avance del protestantismo en México.

Los gobiernos posrevolucionarios, empeñados en modernizar al país, no vacilan en seguir el juego a los obispos y en dejar de aplicar las leyes sobre libertad de cultos.

Sin llegar al 1% de la población total, las comunidades evangélicas batallan duramente para sobrevivir, incluso contra su propio aislamiento cultural. Dice Monsiváis: “El gobierno atiende el llamado de los obispos católicos y, en canje de su lealtad política, les entrega la impunidad que, luego de la guerra cristera, es patente de corso de la ‘guerra santa’. El Estado es laico, pero bastante distraído, y no se fija en los métodos que suprimen las herejías”.[2]

Particularmente agresivo es el arzobispo primado Luis María Martínez, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, lo que no le impidió calificar al protestantismo como “serpiente infernal”, mientras en la provincia se seguían quemando templos, se apedreaba a los fieles, se mataba pastores o se linchaba a grupos enteros.

La “denuncia cultural” de Monsiváis retoma la intensidad con que en esos años se insistía en el carácter conspirativo del cristianismo no católico, visto como “estrategia de los gringos para debilitar a los pueblos de raíz hispánica”. Y es que si el análisis del cronista no necesariamente coincide, al menos en la periodificación, con el de los especialistas en el tema, la razón es que él le toma el pulso a la cotidianidad protestante, amenazada continuamente por el recelo y la violencia latente.

Monsiváis destaca muy bien la única voz no evangélica que registraba estos hechos, la del escritor liberal y político Martín Luis Guzmán(1887-1976), novelista de la Revolución (La sombra del caudillo es, quizá, su obra más emblemática) y ex secretario de Francisco Villa, director de la revista Tiempo, que documentaba las persecuciones.

“Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio”, informó en una portada de 1951.En esa publicación colaboró el escritor y polígrafo metodista Gonzalo Báez-Camargo (1899-1983). La tesis de Deyssy Jael de la Luz García sobre la Iglesia de Dios muestra la manera en que Luis María Martínez lanzó, en 1944, la “Cruzada en Defensa de la Fe”. En su carta pastoral, este jerarca aseveró: ““El protestantismo es una creencia extranjera y extraña que tiene como objetivo arrebatar a los mexicanos su más rico tesoro, la fe católica, que hace cuatro siglos nos trajo la Santísima Virgen de Guadalupe […] Por tanto, debe ser erradicado de raíz por los métodos que fueran necesarios”.

La cita amplia de esta autora permite apreciar los aspectos de esta “cruzada”: “La campaña escrita fue una de las respuestas al llamado de la cruzada, pues a través de la prensa confesional, boletines, facsímiles y hojas sueltas se agredían los principios doctrinales del protestantismo y se atacaban a los que habían abandonado el catolicismo para hacerles saber —según los redactores anónimos— que estaban en un error al haber dejado ‘los sagrados sacramentos del culto sobrenatural que rendían en la Iglesia católica’, y que el protestantismo los había liberado, pero para ir al infierno.[3]

Las condenas explícitas que acompañaban los ataques físicos tampoco eran más suaves y recordaban los tiempos de las excomunionesde los insurgentes Hidalgo y Morelos: “Que la más vil de las muertes venga sobre ellos [los protestantes] y que desciendan vivos al abismo. Que su descendencia sea destruida de la tierra y que perezcan por hambre, sed, desnudez y toda aflicción. Que tengan toda miseria y pestilencia y tormento […] Que su entierro sea con los lobos y asnos. Que perros hambrientos devoren sus cadáveres. Que el diablo y sus ángeles sean sus compañeros para siempre. Amén, amén, así que sea, que así sea” (información aparecida en Nuevo Día y transcrita en Tiempo, 1945).

Paralelo a esta campaña tan vil surgió por fin un organismo que asumiría la denuncia formal de la situación, el Comité Nacional Evangélico de Defensa, que desde principios de los 50, y con una perspectiva inter-denominacional comenzó a “documentar los agravios criminales”, con la salvedad, bien subrayada por Monsiváis, de que “no dialoga en lo más mínimo con la opinión pública (para empezar, porque ésta nunca se entera de su existencia) y se limita a denuncias (ignoradas) y a pequeñas marchas cada 21 de marzo ante el Hemiciclo a Juárez” (p. 73).

Estas marchas se volverían toda una tradición, además de que era una ocasión para episodios espontáneos de “evangelización masiva”, y para los años 90, con los cambios constitucionales, alcanzarían las páginas de los periódicos. Más tarde, comenzaría a perder importancia ante el empuje de los nuevos liderazgos evangélicos, más preocupados por posicionarse políticamente que por promover la identidad evangélica histórica, ligada a las gestas liberales del siglo XIX.

En la siguiente sección, “Le dije pinche aleluya y no se rió”, Monsiváis aporta la visión de la postura fundamentalista y de la cultura bíblica (lo uno por lo otro) como recurso de resistencia para las comunidades evangélicas: “A diferencia del fundamentalismo dominante, hecho de arrogancia y menosprecio de los credos falsos, el fundamentalismo de las minorías suele provenir no sólo de la relación con lo trascendente, sino de todo lo que el medio circundante les niega”. Las citas bíblicas, por lo tanto, estaban a la orden del día y los Salmos, en particular, son el refugio de los creyentes perseguidos.

La dureza de la persecución hizo que la identificación con los pasajes relacionados fuera casi absoluta. “Esto dura sin modificaciones por lo menos un siglo y el desarrollo doctrinario de los protestantismos depende en gran medida de las luchas, un tanto aletargadas, por obtener el reconocimiento de las creencias. Y al no fijarse con claridad esta historia, las comunidades protestantes no verifican las tragedias que han vivido y la necesidad de profundizar en el tema de las libertades” (p. 74).

Los casos de intolerancia se suceden sin término y así se llega hasta los años en que el régimen modificó la Constitución en materia religiosa, momento en el que por fin se recurrirá al concepto de derechos humanos.

Un cuento de Sergio Pitol (1933), “Semejante a los dioses”, mencionado por Monsiváis (p. 75), explora magistralmente la zona más profunda del odio por la diferencia religiosa. Un niño iluminado y trastornado de 13 años denuncia a su familia heterodoxa (“credo en desgracia” le llama) y azuza al pueblo para acabar con ella: “Después, cuando aún podía hacerlo, recordó que esa noche había dado voces en la calle, pidiendo que prendieran fuego a la casa de Serafín Naranjo donde su padre celebraba el servicio, y habían llegado unos con fusiles, otros con antorchas y otros con piedras, y otros con nada, con sólo una boca vociferante y recios puños, dispuestos a que nadie saliera de la casa, en tanto que él, con voz que la pasión le había vuelto poderosa y que sobresalía de entre el rugido general, clamaba justicia para los sacerdotes asesinados, de cuyo martirio, juraba, eran responsables esas casi veinte personas reunidas para entonar en voz baja sus cánticos y plegarias”.[4]

El cronista concluye: “Deshumanizados a fondo los disidentes, su persecución no ocurre en la conciencia pública y una suerte de convenio invisibiliza a los marginales de toda índole ¿Derechos humanos? El concepto ni siquiera circula y resultaría inconcebible darle categoría de asunto nacional”.

El tema a abordar ahora es precisamente el de la llamada “identidad nacional”.



[1]C. Monsiváis, “De las ventajas de no mencionar a la intolerancia”, en El Universal, 22 de junio de 1999, recogido en C. Monsiváis y C. Martínez García, op. cit., p. 123.
[2]C. Monsiváis, “De las variedades de la experiencia protestante”, p. 72.
[3]D.J. de la Luz García, El movimiento pentecostal en México. El caso de la Iglesia de Dios, 1926-1948. Tesis de licenciatura. México, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM, p. 162. Publicada por la editorial Manda en 2010.
[4]Cf. S. Pitol, “Semejante a los dioses”, en Cuerpo presente. Relatos. México, Era, 1990, p. 57, www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=29&Itemid=30&limit=1&limitstart=2. Este cuento, escrito en 1958, pertenece al libro Infierno de todos (1965). Pitol, junto con José Emilio Pacheco, es uno de los amigos de juventud de Monsiváis. Véase: S. Pitol, “Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 30-51. Un fragmento en:www.jornada.unam.mx/2010/06/20/opinion/014a1pol.
 

 


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