La película Soul Surfer ha llegado a las pantallas de cine como otras muchas películas que narran el drama de una vida aparentemente destrozada y quebrada por la mitad, para traernos una historia de superación y fe en uno mismo y las propias posibilidades. Pero lo que se esconde detrás de esta emotiva historia, como detrás de otras muchas igual de conmovedoras e increíbles, es mucho más. Es la realidad de Cristo y Su poder brillando con más fuerza y poder si cabe a través de la adversidad y lo que a ojos del ser humano parece del todo imposible.
Este film narra la historia de Bethany Hamilton, una niña surfista que con corta edad sufre el gravísimo ataque de un tiburón que la deja sin uno de sus brazos. Todo alrededor suyo y de su familia parece desmoronarse. Aquello en lo que había depositado sus ilusiones, esfuerzos y esperanzas, desaparece como por arte de magia en un solo instante, y no sólo es que se enfrenta directamente ante la realidad de la muerte (en el ataque pierde prácticamente el 60% de su sangre, como ella misma relata en la red con un testimonio personal escalofriante pero lleno de convicción y solidez en sus creencias cristianas), sino que ha de afrontar la realidad de una nueva vida en la que el surf y todos sus sueños de convertirse en una profesional de este deporte desaparecen sin más. El desenlace de la historia es sorprendente, en cualquier caso, porque contra todo pronóstico, saca fuerzas de flaqueza y consigue convertirse en competidora profesional de éxito.
La primera pregunta que uno se hace ante estos y otros casos es “¿Por qué estas cosas tienen que pasar?”. Uno casi no puede evitar cuestionarse para qué, qué sentido tiene, que una niña que tiene toda su vida y sus sueños por delante haya de pasar por una situación de este calibre. Mucho más cuando su vida y la de su familia estaban puestas desde antes del accidente en la fe en Jesús. “¿Por qué pasan ‘cosas malas’ a ‘gente buena’?”- es la manera en la que esta cuestión toma forma en la mente de muchos.
La respuesta que ella da en su testimonio personal, al margen de lo que muestre la película, es una profunda convicción de que tenía que suceder lo ocurrido con su brazo para que la gloria de Cristo pudiera brillar más aún, para que Su poder se hiciera mucho más patente en ella, para que ella pudiera tener infinitas posibilidades más de poder dar testimonio de su fe y su Redentor, no haciendo cualquier otra cosa diferente al surf, que es lo que hubiéramos esperado a priori, sino haciendo lo aparentemente imposible: seguir subida en su tabla desafiando a las olas en clara situación de desventaja física. Sin duda que, como añadido y complemento a la pérdida de su extremidad, el Señor le ha dado una sobredosis de tenacidad y espíritu de superación no atribuibles a nada más que a la mano misma del Creador obrando de forma poderosísima en ella.
Porque este es el gran asunto en definitiva: cuando no hay nada que podamos hacer nosotros, está claro que todo lo que de bueno acontece en nuestras vidas y todo aquello que podemos lograr es solamente atribuible a la mano de Uno por encima de nosotros que todo lo puede. Él y sólo Él es quien nos da las fuerzas para poder seguir y llegar allí donde nuestras fuerzas no nos permitirían llegar.
Lo que de negativo nos acontece es sólo negativo en una esfera relativa, reducida y temporal. Porque todo ello tiene, dentro del inmenso tapiz de la obra que Dios hace a lo largo de los tiempos y también en nuestras vidas y las de los que nos rodean, una importancia vital, pero más aún, un fino y profundo propósito que por nuestra limitada visión y mente a menudo se nos escapa.
Hablar de la inutilidad del sufrimiento y los acontecimientos adversos en nuestra vida es, simplemente, faltar y fallar en nuestra comprensión del Evangelio. Sería casi, casi como decir que para nada sufrió Cristo. Y cualquiera que haya abrazado sinceramente la fe cristiana entiende la estupidez de esta afirmación y lo alejada que se encuentra de la realidad bíblica. Hoy considerábamos en la congregación en la que me reúno sobre la situación de Jonás y cómo tuvo que pasar por el estómago del gran pez y sufrir calamidades, sentir todo el peso de las olas y el mar sobre él para poder experimentar la gracia divina de la que, por otra parte, huía.
Y es que, por una parte, sólo vemos lo que de malo trae a nosotros la adversidad: sufrimiento, desgaste, dolor…Pero el gran pez (que normalmente solemos identificar a primera vista con el castigo y juicio divinos ante la huida y desobediencia del profeta) es en realidad la manera que Dios puso en su camino para salvarle. El pez era parte del plan de gracia y salvación para Jonás, de la misma forma que nuestras adversidades son parte de la estrategia de Dios para obrar en nosotros, salvarnos de nuestra vieja naturaleza, transformarnos más y más a la imagen de Cristo y ser luz para otros.
La manera en que Dios se manifiesta en la adversidad es probablemente mucho más potente y visible que cualquier manifestación dentro de la prosperidad. Solamente si nos detenemos a pensar en el contraste entre ambas podremos verlo con mayor claridad. Una luz es más obvia y su resplandor más eficaz cuanta más oscuridad hay a su alrededor. Y nuestras pruebas, las situaciones difíciles que enfrentamos en nuestra vida son, sin duda, los momentos que percibimos como más tenebrosos y oscuros en nuestra existencia. Pero también donde la fe adquiere todo su valor y la salvación de Dios es aún más grande.
Es necesario que seamos apagados para que Cristo brille más y mejor, con más fuerza.En esa oscuridad es que la fe adquiere todo su sentido, porque precisamente ahí es donde no vemos la salida. Cuando todo está claro nos sentimos autosuficientes. Nada nos genera duda y no hay nada que esperar. ¿Qué sentido tiene la fe en esos momentos? Pero la fe tiene que ver con convicciones profundas y sólidas en aquello que no vemos, que no esperábamos que pudiera ocurrir, que no era previsible. En los momentos de angustia, sólo nos queda confiar y esperar que Él obre con todo Su poder. Porque mientras creemos que nosotros tenemos algo que hacer al respecto, solemos optar por nosotros mismos y nuestras fuerzas. Por eso las pruebas nunca dejarán de ser en la vida del cristiano. Nos hace falta ver una y otra vez que le necesitamos. Y la obra de Dios es mucho más visible cuando no es atribuible, en ningún sentido, a nosotros o a lo que nosotros en nuestras fuerzas podamos hacer.
A nosotros no nos ha arrancado el brazo un tiburón ni nos ha engullido un gran pez. Pero estamos sumidos en situaciones que nos desbordan y nos apagan llevándonos muchas veces al borde de la extenuación y la desesperanza. Entonces Dios obra con un poder inusitado, inesperado, a pesar de que Su revelación nos habla de Él y Su carácter. De oídas le hemos oído a lo largo de todo nuestro recorrido como cristianos… pero en la prueba nuestros ojos le ven y le perciben con una claridad que no se detecta en mitad del brillo de la prosperidad. En nuestros días nublados, oscuros, es donde Su resplandor es más glorioso y donde, sin duda alguna, somos más conscientes de que presenciamos en primera línea el milagro de Su intervención poderosa en nuestras vidas.
No hay nada especial en Bethany Hamilton más allá de que Dios ha querido obrar en ella a través de su sufrimiento y dolor, también del tesón y capacidad que le ha asignado, y mostrarse así a ella y a otros. Jonás no era el mayor de los profetas y tenía, como nosotros, grandes lecciones que aprender y grandes batallas que librar consigo mismo. Y parte de las situaciones de terror y aflicción en estas dos vidas fueron de sufrimiento y prueba pero también de salvación y evolución para ellos y otros en su camino. Las formas en que Dios decide obrar en nosotros son, ciertamente, inescrutables, incomprensibles, imposibles de prever o comprender ni en una mínima dosis.
Y, sin embargo,
Dios sigue brillando en medio de Su obra precisamente por eso: porque es Su obra en Su pueblo y no necesita ni siquiera que alcancemos a entender lo que pueda estar sucediéndonos. Historias como estas nos recuerdan la importancia de contribuir al Reino de Dios desde las circunstancias que Él permite en nuestras vidas. Pudiera ser una extremidad menos o que un pez nos engullera. Pero se nos llama a seguir a Cristo en mitad del dolor, a no huir en dirección contraria a Su voz (como si tuviéramos derecho a desertar sólo porque Sus planes y Sus formas no coinciden con los nuestros), a poner nuestra mirada en el autor y consumador de nuestra fe. Su voz nos mueve a contemplar su poder en mitad del caos y de la nada, porque cuando estamos en esas situaciones, sólo hay caos y nada. Pero hemos de volver a considerar que Él es Dios y habremos de esperar en lo que Él tenga que mostrar, a Su tiempo y sólo a Su tiempo, a su manera y sólo a Su manera.
Tal y como el apóstol expresaba en sus cartas, “he de menguar yo para que Cristo crezca” y nada como nuestra debilidad para que nuestro Señor y Su gloria brillen más y más, sin competencia, sin atribuciones inadecuadas respecto al origen de la salvación ante esa situación.
Dios es un Dios celoso que no comparte Su gloria con nadie, ni siquiera con Sus hijos. Él compartirá con nosotros una eternidad gloriosa y nos permitirá percibir con mayor claridad una parte de esa gloria cuando se haya manifestado como Rey y Señor de este mundo. Pero mientras tanto, nuestra mayor gloria es poder ser, en Sus manos, vasijas e instrumentos útiles que muestren lo que Él quiere en su soberanía. Y nuestra labor y privilegio es estar dispuestos a apagarnos parcial o totalmente si, con ello, brilla Cristo.
Si quieres comentar o