Aún cuando no hay ardor de discípulo en su acercamiento a Jesús, sabe que no basta con cerrar los ojos para suprimir el sol
Agradezco que los lectores de “Protestante Digital” están siguiendo con interés la serie de artículos que estamos publicando sobre Federico García Lorca al cumplirse 80 años de su asesinato en Granada.
Hoy ofrecemos una nueva entrega.
EL MISTERIO DE LA CRUZ
Si los cristianos han reducido su fe a una ideología de piedra; si cuando se manchan las manos no es para sacar del barro al miserable, antes al contrario, para hundirlo más en el cieno, el resentimiento no debe llevar a la incredulidad. Siempre cabe la espera en Dios. El abandono a su voluntad y una encendida oración. Como en el poema Abandono, escrito por Lorca en 1922: ¡Dios mío, Lázaro soy! llena de aurora mi tumba, da a mi carro negros potros. ¡Dios mío, me sentaré sin preguntas y con respuesta! A ver moverse a las ramas.
Sin preguntas ante los misterios del alma y con respuesta a su llamada es como Dios nos quiere. Dios está de tal modo entregado a los hombres que acepta sus humillaciones, sus incredulidades, todas sus exasperaciones. Pero “Yo estoy a la puerta”, dice Dios. Cuando muere la duda y nace la fe, aparece la alegría.
En el otoño de 1928, ocho años antes de su muerte, García Lorca escribe a Jorge Zalamea estas palabras: “Yo también lo he pasado muy mal. Muy mal. Se necesita tener la cantidad de alegría que Dios me ha dado para no sucumbir ante la cantidad de conflictos que me han asaltado últimamente. Pero Dios no me abandona nunca”.[1]
Más allá de sombras y de luchas está la roca sólida que nos sostiene. Cuando se hace la luz brota la alegría.
Gregorio Prieto, el formidable pintor y retratista que tanto se ha ocupado de la generación del 27, con cuyos principales componentes mantuvo una estrecha amistad, se fija en las crucecitas que cuajan los dibujos de García Lorca. “Quizá –dice- nadie se haya fijado en estas cruces, planes de ternura, que con tanta profusión dibuja con su línea escrita”. Guiado por Gregorio Prieto uno contempla despacio los dibujos de Lorca y, efectivamente, allí están las crucecitas. “¿Qué secretos guardan estos símbolos? –interroga Prieto- Sólo lo sabe el poeta y alguien al que por merecerle su confianza le regalaba la confidencia”. Este alguien, ¿es el propio Gregorio Prieto? No lo dice, pero bien pudiera ser, porque, a continuación de la última frase transcrita, Prieto añade otra, entrecomillada, de García Lorca: “El misterio, sólo el misterio nos hace vivir”.
¿El misterio de Cristo? ¿El misterio de la Cruz? ¿Amaba Lorca a Cristo más allá de la extremosidad expresiva de sus imágenes literarias?
La deducción que de los símbolos hace Gregorio Prieto nos parece excesiva: “La proliferación de tantas crucecitas en sus dibujos –dice Prieto- …promueve que le consideremos uno de los más cristianos poetas del Universo”.
Éste es el lenguaje del corazón. Prieto amaba entrañablemente a García Lorca y eleva su cristianismo a cumbres que nunca tuvo. Por otro lado, no puede tomarse muy en serio el juicio de un hombre que, como hace Prieto, incluye a Jesucristo entre quienes él llama genialidades abstractas: “Leonardo, Velázquez, Milton, Teresa de Jesús, Shakespeare, Cervantes, Dama de Elche, Venus de Milo, Góngora y Santa Isabel de España”.[2]
En la cristología lorquiana hay más de iconografía popular que de profundidad doctrinal. Con todo, el Cristo del Nuevo Testamento no le era desconocido.
En el poema Símbolo, de Suite de los espejos, Lorca combina símbolo e imágenes de raíz evangélica y termina con un acto impetuoso de afirmación personal: Cristo tenía un espejo en cada mano. Multiplicaba su propio espectro. Proyectaba su corazón en las miradas negras ¡Creo!
Aquí están, sin nombrarlos, personajes como la samaritana, María Magdalena, Judas y otros a quienes Cristo descubría las intenciones del corazón con su penetrante mirada de Dios. Esto convence al poeta y le hace exclamar: “Creo”.
Cree porque, como afirma en tres estrofas de Poema del Cante Jondo, La cruz (punto final del camino).
Cree porque en el fondo de su ser está convencido de que sólo en Cristo el mundo puede hallar refugio y amparo. Así lo expresa en el poema Mundo: Mundo, ya tienes meta para tu desamparo. Para tu horror perenne de agujero sin fondo. ¡Oh, Cordero cautivo de tres voces iguales! ¡Sacramento inmutable de amor y disciplina!
Lorca no fue un hombre vulgar y conocía las huellas que Cristo ha dejado en la Historia de la Humanidad. Aun cuando no hay ardor de discípulo en su acercamiento a Jesús, sabe que no basta con cerrar los ojos para suprimir el sol. La luz del Crucificado iluminó muchas agonías interiores del poeta.
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