“Seguimos en la Laser 98, son las diez en punto de la noche e interrumpimos nuestra programación habitual para darles a conocer una noticia de última hora. Hace apenas treinta minutos un rayo se precipitó sobre la fábrica de corbatas Suarez & Ackerman. Una trabajadora murió en el incendio que se propagó rápidamente. Esta muerte ha iniciado una investigación policial pues la citada trabajadora terminaba su jornada a las siete de la tarde al igual que el resto de personal ya que a esa hora la fábrica cierra sus puertas hasta el lunes. Trágico viernes para los señores Suarez & Ackerman y por supuesto para la familia de la desafortunada trabajadora. Seguiremos informando al respecto. Y ahora, en nuestra programación musical de la noche…”
***
- Agente, le repito que no tengo ni la menor idea de que hacía mi hija a esas horas de nuevo en el trabajo. Se fue arreglada como para el baile, igual que cada viernes, iba tan guapa…-A la señora Asunta se le quebró la voz en un sollozo y varias lágrimas se le escaparon tras los gruesos cristales de las gafas.
- Entiendo…- El detective Ortiz tomaba notas ininteligibles en su pequeña libreta.
Mientras, el padre de la fallecida, don Pascual, paseaba inquieto por la sala. Las manos sujetas en la espalda, la vista fija y a la vez perdida en la alfombra. Intensos haces de la luz de la tarde se colaban entre los visillos, sin otorgar tibieza. El silencio de la ausencia roto por el mecer del péndulo del reloj de pared.
- Siempre fue muy buena hija – Prosiguió doña Asunta – Obediente y esforzada ¿Sabe usted que estudiaba secretariado por las mañanas? No quiero decir que su trabajo en la fabrica estuviera mal… no señor, el trabajo es una bendición siempre y los señores Suárez Ackerman siempre fueron muy generosos con esta casa…- De nuevo el sollozo, tres lágrimas mas.
Desde detrás del hombro su esposo le alcanzó un pañuelo de papel.
- Gracias querido… como le decía, agente, no me contó con qué amigas saldría ayer. La verdad es que tenía tantas. Las hermanas Castedo, sí, las hijas de los Castedo de la tienda de ultramarinos. También Lidita Ramírez, María Eugenia Schmidt, varias muchachas de la fábrica, muy querida, era muy querida, si algo bueno tenía mi hija era que se hacía querer enseguida ¿Sabe usted?
El padre rompió su mutismo súbitamente con un puñetazo en la mesa del comedor, que desconcertó a los presentes:
-¡Por qué demonios estaba allí! Maldita sea mi estampa ¿Están seguros de que es ella? ¿Esos… restos, son de mi hija?
- Lamentablemente sí, caballero, aunque el cadáver se encuentra calcinado en su mayoría, los retazos de vestido han sido reconocidos por su esposa como pertenecientes a su hija y bueno… a su lado estaba la cartera de mano con sus documentos… creo que no cabe duda. Además, si no fuera ella ¿No habría vuelto ya a casa?
Don Pascual no respondió y dejó la sala con un fuerte portazo.
- Discúlpele agente, aún estamos conmocionados con la noticia. – Justificó doña Asunta- Yo aún no me lo creo ¿Sabe? Me da la impresión de que de un momento a otro mi Gracielita va a entrar por la puerta, saludando con un silbidito como suele hacerlo… como solía hacerlo…- Esta vez el sollozo se tornó incontenible.
- Eso es todo, buenas tardes.- El detective cerró su libreta y se marchó.
El haz de luz bajó de intensidad y la sala quedó casi en penumbras, todo por la nube que eclipsaba el sol de tarde, todo porque Gracielita ya no estaba y su madre no hallaba consuelo.
***
- Voy a ser claro señor Ackerman, en mis pesquisas entre los trabajadores me han llegado rumores de que usted y la señorita Graciela Muñís tenían una relación más allá de lo estrictamente laboral ¿Me explico? -
- Me temo que no- Respondió Ackerman mientras movía los hielos que flotaban en su whisky.
- Que eran amantes, señor.
Ackerman rió con una sonora carcajada y miró su reloj.
- Como comprenderá, agente, soy un hombre sumamente ocupado por lo que le agradecería que no me hiciera perder el tiempo con chismes absurdos. Yo puedo tener la mujer que desee en esta ciudad y mis gustos son ¿Cómo decirlo? Bastante más refinados. Las trabajadoras de mi fábrica, aunque esforzadas, no satisfarían jamás esos gustos.
- Por lo tanto, niega usted la relación amorosa.
Ackerman asintió mientras bebía un trago largo. Al finalizar se limpió la comisura con un pañuelo de tela y preguntó:
- ¿Cómo dice que se llamaba la occisa?
- Graciela Muñís.
- Bien, no dude de que la familia Muñiz recibirá una generosa indemnización de parte de nuestra empresa por su irreparable pérdida ¿Eso es todo agente?
- Sí, señor. Si tengo alguna otra pregunta yo…
- Concierte una cita con mi secretaria.
- Así lo haré, señor. Gracias.
El detective Ortiz le estrechó la mano sudorosa y salió con largos pasos del despacho. Quedaba claro que lo suyo no era rozarse con aquella gente, se sentía mucho más cómodo entre ladronzuelos y ciudadanos de a pie. Se despidió de la secretaria con una elevación de sombrero.
Aún en el ingente despacho el señor Ackerman permanecía de pie junto al ventanal, esperando ver cómo el detective se marchaba en su viejo automóvil. Ahí estaba, ridículo y mal vestido. Apuró la bebida y dejó el vaso sobre la mesa de roble. Suspiró. Las imágenes se agolpaban en su mente desordenadas e inconexas pero abrumadoras. Suspiró de nuevo y comenzó a murmurar para sí:
- Graciela, Graciela ¿Qué hacías allí? – Se enjugó una lágrima furtiva.- No era el día, no era el lugar… Graciela, tu cuerpo consumido… Graciela.
La extrañaba, pero no de una manera dolorosa, sino más bien como se extraña un buen sueño o un recuerdo infantil, con cierta nostalgia y cierta modorra, ambas a partes iguales.
- Graciela….- Los susurros se escapaban, eran solo para lo que quedaba de ella.- Eras lo único puro y limpio que había en mi vida. Sin interés, sin malicia. Podía ver en tus ojos como tú veías lo profundo de los míos. Más allá del dinero o de la posición. Graciela, tu me mirabas y se paraba el tiempo. “No hable tanto”, me decías y me acariciabas las manos y la cara. Decías que me amabas, que me querías solo para ti. Llegaste incluso a pedirme que dejara a mi esposa… pobre y confiada Graciela…Graciela tu cuerpo, tus manos… sin tí vuelvo a la apariencia, a la sonrisa postiza.
- Señor Ackerman, llamada por la línea cuatro.
Se aproximó al interfono y pulsando un botón respondió:
- Pásamela.
Aquella fue la última vez que pensó en Graciela. La última vez que la nombró y que jugó a extrañarla.
***
- No entiendo qué tengo yo que ver con este desagradable asunto, agente.
Dos mesas más allá, unas damas refinadas tomaban té sin apartar sus miradas de soslayo de ellos.
- Entienda, señora Ackerman que no podemos dejar ningún cabo suelto en esta investigación y todos deben ser interrogados. Nuestra función es llegar al fondo de cada caso.
- ¿Pero no tendría más bien que preguntarle a los peones? ¿Qué voy a saber yo de una de las empleadas de mi marido? ¿Sabe cuántas fábricas tenemos, detective…?
- Ortiz, Detective Ortiz.
- Eso es, Ortiz. ¿Sabe usted cuántas fábricas tenemos, detective Ortiz?
- Imagino que muchas, señora, pero el hecho que me conduce a importunarla esta mañana es que varios trabajadores afirman haberla visto hablando con la difunta dos días antes del incendio. No me parece muy común que usted haga semejante cosa.
- ¿Yo? ¿Hablando con ella?- La señora Ackerman se acomodó en su silla como si de repente algo en el asiento la hubiera punzado.
El detective Ortiz le tendió una foto de Graciela, blanca y pelirroja, joven a más no poder, con las mejillas sonrosadas y media sonrisa.
- ¿No le es familiar su rostro? – Inquirió Ortiz.
- Vagamente... Lamento no poder ayudarle con más exactitud.
- Entonces ¿no habló con ella?
- Recuerdo hace unos días haber visitado a mi marido en la fábrica y, al descubrir que algunas de las trabajadoras no llevaban correctamente el uniforme de trabajo, las interpelé aparte. No quería humillarlas pero tampoco podía permitir aquella falta de formalidad. Fueron varias empleadas, por lo que no recuerdo si la señorita de la fotografía fue una de ellas. Tal vez… por eso los trabajadores indican que me vieron hablar con ella, pero desde luego como una más y por asunto tan nimio como le comento.
- Comprendo.
- Y ahora, si me disculpa, debo regresar con mis amigas, el té estará ya helado.
- Continúe por favor y gracias por su colaboración.
Cuando cayó la tarde, ya de vuelta en la casona, Esther de Ackerman sacó la fotografía de Graciela de su bolso.
- ¡Estás muerta y bien muerta! - Comenzó a reprocharle al retrato mientras lo cortaba en pequeños pedazos.
La semana anterior, en una de las visitas rutinarias de Esther a su marido, había sorprendido a Graciela charlando con él, en su oficina, con la pierna cruzada y el tronco apoyado al otro lado de la mesa. Tan embobado estaba él que no advirtió la apertura de la puerta, tras la cual, Esther tuvo que carraspear para ser atendida. Graciela se había levantado presurosa, disculpándose y dándole las gracias al señor por su tiempo para escuchar sus súplicas. Su marido actuó como si nada hubiera pasado pero ella, antes de irse, localizó a la trabajadora pelirroja y la llamó a parte. La amenazó con hacerle la vida un infierno si no renunciaba antes de final de mes, ella no era tonta ni era la primera vez que se veía obligada a aplastar las mosconas que trataban de posarse en su marido. Graciela asintió sin decir palabra y finalmente se comprometió a irse. En ningún momento negó las insinuaciones de Esther sobre la aventura entre ellos. Sólo asentía y miraba al suelo, con media sonrisa la muy descarada. Y ahora esto, un rayo que la limpia de la faz de la tierra.
***
Desde la oscura habitación del hostal, Graciela mira hacia la calle, apenas asomada tras la cortina grasienta, en busca de algún sospechoso que aún le siga la pista. Ya hace semanas que nadie habla de ella ni del rayo. La televisión y la prensa pronto han olvidado su nombre. Tiene la maleta lista, junto a la puerta, por si es necesario salir corriendo. También tiene preparada la mochila, escondida tras el armario y repleta de todo el dinero que Ackerman guardaba en la caja fuerte de su despacho. Eso fue lo que buscaba la noche del viernes, su última noche entre los que se creen vivos. Lolita la acompañó porque sabía que también debía dejar la fábrica a final de mes, la despedirían por su bajo rendimiento. Pero lo que no sabía Lolita era cómo demonios tenía Graciela la llave de la reja posterior y la salida de incendios. Cómo sabía Graciela dónde escondía la secretaria la llave del despacho y cómo conocía la combinación de la caja.
Graciela jamás había desvelado sus encuentros románticos con Ackerman en aquel despacho, y tampoco su amor inmenso por él. Cuando su esposa la amenazó, ella le pidió a su gran amor que la dejase, que eligiese al fin entre la mujer con la que había sido infeliz tanto años y ella. Él eligió sin palabras: se rió de su ofrecimiento. Se rió como si las aspiraciones de Graciela fuesen absurdas, desubicadas, excesivas. Se rió y a ella se le rompió el corazón, hiriéndola más profundamente que si la hubiese abofeteado. No le dijo nada y dejó el despacho, pero en realidad ahí comenzó el plan. Un plan para robarle y dejarle atrás. Lolita la acompañó la noche de autos porque la veía extrañamente segura de cada paso y así fue hasta que llegaron a la caja fuerte. Fajos y fajos de dinero no declarado se mostraron antes sus ojos. Gabriela también cogió una carpeta de documentos por si le eran necesarios en un futuro. Sabía que Ackerman no denunciaría la desaparición del contenido de la caja, pues no tendría cómo justificar su existencia. Pero, cuando se disponían a marcharse, una gran tormenta se desató, los truenos eran ensordecedores y el corredor perdió las luces de emergencia. Lolita, con un vestido que Graciela le prestó para el baile, iba delante. Abrió la puerta de la nave y cayó fulminada. Ante los ojos de Graciela, un resplandeciente rayo había atravesado la claraboya y su fuego se propagaba por entre las cajas de corbatas apiladas. Su grito de horror se ahogó en el apremio de tener que correr por su vida. Pero antes, lo vio claro. Si dejaba allí su bolso, parecería ella la difunta. Lolita, huérfana desde niña, no sería extrañada por nadie. Ahí entonces podría comenzar una nueva vida, lejos del desamor y de aquella ciudad que la ahogaba. Lo decidió en cuestión de segundos y huyó antes de que el fuego le robara el aire. Lo decidió y ya no hubo marcha atrás.
Al detective Ortiz le duele la espalda, le duele desde hacía tanto que ya apenas recuerda cuándo fue la última vez que no sintió aquél incómodo latigazo en la columna. Se levanta del banco cuando el tren anuncia su entrada en la estación y se sujeta los riñones. El resto de pasajeros comienzan a formar filas para abordar la máquina. Detrás de él se coloca una muchacha pelirroja con una maleta y una mochila, dispuesta a subirse en el mismo tren. Era la antigua Graciela Muñiz, o la sombra de lo que quedaba de ella, pues un rayo había borrado su pasado convirtiéndola en un ser, tan solo, con presente y futuro.
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