Tenemos una mente privilegiada. El diseño que se esconde tras cada organización neuronal, tras cada respuesta a cada estímulo, tras cada pequeño procesamiento de información… es una verdadera obra de ingeniería que nos supera. No podemos por menos que rendirnos ante la realidad de un Creador cuya inteligencia y capacidad son inigualables(aunque obviamente no todo ser humano reconoce esta mano divina tras la maravilla del cuerpo humano y, más particularmente, del cerebro en este caso).
Es cierto que, en no pocas ocasiones, el uso que hacemos de él es ciertamente limitado. Todos los estudiosos sobre el tema no dudan en aseverar que usamos y aprovechamos una ínfima parte de nuestras capacidades cerebrales. Pero, añadido a esto, una de las razones por las que no hacemos una buena gestión de nuestra mente es porque muchas veces estamos realmente confundidos acerca de la manera en que nuestro cerebro funciona.
Para sorpresa de muchos, no es una máquina de hacer fotografías de la realidad, tal como a veces parecemos creer. Ante una realidad cualquiera, nuestra mente no capta todos y cada uno de los detalles de lo que se tiene delante y los guarda en un gran almacén para ser recuperados con posterioridad cada vez que podamos necesitarlo. Si esto fuera así, ocurrirían tres cosas probablemente. La primera sería que el almacén pronto quedaría corto de espacio como para albergar tanta información. La segunda, que tendríamos verdaderas dificultades para gestionar tantísima cantidad de datos como esto implicaría. La tercera, más ventajosa que desventajosa, que no dependeríamos de nuestra interpretación subjetiva de la realidad, sino que acudiríamos a nuestro almacén neuronal particular como el que acude a un archivo de vídeo para comprobar, sin ningún género de dudas, qué sucedió realmente o qué es, por el contrario, fruto de nuestra imaginación o percepción personal.
¿Se imaginan lo sencilla que sería la comunicación entre individuos y la consecuente resolución de problemas y conflictos interpersonales si, en vez de depender de lo que recordamos, lo que creemos o lo que interpretamos que pasó, pudiéramos acudir a una fuente que no nos generara ninguna clase de dudas?Probablemente recuperaríamos dosis ingentes de nuestro tiempo que hemos perdido por el camino. Sí, justamente ese tiempo que malgastamos (o empleamos porque no tenemos más remedio) en decirle al otro “Eso no fue lo que pasó. Lo que tú dijiste fue…” y en todo lo que viene detrás, sólo por poner un ejemplo práctico. Porque primero hace su aparición la realidad de que ambos, uno y otro, hemos percibido lo sucedido (que fue una única cosa, por cierto, aunque compleja) de formas diferentes. Pero luego viene el quid de la cuestión y es: ¿Qué se hace con la realidad inapelable de que se han percibido dos realidades distintas?
Generalmente, como en tantas otras cosas y aspectos de la vida, la verdad y el equilibrio suelen estar en el término medio entre dos visiones contrapuestas pero de buena voluntad (cuando, por el contrario, alguien quiere conscientemente manipular la realidad con otros fines, no estamos en el mismo caso).
Tenemos una cierta tendencia a desvirtuar la realidad, no nos quedamos con lo que nuestros sentidos captan, sin más, sino que procesamos e interpretamos esa información antes de reservarla en nuestro cerebro y, por tanto, hemos de contar con que somos tendentes también a prestar atención principalmente a ciertos aspectos de la realidad y a dejar otros en un muy segundo plano, muchas veces, según nuestra propia conveniencia.
Cuando vamos a recuperar esa información al “cuarto trastero” de nuestra memoria, lo que recuperamos ya ni siquiera es aquella primera interpretación que guardamos, sino que volvemos a hacer un segundo procesamiento de esos datos (siendo muy optimistas y contando con que no hayamos vuelto una y otra vez sobre el mismo evento desvirtuándolo cada vez más). Y cada vez es peor y peor.
Aquello a lo que tenemos finalmente acceso es, simplemente, un espectro, una malísima, deteriorada y simplista aproximación de lo que en su momento fue un acontecimiento complejo y lleno de matices. Da vértigo, ¿verdad?
Siendo que esto es así y que no tenemos demasiadas opciones de que sea de otra forma, la pregunta es urgente, muy sencilla de plantear, pero bien complicada de resolver:
¿Y qué hacemos con esto? Porque el escollo práctico es inapelable. Tú dices A. Yo digo B. E independientemente de cuál fuera la realidad (que casi con total certidumbre responde a A+B + innumerables variables añadidas), la cuestión es que tenemos que seguir avanzando. La miopía para poder entender el punto de vista del otro está ahí, qué duda cabe. Es probablemente uno de nuestros mayores fracasos y también de nuestros mayores retos. Y frente a él tenemos que posicionarnos en cuestiones prácticas que hemos de resolver a la mayor brevedad.
Si tenemos miopía en la vida cotidiana, la solución pasa, necesariamente, por hacernos con un par de gafas nuevas. De dónde las sacamos es otra cuestión que luego abordaremos. Pero si no comprendemos que para poder relacionarnos y entendernos con quien tenemos cerca hemos de aproximarnos para ver lo que él ve o, al menos, considerar que existe una perspectiva de los hechos diferente a la nuestra, estamos perdidos. Estaremos atrincherados en nuestro propio punto de vista y no seremos capaces de flexibilizarnos y contemplar otras cosas que, sí, nos obligarán a replantear nuestra visión del mundo pero que, una vez superadas nuestras reticencias y las cuestiones de orgullo personal, nos enriquecerán lo suficiente como para que sigamos avanzando a pesar de las dificultades prácticas que nuestra mente nos impone en estos asuntos.
Nuestra visión de las cosas es sólo parcial, aunque nos resulte muy duro reconocerlo. Ya nos gustaría que fuera de otra manera, pero no es cierto. Y aceptar esto duele. No sólo duele, sino que nos resistimos con uñas y dientes a pesar de que nos encontramos una y otra vez con esa misma verdad. Y podemos estar toda la vida peleando contra esto… pero no cambia las cosas. Cuanto más tardemos en aceptar que, tal como se nos plantea en el texto bíblico, hemos de someternos los unos a los otros (también en estas cuestiones aparentemente más inamovibles o sentenciadas genéticamente) más golpes inútiles nos daremos y menos dispuestos estaremos a avanzar. La decisión de ponerse gafas es, al final, eso mismo: una decisión, y requiere de un acto voluntario.
Quizá (más bien, seguro) el Señor ya tuvo toda esta cuestión en cuenta cuando nos diseñó. Nos hizo con el propósito de relacionarnos entre nosotros y principalmente de relacionarnos con Él en una relación estrecha aunque desigual, en que sólo Él tiene una perspectiva absolutamente completa de las cosas. Los demás, mortales e imperfectos seres humanos, tenemos una vista y percepción absolutamente limitada que nos hace increíblemente cortos de mirasy por ello hemos de hacernos urgentemente con herramientas que amplíen nuestra visión de las pequeñas y grandes cosas de la vida. También nos lleva, cómo no, a depender constantemente de Él y de lo que Él tenga a bien mostrarnos.
Así, en el plano más vertical, estamos constantemente necesitados y deberíamos estar dependientes de que el Señor nos muestre con claridad aquello que nosotros no vemos(Job 34:32). Su vista excede nuestro tiempo y espacio, se remonta a la eternidad y es por la eternidad, con lo que Su perspectiva es, simplemente, desbordante e inalcanzable para nuestro escaso entender y nuestros limitados sentidos. Todo lo que tenemos delante, lo que nos acontece, forma parte de nuestra vida, pero también es una pieza apenas perceptible para nosotros dentro del conglomerado de los tiempos, con gigantescas dimensiones e implicaciones.
Pensar en esto nos da verdadero vértigo, sin duda, pero también la alegría, la convicción y la gratitud de que el Señor nos ha creado con propósito, aunque no sepamos ni podamos verlo. Hay un elemento tremendo de fe en las gafas que necesitamos para ver las cosas de lo alto. Necesitamos que el Señor nos complete en nuestra visión, que nos haga ver a través de Sus ojos y no de los nuestros, no sólo para no perder de vista lo importante y evitar desfallecer, sino para proyectarnos con gozo hacia una eternidad que ya empezamos a vivir en este presente.
En el plano horizontal, por otra parte, no podemos decir que amamos a Dios si no amamos a quienes tenemos cerca. ¿Y cómo se ama a alguien cuando ni siquiera lo entiendes ni te interesa su perspectiva de las cosas? ¿Cómo te sientes amado cuando quien tienes delante no comprende lo que tú percibes con inapelable claridad? Las gafas que necesitamos para relacionarnos unos con otros no son fáciles de conseguir ni de graduar. Requieren de la intervención divina, sin duda, porque nada nos cuesta más a las personas que ponernos en la piel de otro que no seamos nosotros. Conocemos nuestras necesidades, nuestros sentimientos (o al menos, así debería ser) y nos centramos tanto en nosotros mismos que no somos capaces de percibir nada que nos trascienda. Pero quien tenemos al lado también tiene necesidades, requerimientos, áreas que necesita cubrir y que necesita que otros entiendan. ¿Eliminamos, entonces, nuestro par de gafas, el que hemos usado a lo largo de los años? ¿O más bien lo complementamos con otro nuevo, tantos como sean necesarios para comprender y llegar a ver con claridad que aunque la realidad que tenemos delante es una nada más, los matices son complejos y los ojos que la ven son muchos, tantos como personas se ponen ante ella? Sobra decir que la pregunta es retórica, claro.
Tener unas gafas nuevas para relacionarnos con cada cual puede ser complejo, tedioso y hasta incómodo. Pero es igualmente necesario a pesar de todo ello. Porque unas nuevas gafas nos llevan también a una nueva visión. Y ésta nos acerca a una mejor comprensión y en ella alcanzamos un nuevo lenguaje, uno por el que nos entendemos y nos comunicamos, aunque nos cueste hablarlo. En ese ir y venir de palabras podemos comprendernos y ayudarnos, construir y no destruirnos. Aprender idiomas es complicado, pero es también un sanísimo ejercicio de acercamiento a los demás, de comprensión de su esencia, de sometimiento, en definitiva, que es a lo que somos llamados. Someterse implica tener en cuenta al otro y tenerle en cuenta nos obliga a considerarle con detenimiento, con dedicación, con comprensión profunda de lo que necesita y percibe. Recordemos que el otro está tan en posesión de la verdad como lo estamos nosotros, es decir, de manera únicamente parcial, y que en el oportuno intercambio de gafas está también buena parte de la clave para crecer como un cuerpo unido en el que cada uno tiene su perspectiva, pero también su función única y necesaria.
Quizá tus gafas, las naturales en ti, te permiten ver de cerca. Las de quien tienes al lado le permiten ver de lejos, con más perspectiva. Tal vez otros que te rodean, con más experiencia y recorrido, son capaces de anticipar lo que ni tú ni tu próximo siquiera vislumbráis. Y quienes a veces parecen estar más alejados de nuestras perspectivas son a menudo quienes, al hablar en lenguajes afines, sin acritud ni rechazo, nos aportan más riqueza y avance personal en el complejo e intrincado mundo de las relaciones.
Cambiar de gafas es un acto de gallardía. Requiere afrontar la posibilidad real de que lo que vayamos a encontrarnos no sea precisamente lo que nos gustaría ver. Significa comprobar y aceptar que no somos el ombligo del universo y que hay vida más allá de nuestras fronteras corporales. Eso pasa con bastante frecuencia, porque nuestros mecanismos personales tienden a protegernos de ciertas cuestiones como estas. Pero el Señor nos ha puesto en relación con otros y no en solitario también probablemente por ello. Porque no hay manera posible de tener una perspectiva completa y ajustada de lo que nos rodea desde el aislamiento y el rechazo a los demás y su visión particular del mundo. Somos cerrados de mente ante lo que ésta percibe. Romanos 14:14 ya lo manifiesta: si algo es inmundo para alguien, da igual que lo sea o no; para esa persona lo es y esto lleva necesariamente a quienes están a su alrededor a tener que reconducir posturas de cara a honrar al Señor que nos llama a relacionarnos, sí, pero más aún, a amarnos unos a otros.
Este es, sin duda, uno de los grandes retos a los que somos llamados una y otra vez cada día, cada año, en cada momento de nuestra vida. La existencia sigue alrededor nuestro, nosotros la interpretamos constantemente, sin que podamos hacer nada para impedirlo… pero podemos recordar y recordarnos que, más allá de las fronteras de nuestros sentidos, mucho más allá de nuestra propia zona de confort donde parecemos encontrarnos seguros y confiados, los demás ven cosas que nosotros no podemos ver, perciben aquello que a nosotros nos está velado… y entonces sucede algo aterrador pero profundamente hermoso: cuando comprendemos esto, nos damos cuenta de que verdaderamente nos necesitamos unos a otros. Necesitamos a quien tenemos cerca y su perspectiva. No somos tan independientes como nos creíamos o como nos gustaría. El Señor no nos creó para que fuéramos independientes. Tampoco para ser dependientes. Pero sí para vivir en relación de amor unos con otros y esto es más bien una combinación de las dos anteriores. En la perspectiva del otro siempre hay riqueza, abundancia, aspectos que limar, como en nosotros mismos, pero principalmente la huella indeleble también que Dios ha impreso en cada una de sus criaturas. De todos podemos y debemos aprender y rechazar esto es, simplemente, un acto de soberbia y autosuficiencia que antes o después pagaremos a un alto precio.
No despreciemos otras gafas. Atesorémoslas y, aún más importante, usémoslas frecuentemente. Probablemente, como en tantas otras cosas, no sólo al hacerlo en poco tiempo no podremos pasar sin ellas, sino que además con su uso estaremos dando honra y gloria al único cuya visión del mundo es completa y perfecta y que nos llama a ser como Él es.
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