La iglesia es, probablemente y para nuestra desgracia, uno de los ámbitos en el que más crítica destructiva y sangrante se concentra por metro cuadrado. Desconozco qué ocurre en congregaciones de otras confesiones, pero me consta que en las nuestras, en las evangélicas, y probablemente por un cúmulo de factores en los que me detendré en las próximas líneas, esto no es para nada algo anecdótico, sino un verdadero problema que debemos resolver y con urgencia, ya que no es sólo algo que daña a quien recibe la crítica, a aquel a quien se critica y a aquel que critica, sino al cuerpo completo, del que todos formamos parte.
Una de las cosas que llama la atención de los simpatizantes cuando nos acompañan a alguna de nuestras reuniones es que se vive el cristianismo de forma mucho más personal que en otras confesiones y que las personas que forman parte de la congregación se conocen. Sabemos nuestros nombres, profesiones, inquietudes, aficiones… incluso hasta los cumpleaños, si me apuran. Se nos ve desde fuera a menudo como a una gran familia (no sé si feliz) y esto es una buena cosa a todas luces. Pero toda esa información y esa cercanía se convierten a veces en armas arrojadizas por las que todo dato o signo de intimidad entre nosotros puede ser utilizado en nuestra contra.
Quienes en los albores de su relación con la iglesia identificaron esto con claridad, no tardaron mucho seguramente en darse cuenta
también de que tenemos la mala, malísima costumbre de criticarnos hasta el aburrimiento, por no hablar de cuántas veces nos “sacamos los ojos” literalmente, unos a otros. Me atrevería casi a decir que este asunto es “deporte nacional” para nosotros los españoles, pero mucho más dentro de las paredes invisibles de la iglesia, sólo que con peores repercusiones, incluso, de las que tiene hacia fuera.
Como tantas otras cosas en la vida, el sentido crítico con el que venimos de serie puede ser algo muy bueno, pero también algo muy malo en función de cómo lo utilicemos.Necesitamos ser críticos para identificar engaños, amenazas, para hacer un análisis realista de la realidad que nos rodea y de nosotros mismos también. No llegaríamos al arrepentimiento, probablemente, si no fuera porque venimos dotados también de la capacidad de criticarnos… Pero es igual de cierto que dedicamos mucho más tiempo a criticar lo que nos rodea y a los demás que a nosotros mismos y esto se convierte fácilmente en un problema por razones obvias.
No de balde Jesús habló claramente acerca de lo que significa ver la paja en el ojo ajeno y no ser capaces de ver la viga en el propio. De hecho, la propia viga nos ciega frecuentemente y es nuestro mayor problema a la hora de considerarnos a nosotros mismos. Esa ceguera tendenciosa nos retrae de ser verdaderamente honestos con nosotros mismos y, como complemento inevitable, bastante más misericordiosos con los demás. Pero seguimos cayendo en lo mismo una y otra vez y esto sucede, creo por varias razones que actúan conjuntamente, como suele pasar en todas las problemáticas humanas.
Por una parte, protegemos nuestra autoestima a toda costa y esto a menudo se hace criticando lo que tenemos alrededor. Cuanto peor es lo de fuera, aparentemente al menos, mejor es lo de dentro, es decir, nosotros y nuestras acciones. A menudo es un engaño que sólo nosotros nos creemos, pero aun así seguimos usándolo una y otra vez.
Independientemente de que queramos o no proteger nuestro autoconcepto de manera más o menos consciente, sí que
ocurre también que partimos de la base de que nosotros siempre podríamos hacer las cosas mejor de lo que los demás las hacen. Nosotros seríamos más rápidos, más eficaces, más cuidadosos, más precavidos, más competentes, más cautelosos… más de todo lo bueno, en definitiva, según nuestra propia opinión, y menos de todo lo malo, claro. Y como en ese razonamiento estamos faltos de toda crítica hacia nosotros mismos, tampoco nos damos cuenta del error que eso supone. Tengamos en cuenta que ni el otro lo hace tan mal, ni nosotros lo hacemos tan bien. Es duro y duele, pero también es absolutamente cierto.
Entre el legalismo y la crítica no hay demasiada distancia. Dentro de la iglesia sabemos bien cómo hemos de conducirnos, pero lejos de aplicarnos a nosotros mismos cada uno de los requerimientos a los que el Señor nos llama en busca de la santidad, de Su santidad, tendemos más bien a aplicarle todo ello al prójimo, convirtiéndonos en jueces, usurpando el papel que sólo al Señor corresponde y escaqueándonos nosotros, literalmente, de lo que deberíamos hacer. En realidad, si fuéramos completamente honestos nos moriríamos de vergüenza al someter a los demás a ese juicio, sabiendo que nosotros caemos exactamente en lo mismo. Romanos nos lo expone bien claramente:
“Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo” (2:1) … “¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios?” (2:3)… “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas? Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras? Tú que abominas de los ídolos, ¿cometes sacrilegio? Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a Dios?” (2:21-23)
Ninguno de estos asuntos nos es ajeno. Esto no es algo que pasa a algunos sí y a otros no. Todos estamos sujetos al mismo mal. Es nuestro mal. Está en nuestro corazón y no podemos desprendernos de manera natural de ello. Sólo cuando estamos sujetos al Señor y permitimos que Él obre con Su gracia sobre nosotros es que podemos también actuar con gracia hacia los demás. Y por cierto, la crítica y la gracia son incompatibles. El legalismo jamás actúa por gracia. Actúa según la ley. Y es en ese punto justamente donde hemos de tomar decisiones. Porque si juzgamos a otros según la ley (cosa que ya es suficientemente grave porque nosotros no somos quiénes para juzgar), deberíamos contar también con ser juzgados respecto a esa misma ley. Esto ya no nos gusta tanto, claro. Quisiéramos poder criticar a otros y ser recibidos por ellos en gracia. Pero así no son las cosas y a estas alturas deberíamos saberlo.
Los demás no cometen errores distintos que los que nosotros cometemos. Son exactamente iguales que los nuestros. Por eso resulta tan surrealista (e inútil, además) de injusto) que dediquemos tanto tiempo y esfuerzos a criticarlo, sabiendo que, además, no hacemos más que echarnos tierra encima con ello. Si el Señor se comportara con nosotros según los mismos parámetros que nosotros usamos de cara a los demás, no podríamos tenernos en pie. Por ello resulta tan chocante a la luz de todo esto que estemos siempre tan dispuestos a la crítica mordaz como si no fuéramos conscientes de cuánto ha tenido que perdonársenos.
La crítica en la iglesia sigue siendo la excusa perfecta para el creyente que no quiere implicarse. También es la excusa perfecta para los que siguen atrincherados en no creer. Y si esto es así ¿en qué nos diferenciamos los creyentes de los que no lo son? Sólo en que somos salvos por gracia (que no es poco), pero desde luego no porque hayamos cambiado completamente nuestra manera de vivir. Dicho en otros términos, el que critica, sea creyente o no, dice para sí “mientras los demás no hagan las cosas de otra manera, yo tampoco he de hacerlas”. Pero Jesús ya tuvo que enseñar a sus discípulos esta lección de manera tajante en su momento, y con la respuesta que dio a Pedro en Juan 21:22 ya nos deja bien claro qué podemos esperar al respecto.
El Señor nos hace un llamado a cada uno, ya sea a amarle, a servirle, a servir a otros, al testimonio a los que no creen, al cuidado de los que lo necesitan… o a todo ello a la vez y lo hace de forma estrictamente personal. Pareciera que al ser iglesia se difuminara lo individual, pero esto no es así. Somos un cuerpo, cierto, no cualquier cuerpo, por cierto, pero también miembros cada uno de nosotros a quienes se nos ha encomendado una tarea específica que hemos de desarrollar responsablemente.
La gran cuestión que no podemos perder de vista es que mientras nuestros ojos estén en lo que los demás hacen o no, no estaremos donde verdaderamente se nos llama a estar. No hay excusas cuando el Señor nos llama a servirle. Ni siquiera que los demás no lo hagan. ¿Y este qué? Sígueme tú.
La iglesia del Señor no es perfecta. Pero sí cuidada, amada, sostenida y alimentada por Él. Nadie más que Él como su esposo tendría derecho a criticarla y enjuiciarla, pero lejos de ello la cuida como a vaso más frágil, la viste cuidadosamente con Su gracia y la sostiene a pesar de sus imperfecciones. La iglesia es imperfecta, sí, y está a la espera de encontrarse con su Redentor. Y mientras eso sucede, tú y yo, como parte de esa iglesia, estamos llamados a orar y velar, a dar testimonio a otros de lo que el Señor ha hecho con nosotros, pero no tenemos derecho a criticarla, por muchas cosas que haga mal. La iglesia no es un ente abstracto ajeno a nosotros. Lo que ella hace mal es porque nosotros lo hacemos mal. La iglesia, queridos hermanos, somos nosotros, en definitiva, y si algo hay de imperfecto en ella, hemos de achacárnoslo a nosotros mismos, no a nadie más.
Mire cada cual, entonces, que no caiga pensando estar firme. Si estamos de pie, es por la gracia del Señor. Si el hermano cae, ayudémosle nosotros, pero no le hundamos aún más con la crítica despiadada que nuestros labios destilan tan a menudo. No nos regodeemos del mal del otro. Si el otro cae, el cuerpo del que tú formas parte se duele. ¿No te duele cuando esto pasa? Ninguno damos la talla en cuanto a lo que se nos pide, por lo que habremos de ser suficientemente honestos como para, al menos, reconocerlo, no pidiendo talla a los demás cuando nosotros no la damos ni de lejos.
Pongamos nuestra mirada en Cristo, el único perfecto, y pidámosle gracia para nosotros y los que nos rodean. En la unidad y el amor fraterno es donde proyectamos algo del resplandor de Su gloria. En la crítica es donde ponemos de manifiesto no haber entendido nada del Evangelio y donde le quitamos fuerza a su mensaje. No nos permitamos más excusas…
El Señor nos dice “Sígueme tú”.
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