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El libro de Dios, de A.R. Placencia

Tan sólo aguardo que tu amor me enferme. A.R.P.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 20 DE ENERO DE 2012 23:00 h

Conocer algunos detalles de la biografía de este poeta sacerdote jalisciense, tan profundamente estudiada por Ernesto Flores en el prólogo de su Poesía completa, ciertamente permite trazar algunos puentes sin los cuales la lectura de sus poemas quedaría un tanto trunca. Pero es tal su capacidad verbal que los textos traslucen por sí solos la experiencia que los sostiene. Es el caso de su primer libro y el único que ha circulado de manera independiente, al menos en dos ediciones. Aquí se citará la incluida en la recopilación de Flores, pero también se hará referencia a la publicada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (1990), con prólogo de Javier Sicilia. La otra, de 2009, publicada por el gobierno de su entidad natal, tiene una circulación muy restringida.

Dice Sicilia en su prólogo, citando a Rubén Darío, que a los escritores católicos la fama no los trata bien y que incluso cuando algunos de ellos llaman la atención no es su obra más religiosa la que interesa a la crítica. Para demostrar su dicho, pone por caso los nombres de T.S. Eliot, François Mauriac y Graham Greene, entre otros. En México, “país jacobino entre los jacobinos”, agrega, poetas como Amado Nervo, Ramón López Velarde y Carlos Pellicer han sido apreciados pero no por su aportación a la expresión lírica de la fe. De ahí que los lectores, de por sí escasos, se reducen y muy poca gente los valora o reconoce.

“RESURRECCIÓN” DE A. R. PLACENCIA
Fiel a su estilo, Sicilia teje muy bien la biografía, la obra y una perspectiva casi teológica sobre la obra de Placencia cuando afirma: “…nació en Jalostotitlán en 1875 y murió en Guadalajara en 1930. Su vida es el itinerario del hombre desgarrado frente al misterio de la Gracia; su obra, al confesión de este desgarramiento. Una frase suya puede definir a ambas: ‘¡Qué dura cosa es […] creer!’. Y es que Placencia vivió abruptamente el drama del hombre caído y perseguido que busca acceder al misterio de la Gracia redentora de Cristo”. Su poesía, entonces, sería un intento desesperado por agenciarse la salvación a toda costa, a sabiendas de que los avatares personales que vivió la ponían en alto riesgo, especialmente dentro del esquema del dogma católico, máxime en su carácter de sacerdote. Este horizonte salvífico le permite a Sicilia agregar: “Y en efecto, si hay algo que caracteriza la obra de Placencia es la lucha de un hombre por saberse salvado a pesar de todo. El drama, dada la investidura del poeta, no es pequeño. […] Sin embargo, su sacerdocio no fue, en el terreno moral, ni fácil ni placentero. La fuerza de sus pasiones y la impiedad de la jerarquía eclesiástica lo llevaron de desgarramiento en desgarramiento”.[1]

El libro de Dios esun conjunto de 30 poemas más tres traducciones del padre San Bernardo, lo que da un total simbólico de 33. Aparecido juntamente en Barcelona (Eugenio Subirana, editor) con El paso del dolor y Del cuartel y del claustro como parte de un ingenuo y azaroso proyecto que según su autor le serviría para financiar su complicada vida (ya al lado de un hijo y su madre, Jaime y Josefina Cortés), el libro da fe de una fe típicamente provinciana, pero con un toque de atrevimiento impensable para su época.

Elsa Cross, en un perspicaz ensayo sobre el tema religioso en un puñado de poetas mexicanos, señala que en este libro es “donde se refleja una búsqueda espiritual tan viva, que lleva a pensar que si su vocación de sacerdote era cuestionable, no lo era en absoluto su aspiración mística”.[2]

El poema que da título y abre el volumen es particularmente intenso, pues el hablante confiesa su incapacidad para afrontar el encuentro o el trato con Dios:

Aquí sí que no puedo
nada, si no es temblándome la mano.


El nombre de Dios es, literalmente, intocable y la percepción creyente de la distancia hacia Él, la perfección total, marca el abismo moral y ontológico entre ambos:

Tu nombre es inefable y soberano;
tu nombre causa devoción y miedo,
y, no puedo, no puedo.
¿Cómo voy a poder…? Soy un gusano.

Lo único que se puede hacer es llorar, acto genuinamente humano que se presenta como un refugio de la criatura que se sabe pecadora y cerca del abismo de la perdición. Pensar en Dios es sucumbir al fuego; escribir el libro divino, una quimera histórica, aunque viable después de la tormenta:

Déjame antes llorar, eso es muy mío.
Deja que piense en Ti y en Ti me abrase.
Aguarda a que me pase
esta ola de frío
y luego escribiré, si es que ya puedo,
tu libro este, que me causa miedo.

En la noche, en el silencio sepulcral, el poeta es objeto del amor de Dios, ese amor que enferma pero que al mismo tiempo es un bálsamo para el alma adolorida, aquejada por el peso del pecado, dominada tal vez por la ansiedad de saberse amado sin merecerlo. Y entonces Dios hace lo impensable, como siempre, lo agrede con su amor incomprensible:

Mientras anda la noche y todo duerme,
me sentaré a raíz, sobre la tierra,
dando tiempo a tu amor de que me enferme.
Así voy a ponerme,
y el dique romperé, que el llanto encierra,
y, en seguida vendré a desmorecerme.

Desmorecersees “perecerse”, dice el diccionario, “padecer con violencia una pasión o afecto”. Quien habla aquí muere, pero no por no morir, como escribió Santa Teresa: ya muere en vida, se perece a sí mismo. Y además, llorar es un misterio, claro está, pero ese acto puede sanar y melificar, es decir, cambiar el estatuto del alma que sufre porque se sabe pecadora y el arrepentimiento no basta ante tanto amor, que “lava y cura y deifica”: tal percepción de la acción sanadora del amor divino habita en un corazón afligido, pero cierto de que es objeto de una acción redentora, deificante:

Los misterios del llanto son los mismos
que los solemnes del Amor. El llanto
sabe salvar o ciega los abismos,
tal como aquél, y sana y melifica.
El Amor puede tanto,
que a un tiempo lava y cura y deifica.

Así acomete el hablante, desde esta trinchera espiritual, su odisea estética de fe, lucha verbal por transcribir lo que se espera que contenga un libro divino, una bitácora de los encuentros y reencuentros con lo sagrado, en donde a final de cuentas, se desmorecerá nuevamente y esa será su consigna y el signo de su experiencia religiosa:

Así lo voy a hacer, por ver si puedo
con este Libro que me causa miedo.
Me sentaré a raíz, sobre la tierra,
mientras la vida calla y la luz duerme,
y el dique romperé, que el llanto encierra.
Voy a desmorecerme
y a sentarme en la tierra.
Tan sólo aguardo que tu amor me enferme.


El amor de Dios, incólume, sigue su camino redentor de manera permanente hasta hacerse uno con aquel a quien salva, y en este caso la frase es casi literal, de cualquier manera. Este pórtico advierte lo que viene detrás en el lenguaje de alguien que, representando a Dios ante un pueblo creyente, no oculta sus conflictos personales y desnuda su alma.



[1]J. Sicilia, “Prólogo”, en Alfredo R. Placencia, El libro de Dios. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990 (Lecturas mexicanas, tercera serie, 9), pp. 10-11.
[2]E. Cross, Los dos jardines. Mística y erotismo en algunos poetas mexicanos. México, Conaculta-Ediciones sin Nombre, 2003 (La centena), p. 36.
 

 


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COMENTARIOS

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Yadira
02/10/2020
18:29 h
1
 
Me impresiona la calidad de sus artículos, por eso me inscribí a esta página. He de confesar que no soy protestante, pero aquí he encontrado muchas cosas interesantes, ahora me topo con un artículo genial de Alfredo R. Placencia...¡Gracias!
 



 
 
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