Es innegable que uno de los factores que más pueden influir en la decisión de un enfermo de acabar con su vida es la deshumanización que existe en la asistencia sanitaria ambulatoria y especialmente en tantos hospitales. En los países desarrollados más de las tres cuartas partes de la población muere en tales centros.
Sin embargo,
lo que resulta más contradictorio es que los hospitales están pensados y diseñados para sanar a los pacientes pero no para ayudarles a morir.
Los médicos han sido educados para alargar indefinidamente la vida de los enfermos. Su principal misión es curar a los que son recuperables. Sin embargo, suelen estar poco preparados para enfrentarse con el enfermo incurable.
El paciente terminal personifica el fracaso de la medicina moderna ante el eterno fantasma de la muerte. El personal sanitario no suele tener tiempo, ni formación adecuada, para enfrentarse con los problemas emocionales que plantean tales pacientes. Esta situación puede verse agravada sobre todo por el ambiente impersonal, anónimo y masificado que se da en los grandes centros hospitalarios.
La burocracia que se genera a veces contribuye a que las características individuales del paciente se diluyan en un mar de informes, papeles y estadísticas. En algunos de tales centros pueden pasar cada día por la habitación de un enfermo más de veinte personas pertenecientes al hospital. Como con ninguna de ellas se establece una comunicación personal sincera, resulta que
el paciente se siente aislado y sufre su anonimato en silencio, en medio de una multitud sanitaria que no se siente directamente implicada en su problema.
Suele ocurrir con frecuencia que aquellas relaciones de carácter más humano se establecen preferentemente con el personal auxiliar, camilleros o limpiadoras, en vez de con los propios profesionales de la medicina.
No es extraño que frente a esta deshumanización hospitalaria algunos pacientes pidan que se les aplique la eutanasia. No obstante, si se procurara buscar un equilibrio en el cuidado y el trato emocional con tales enfermos, probablemente el número de peticiones en este sentido disminuiría considerablemente.
La relación entre el médico y el paciente debería ser siempre de amistad sincera entre dos seres humanos iguales. El médico se ha concebido siempre, desde los tiempos de Hipócrates, como aquel amigo que hace el bien al débil, que le comunica la verdad acerca de su estado de salud y le acepta tal como es, procurando ayudarle para que alcance la sanidad.
La medicina actual debe procurar volver a este ideal y conseguir que el facultativo sea otra vez el confidente personal cercano, capaz de acompañar en los momentos decisivos de la vida. Cuando ya no es posible curar, todavía se puede consolar y tranquilizar.
Entre los derechos de los pacientes terminales figura el de no sufrir dolores físicos que puedan ser evitados clínicamente. Hoy es posible controlar adecuadamente hasta un 95% de los dolores provocados por dolencias como el cáncer.
Pero si ante el sufrimiento del cuerpo los profesionales de la medicina pueden proporcionar los adecuados medios analgésicos, frente a la angustia moral también es necesario ofrecer consuelo y esperanza. La medicina paliativa constituye una solución adecuada para la enfermedad terminal porque no persigue tanto curar como cuidar y aliviar.
En este sentido, la experiencia de los hospicios (“hospices”) ingleses creados y regentados por cristianos evangélicos constituye un excelente ejemplo para todo el mundo.
La filosofía de tales centros hace énfasis en algunos aspectos principales. El dolor físico no se concibe como algo aislado sino como aquella sensación desagradable capaz de originar también un dolor psíquico y moral, una angustia vital, un miedo que puede llevar al agotamiento o a la depresión del enfermo. De ahí que la relación personal entre el médico o el personal sanitario y el paciente sea tan importante.
Es evidente que hay que solucionar primero el dolor físico pero no es posible olvidarse o dejar de tratar el segundo dolor, el moral. Se procura que el paciente no se sienta nunca solo o aislado, para ello se da importancia a las salas espaciosas y a la compañía del voluntariado, sobre todo en los enfermos que no tienen familia. Se da énfasis a la apariencia personal del paciente y se intenta que sea lo más normal posible, que lleve siempre sus propios vestidos.
Los médicos de tales centros son conscientes de que la medicina es útil siempre para humanizar la etapa final de la existencia. También se ayuda a aceptar la muerte y se proporciona el consuelo religioso y espiritual para aquellos enfermos que lo desean.
La directora de uno de tales centros, la doctora Saunders, recibió una carta de un antiguo presidente de la Euthanasia Society de Gran Bretaña en la que éste manifestaba lo siguiente, después de visitar el hospicio que ella dirigía: “Me gustaría venir a morir a este hogar. Si alivia el dolor del paciente y le hace sentirse apreciado, entonces no recibirá ninguna petición de eutanasia: pienso que la eutanasia es la admisión de la derrota y un enfoque totalmente negativo. Deberíamos trabajar para comprobar que no es necesaria”(Gafo, 1989: 97).
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