Tal y como está organizada la vida actualmente, tal como la gente la entiende y tal como se plantean los valores que rigen nuestra sociedad y nuestra conducta, la cuestión de ganar o perder es un asunto de cada vez mayor calado e importancia, pero a la vez, es un tema complejo y ciertamente difuso. Muchos no entenderán a qué me refiero, pero espero poder aclararlo a lo largo de estas líneas.
La competitividad se ha convertido, sin duda, en un valor de nuestro tiempo que, sin ser absoluto, porque sólo los valores eternos lo son, es tratado como si lo fuera. Hasta el punto, incluso, de que su concepción está teñida siempre de blanco o de negro, pero nunca del tan equilibrado gris.
O se es el mejor, o no se es nadie. O sobresales por encima de todos los demás, o simplemente nadie te verá. Y así sucesivamente, en una vorágine vertiginosa por triunfar y estar en el epicentro mismo de las miradas y atenciones de los demás. La cuestión de ganar o perder está, entonces, en el mismo corazón de este mundo posmoderno y quita el sueño, literalmente, a mucha, mucha gente. No quieren sentirse perdedores, se aferran a su orgullo y a acciones de verdadero tinte patológico simplemente por no asumir que la vida, en su alta complejidad, está compuesta por éxitos, pero también por algunos fracasos. Lástima que el concepto de triunfar es altamente subjetivo pero muchos lo hacen depender, a la luz de estos y otros hechos, de elementos externos y puramente superficiales, como que los demás te valoren como ganador o perdedor. Así de simple, así de engañoso, por otra parte.
Hoy eres un triunfador según la opinión de buena parte del mundo si ganas dinero, si se te reconoce en tu profesión, si los demás te envidian o si vas diciendo por ahí que no tienes nada de qué arrepentirte(¡cómo si eso fuera posible, al margen de que lo repitamos hasta la saciedad como para autoconvencernos!).
Si dices la verdad, cedes en lo que consideras legítimo, pones los intereses de otros antes que los tuyos o prescindes de cierta fama y gloria a cambio de crecer como persona y como ser humano, simplemente eres un pardillo. Y es que, en este tema, seguimos moviéndonos entre blancos y negros, para desgracia nuestra y de los que nos rodean. Lo de hacer las cosas bien, si te quita gloria y reconocimiento, no se lleva nada. En realidad no se lleva nada de ninguna manera.
No sólo es que la gente no lo quiere para sí, sino que además lo critica hasta el aburrimiento, hasta el tedio más absoluto, pero también hasta la irritación más profunda, porque el bueno, el que aparentemente pierde, también se cansa de que le llamen tonto. Todos tienen (tenemos) un tope en nuestro cupo de paciencia. Y entonces nos levantamos para levantarnos y gritar bien fuerte que ser persona, confiar en lo que Dios nos ha prometido que es bueno, no es ser un perdedor, no se engañen los “vencedores”, sino que significa tener la guerra ganada.
Se nos escapa y perdemos frecuentemente de vista que la vida no está sólo llena de conflictos de más bajo o alto nivel en la vida cotidiana y de guerras a nivel internacional, sino que hay un contencioso que se libra muy por encima de nosotros y que tiene dimensiones titánicas. En esa lucha entre bien y mal los cristianos tenemos, a la luz del mundo que no cree, todas las de perder. Somos ante ellos locos, indignos, gente frágil que necesita agarrarse a lo “eterno” para poder dormir por las noches. Pero sin embargo, la Palabra nos recuerda una y otra vez que nosotros somos más que vencedores porque Cristo venció primero, no sólo sobre el pecado, sino sobre la muerte misma y sus consecuencias.
Para los triunfadores de este mundo, nosotros somos idiotas porque ponemos la otra mejilla, porque dejamos hacer, porque no respondemos con maldad cuando nos agreden sino que dejamos que las cosas caigan por su propio peso. También porque no necesitamos manipular a nadie, porque simplemente descansamos (o deberíamos hacerlo) esperando que sea el Señor quien defienda nuestra causa. Lo que hacemos, sentimos, pensamos y decimos, simplemente, no se entiende. Para el mundo alrededor, no sólo somos perdedores, sino que además estamos locos. Y no es fácil vivir con la etiqueta. De hecho,
muchos cristianos no pueden soportar lo que supone llevar ese “San Benito” de por vida y transigen con incorporar a su cotidiano vivir los mismos parámetros que mueven este mundo en el que Dios y sus valores parecen no tener un hueco, un papel, ni siquiera un pequeño rincón donde hospedarse. Esa opción es mucho más sencilla y de menor recorrido que aceptar que, mientras estemos en este mundo siguiendo a Cristo, para los que no creen seremos los más perdedores de la Tierra. Sin embargo, esa batalla, esa guerra, queridos míos, está ganada, aunque muchos de esos ojos no puedan y no quieran verlo.
¿Cuántas veces te han llamado tonto por seguir a Cristo? ¿Cuántas veces, por seguir lo que Él mismo enseñó, te has sentido despreciado y arrinconado, olvidado o, peor aún, increpado porque nadie parece entender que tus razones, que no son tuyas, sino que vienen de lo alto, tienen el valor de hacer trascender tu vida a unos niveles aquí y en la eternidad que, de otra manera, serían absolutamente inaccesibles? ¿Alguna vez has tenido que sentirte desgraciado porque ves cómo los malos, los que intentan machacarte parecen prosperar mientras tú, aparentemente, sigues perdiendo? Esa ya fue a experiencia de David y de tantos y tantos hombres de Dios a lo largo de los tiempos y es, seguro, la tuya y la mía también. Pero no perdemos. Estamos a la espera de la batalla final y de la consumación de Sus promesas.
Para tantos a nuestro alrededor, aún a pesar del mucho conocimiento que podrían tener por vivir en un tiempo y lugar en el que todo el mundo ha podido oír hablar de Jesús, Él fue un auténtico perdedor. Alguien con oficio, pero sin beneficio, rodeado siempre de lo peor de su tiempo, criticado por todo lo que traía de bien a este mundo, escupido en su propia muerte, vejado hasta lo impensable. Muchos se siguen burlando y mofando como si se tratara de un dios verdaderamente ausente. Pero es que Jesús vino a predicar un mensaje distinto al que estamos tan acostumbrados a escuchar y esto el mundo sigue sin entenderlo.
Él no necesitaba congraciarse con nosotros viniendo en forma de aparente triunfador. De hecho, nosotros solemos acercarnos sólo a aquellos que lo parecen y salimos huyendo en dirección contraria para no rodearnos de la vergüenza que significa a menudo estar junto al segundo, o el tercero, o simplemente el último. Todos anhelamos de manera más o menos visible, los primeros puestos. A Sus discípulos también les pasaba. Sin embargo, Cristo buscaba más bien que nosotros pudiéramos reconciliarnos con Él, pero no según nuestros parámetros o nuestras propias fórmulas del éxito, sino según las Suyas. Los entendidos, fariseos, escribas y autoridades del momento tenían también, sin duda, su propio modelo y concepto del éxito, cada uno según su propia conveniencia, tal y como nos pasa a nosotros hoy. Pero el modelo que Cristo traía no sólo no les parecía inadecuado, sino que también les molestaba, tal y como ocurre a tantos hoy, que pelean hasta la extenuación por demostrarnos lo perdedores que somos y no asumir sus propias derrotas.
Él venía a servir, a rodearse de pecadores, a predicar poner la otra mejilla y perdonar setenta veces siete. Vino a romper esquemas y ataduras, vino a liberarnos, pero se acercó a nosotros principalmente para revolucionar nuestra vida desde lo profundo y a enseñarnos a ganar perdiendo. Su vida fue sencilla, no se alió con quien podría haberle hecho la vida más fácil, no sucumbió ante la tentación repetida que le ofrecía riquezas y posición. No aspiró ni buscó más que cumplir lo que el Padre le había encomendado: que perdiese Él temporalmente para que nosotros, no sólo no nos perdiéramos, sino que fuéramos más que vencedores en Él y Su sacrificio.
Y es en esa batalla ganada donde se resuelve la guerra. Una que nos supera con creces, que nos trasciende en espacio y tiempo y en la que nosotros tenemos un ínfimo papel aparentemente, pero en que, sin embargo,
Dios nos ha puesto para ser luminares a otros, aunque sea “perdiendo”. Cuando nosotros “perdemos”, otros se sorprenden de que estemos dispuestos a hacerlo voluntariamente. Y en esa sorpresa ven a Cristo, porque Él nos enseñó a ser mansos y humildes. Quizá no le reconocen al verlo, nunca se han encontrado con Él cara a cara. Pero cada vez que nosotros estamos dispuestos a perder por Su causa, ven algo del reflejo de Su gloria. Ese es nuestro papel. No nos asuste, ni nos inquiete, ni nos incomode perder ante los hombres por causa del Evangelio. Porque nuestra ganancia está, no aquí, sino en el reino de los cielos.
Ese es precisamente el salto de fe al que Él nos llama. Nada en derredor nos indica ni mínimamente que en la lucha de titanes que se mueve sobre nosotros estemos en el sitio correcto. Todo apunta a que quien gobierna este mundo, el príncipe mismo de las tinieblas, es quien tiene la batalla y la guerra ganada. Pero esa batalla no sólo se libró ya, sino que además fue conquistada. En esas primicias de Cristo mismo, nosotros somos ya más que vencedores.
Podemos posicionarnos desde aquí y ahora en el bando de los ganadores, por mucho que los demás nos increpen destrozándonos por ser los más perdedores del Universo ante sus ojos. Eso no importa. Con Cristo, todo es ganancia, y lo demás, lo tengo por basura por amor de Su nombre. Es más, todo lo que teníamos por ganancia lo consideramos ahora como pérdida por esa misma razón. (Filipenses 3:7)
¿Ganamos o perdemos?
Y ciertamente, aún estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo (Filipenses 3:8)
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