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Cristianismo y política (6)
 

Estado devastado y devastador

El problema no es que un gobierno arruine al país, el problema es que “pueda” hacerlo legalmente.
REFORMA2 AUTOR Emilio Monjo Bellido 14 DE ENERO DE 2012 23:00 h

La primera ruina de la Historia (desde entonces la Historia es una ruina, solamente salvada por el Redentor de la Historia) se debió a una información falseada: “No moriréis”. De la muerte que siguió viven las tiranías hasta hoy. En su inicial manifestación, esta tiranía derramó la sangre de la libertad. Esa sangre derramada es el cimiento de la ciudad cultural de Caín. El Estado (el magistrado) debe proteger a Abel frente a la violencia de Caín, debe alabar la obediencia de Abel y castigar la desobediencia, en su acción violenta concreta, de Caín. Proteger al que hace lo bueno y castigar al que hace lo malo (para eso se le ha otorgado el legítimo uso de la espada). Ese es el orden creacional. El problema se presenta cuando el Estado en vez de defender al ciudadano frente a alguna tiranía (militar, mafiosa, religiosa, económica, etcétera), es él mismo el tirano. Mal asunto.

Las premisas visualizadas en estos dos hermanos, se complican más en su aplicación histórica. El Estado lo componen gente de las dos figuras. Más aún, conviene verlo sólo en su dimensión de Humanidad, si no, nos convertimos en sectas políticas. En eso estriba la dificultad de la ética cristiana de la que sale una ética cívica. La ciudad de Caín y la de Abel no están separadas geográficamente. Si las consideramos como entidades de salvación, están juntas hasta el día del juicio final. Si las consideramos como expresión de la voluntad de una comunidad para convivir en la tierra, cada una se edifica fuera de la presencia de Dios o ante él, pero juntas, en un mismo terreno. Esa es la dificultad. Recuerdo estas cuestiones, porque al hacer cualquier juicio sobre política actual se parte del supuesto de la complejidad del asunto, con el dato añadido de que, como cristianos, reconocemos la natural corrupción humana (también del creyente, claro está).

Incluso el lenguaje es muy equívoco en esta materia. Empleamos el término “Estado”, pero con él se puede uno referir a realidades varias. La propia expresión actual no corresponde con el uso del pasado. A veces lo usamos como sinónimo de nación o país. Eso puede valer, pero no siempre. Hubo un momento en que stato se decía en contraposición a lo cambiante de la realidad social, es decir, lo stato era lo que se mantenía en medio de la situación incierta (lo estático, lo estanco, lo que no se movía). Algunos vieron en las monarquías la mejor expresión de lo stato. Con ello se garantizaban no solo la permanencia actual, sino la futura en la generación de los herederos de la corona. Cuando aquel rey francés dijo: “El Estado soy yo”, realmente él era el Estado. (¿Se acuerdan de cuando los israelitas pidieron rey?) Luego, con guillotina por medio, de ese Estado (ya sin cabeza ni corona) surgió la nación. En otros lugares los procesos fueron algo diferentes, pero, al final, ya estamos cerca de nuestro tiempo con los nacionalismos, de los que surgen nuestras actuales “naciones”, que se configuran normalmente en estados.

Los equívocos no paran: tenemos las Naciones Unidas, cuando en realidad son estados. Tenemos como un estado, una nación, a los Estados Unidos (hasta la guerra civil los Estados Unidos oficialmente son are–, con un plural que se aplicaba también al Congreso, luego es –is–), la Unión Europea, que no se sabe qué es, alguna “nación” sin estado, etcétera. Menos mal que nos queda lo siempre claro y transparente: los Estados Pontificios o “de la Iglesia”. Es clara y transparente la falsificación documental de la Donación de Constantino y otros soportes de su legalidad. Más o menos clara es también su situación actual como Estado de la Ciudad del Vaticano, nacido como resultado del convenio de 1929, con nueva carta legal de 2000, cuyo artículo 1:1 dice que el Sumo Pontífice es el “Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano” y “tiene la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”.

(No es extraño que ese Estado tenga su historia unida a la defensa de la democracia política; ¿dónde encontrar un modelo mejor de libertades civiles?) Muy transparente es también la confusión entre política y religión (a menos que sea “unión” a secas), porque ese Estado es la Santa Sede, y una sede es la diócesis de un obispo; con esa diócesis tiene nuestro Estado unos acuerdos, acuerdos que no han producido vómito político ni a los laicistas gobiernos progresistas, ni a los “liberales”. (No tenía intención alguna de mentar ese Estado, pero salió en cuanto pensé en lo de confusión.)

En nuestro suelo inmediato, que es desde donde debemos caminar, nos encontramos con “la Nación española… deseando … proclama su voluntad de … (Eso dice nuestra Constitución, pero es necesario leerla con la “historia” del camino de esos términos; todos recogen su significado variado, y seguramente discutible, pues resulta que la “nación” se ha convertido en un ente moral que “desea” y “proclama su voluntad”) consolidar un Estado de Derecho”.

Además, esa Nación desea “proteger a todos los pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas en instituciones”. Luego ya la “nación” es “España” que “se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. Luego, no se sabe bien quién lo dice, pero se afirma que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Ese pueblo español que está “representado” en las Cortes Generales (por la obligada mediación de los partidos políticos). Incluso, ya puestos, la propia justicia “emana del pueblo”. [117.1] Todo esto está muy bien. Ha servido para la convivencia más o menos pacífica, es un avance en comparación con nuestra Historia. Tenemos libertades sociales, podemos practicar libremente nuestra religión. Seamos agradecidos.

Pero tenemos delante muchos aspectos confusos. ¿Cómo se conjuga “el pueblo español”, en quien reside la soberanía, con “los pueblos de España”? ¿Quién es uno y quiénes los otros? Además, somos “el reino de España”. ¿En qué contradicción se ha caído para que se admita que el Estado, donde la nación se configura y se “sostiene”, pueda arruinar a la nación? ¿Cómo puede ocurrir que el “pueblo soberano” pierda su soberanía por la acción de sus representantes? Cómo se puede aceptar, por ejemplo, que nuestro Ministro de Economía proponga leyes (totalmente contrarias al programa y las palabras que dos día antes proclamó el Presidente de su Gobierno) en base a que “si no lo hacemos nosotros nos lo impondrán desde fuera”. ¿No emanaba la justicia “del pueblo”? Debemos aprender a leer, se trata del pueblo “de fuera”. Al final, el Estado se nos muestra devastado; ya no “está” como soporte en nuestro suelo patrio, ahora está “fuera”. De tanto gastar (=vastare, vastur= vacío) se ha gastado. Aprendamos la lección, nuestros representantes no nos representan, representan los intereses del Mercado. Ya no somos el pueblo, ahora somos la mercancía. No nos engañemos, con todas las palabras floridas que se quiera, pero hoy nuestro Estado es cada vez más una simple empresa, y los ciudadanos simples consumidores (consumimos y nos “consumen”).

Aprendamos y aportemos. El problema no es que un gobierno arruine al país, el problema es que “pueda” hacerlo legalmente. Algo falla. En eso todos tenemos parte de responsabilidad. No demos por hecho que las cosas son como nos dicen. Seamos responsables para no tener que asumir la responsabilidad compartida de la devastación del Estado. Busquemos lo que edifica, lo que conserva, lo que construye. Como creyentes, atentos a las leyes bíblicas, que son luz para toda la casa. Hay mucho escrito, mucho reflexionado: leamos, investiguemos. [Acabo de repasar unas notas de The Federalist nº 10 (22 nov. 1787) donde precisamente, reconociendo la dificultad de las facciones, se explica la utilidad de la Unión (Federal) para salvaguardar a la nación, la comunidad entera, de los peligros de las mismas. En España se ha pensado al revés, la propia Constitución prohíbe que las Autonomías se federen.]

(Lo dejamos, d. v., para el próximo encuentro, por no alargar este escrito, pero debemos ver la realidad sobre los cimientos de los Estados actuales, están basados en el papel moneda, “ese” dios en el que tantos confían. No es extraño que aparezcan luego Estados de papel, y encontremos a los ciudadanos empaquetados y vendidos como mercancía, aunque nos pongan una moña de adorno para que estemos contentos.)
 

 


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