En América Latina los antagonistas históricos a la libertad de cultos, al principio del derecho a elegir las creencias, hoy se victimizan y se revisten de algo que nunca han sido: promotores de construir una sociedad en la que tengan cabida diversas concepciones del mundo y coexistencia de las mismas garantizada por el Estado, siempre y cuando no representen una amenaza a los derechos de los otros y otras. Es el caso de la jerarquía católica mexicana, que confunde sus intereses con los de la generalidad de la sociedad.
En el siglo XVI,
Ignacio de Loyola, fundador de la orden de los jesuitas, se caracteriza, entre otras cosas, por ser un
férreo opositor a la Reforma protestante.
La combate y justifica las persecuciones contra los que considera herejes. Niega la libertad de conciencia y cree firmemente que en la promoción de la verdad como él la concibe son válidos recursos violentos para salvar a las personas de sus errores. Los disidentes no tienen derechos, reconocérselos, para Loyola, equivale a fomentar la herejía.
La línea de pensamiento de Loyola tiene conspicuos seguidores hoy en México, y me atrevo a decir que por toda Iberoamérica. Para hacerla avanzar la encubren de reivindicación libertaria para el conjunto de la ciudadanía. Es el caso del cardenal de la ciudad de México.
Se expresa como si estuviera refugiado en la más recóndita catacumba. En su homilía dominical pasada (8 de enero), el cardenal Norberto Rivera Carrera defendió la libertad religiosa como un derecho humano. Exhortó a los senadores a darle luz verde a la reforma al artículo 24 de la Constitución, el cual fue modificado en la Cámara de Diputados en la última sesión parlamentaria del año pasado.
Es curiosa la supuesta catacumba en la que se encuentra recluido Rivera Carrera por el laicismo a ultranza (eso dicen los nostálgicos del poder político clerical), ya que sus actos son cubiertos por la prensa impresa, televisiva y cibernética. El cardenal se reúne constantemente con prominentes integrantes de las élites políticas y económicas, recibe trato especial en el seno de las mismas. Tiene a su disposición un costoso aparato de servicio y seguridad, echa mano de sus privilegiadas conexiones para favorecer sus intereses, y éstos no necesariamente son los de la feligresía católica.
Norberto Rivera hizo una descripción de lo que es la fe: “es una respuesta que cada quien puede dar desde lo más sagrado de su libertad. Por eso continuamente reclamamos ese derecho natural de la libertad religiosa que se tiene como un ser humano”. Así nada más sin examinar la fuente de la declaración, cualquiera identificado con el derecho a profesar una creencia determinada estaría de acuerdo. El problema es que ni el personaje que emitió el dicho, ni la institución que representa se han distinguido por defender el derecho para otros que solamente reclaman para sí.
Precisamente a lo que históricamente se opusieron sucesivas jerarquías católicas en México fue a que la fe (o la ausencia de ella) fuese “una respuesta que cada quien puede dar desde lo más sagrado de su libertad”.
Cuando pocos años antes de consumada la Independencia, y después de la misma, unos pocos mexicanos, entre ellos de manera muy destacada José Joaquín Fernández de Lizardi, comenzaron a proponer que el país debería abrirse a la libertad de cultos, los antecesores de Rivera Carrera se opusieron férreamente por todos los medios a su alcance. Décadas después, a partir de 1860, desatan virulentos ataques discursivos, y militares, contra los liberales mexicanos por la osadía de estos de abrir la posibilidad de que en México pudiesen establecerse credos distintos al catolicismo. Hasta hoy el conservadurismo católico mexicano considera esa apertura como una tragedia histórica, fuente de todos los males porque rompió la unidad religiosa del país.
No les gusta a los altos funcionarios eclesiásticos católicos del país, ni a sus corifeos ideológicos, que se recuerde el origen de la libertad social para tener una determinada creencia religiosa (o no tenerla): el juarismo que promulgo la Ley de Libertad de Cultos el 4 de diciembre de 1860. Esa Ley fue enconadamente satanizada por las jerarquías católicas de nuestro país y también por la asentada en Roma. ¿Quiere decir, entonces, por la definición que ahora realiza el cardenal Rivera de la fe, que Benito Juárez estaba en lo correcto?
El mismo domingo pasado, en un editorial suyo publicado en el semanario Desde la fe, Rivera Carrera se presenta como un adalid del pluralismo al hacerse defensor de los atribulados católicos arrinconados por una legislación que no les reconoce libertad religiosa tal y como es definida por la alta jerarquía católica. Dice que le preocupan las libertades de su feligresía y no tanto las de la institución de la cual él forma parte del liderazgo: “Los derechos humanos no se establecen para instituciones y estructuras, sino para las personas”. Ni una palabra de la dilatada historia que tiene la Iglesia católica en la vulneración de los derechos humanos, y la enrevesada justificación doctrinal, así como la creación de instituciones persecutoras, para castigar a los herejes. Y esa mentalidad inquisitorial está lejos de ser cuestión del pasado en personajes como Rivera Carrera y otros de sus pares en el Episcopado Mexicano.
Además en el editorial citado el cardenal Rivera soltó otra perla, que a continuación reproduzco: “Los católicos sabemos que la vida pública no puede quedar en manos de un solo criterio, pues estaríamos hablando de una dictadura ideológica que no respetaría los derechos y las convicciones de todos, tal y como sucede en los estados totalitarios”. ¿Pero qué no precisamente se ha dedicado el cardenal, y otros de sus correligionarios, a lanzar anatemas contra quienes tienen ideas y prácticas distintas a las del corpus doctrinario católico? ¿Acaso no ha presionado para que las instituciones del Estado mexicano hagan suyas las enseñanzas católicas en distintos terrenos de la vida social, con el fin de que nieguen derechos y sancionen a los desobedientes a la particular visión de la sexualidad, control de la fertilidad y natalidad que sostiene la Iglesia católica? ¿No es eso impulsar una dictadura ideológica?
Al igual que muchos otros con tentaciones integristas, Norberto Rivera Carrera se presenta como paladín defensor de los derechos humanos para decirse oprimido por restricciones legales que, según él, tienen relegados en los templos a los católicos mexicanos. Exige que sean liberados de tal realidad asfixiante, para que puedan vivir su religiosidad libremente y sin temores de la persecución laicista. ¿Pero de veras hay esa persecución?
Uno es el discurso reivindicador de los derechos humanos y otra la práctica que distingue al cardenal Rivera Carrera. Desde siempre lo suyo
no ha sido la tolerancia, ni la afirmación de la pluralidad de valores y sus consecuentes conductas, menos se ha distinguido por impulsar la democratización de su institución eclesiástica. Lo que busca es ampliar sus propias libertades para restringir las de los otros.
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