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Vida póstuma

Cargar con el nombre de un muerto no es tarea fácil, aunque parezca que su existencia ya pasó y nada tiene que influir en el presente.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 06 DE ENERO DE 2012 23:00 h

La noche que el pequeño Borja murió, nadie podía dar crédito. Había pasado toda la tarde ahí, tumbado en su cuna, con las manos extendidas hacia el techo lejano y difuso. Balbuceaba de vez en cuando, ya apenas lloraba por el dolor de oídos que había estado martirizándole desde hacía semanas.

El cuarto tenía techos altos y muros anchos, finamente decorado con juguetes de latón y madera, el dosel de tul, las cortinas importadas. Sólo sollozaba de vez en cuando, si escuchaba el canturreo de su madre y sentía nostalgia de ella. El médico de la familia había dicho que estaba mejor, más recuperado de la severa infección y que era cuestión de tiempo que su oído resultase libre de todo mal. Guardó el fonendoscopio en el maletín de cuero y se despidió con una sonrisa condescendiente, agregando:

- Alégrese doña Engracia, que lo peor ya ha pasado.

Por eso Engracia canturreaba, sin sospechar la sombra que se cernía sobre el fruto de su vientre. Por eso se quedó traspuesta la niñera de cofia que velaba su cuna. Porque el invierno denso acababa de disfrazar de calma lo que sería un colmo de llanto. Borja no volvió a despertar.

***

Tres años después, Engracia dio a luz de nuevo. Asustada por la terrible pérdida que la encadenaba al pasado.
- Ha sido niño. El médico asía al recién nacido cubierto de sangre por los tobillos y sonreía pletórico.

Engracia rompió a llorar y sentenció:
- Le llamaremos Borja.
- Pero mi amor…-Su marido le asía la mano, aún temblando.- Así se llamaba…
- Le llamaremos Borja.- Volvió a decir, y su esposo supo que no cabían más argumentos.

La calle Alfonso XII se teñía de otoño con el ocre de los árboles del Retiro que asomaban sus ramas por el enrejado. Engracia bajó del vehículo y miró el cielo abierto, con su bebé en brazos, respirando hondo antes de subir de nuevo a casa. El edificio señorial mostraba su amplio portal, el saludo del portero expectante, el ascensor de doble puerta, el pomo de oro sobre la hoja de roble, el calor de haber llegado.

- Señora, preparé la habitación del señorito al lado de la suya. La empleada se mostraba complaciente.
- ¿Por qué? Ya sabes cuál es la habitación de Borja. Respondió Engracia con cierta molestia.

La empleada quedó atónita y observó al señor, que entraba tras su esposa y disentía con la cabeza, en una especie de “tengamos paciencia” o “haz lo que dice”.
- Sí, señora. Respondió al fin la muchacha.

***

Fue a los dos años. Dos años de armonía y de paz en los que Engracia se avocó por completo al cuidado del nuevo Borja. A contemplarle, a vigilar cada gesto. Su marido, que en realidad ¿qué importa cómo se llamara? Paseaba como una sombra por la casa, cuando llegaba de trabajar y estaba a punto de caer la tarde. La buscaba y ella apenas le veía. Se sentaba en el salón y se sentía ajeno al revuelo y la alegría que Borja generaba con una sola sonrisa suya. El marido terminó por pasear largamente en el Retiro, para llegar tarde a casa, cenar y acostarse. Para alejarse de allí donde no se sentía bien recibido.

Y así pasaron dos años, pero Borja terminó enfermando, de una grave infección de oídos, idéntica a la que fulminó a su predecesor, al que le dejó el homenaje póstumo de su nombre. Engracia no daba crédito:
- ¿Está seguro, doctor? A lo mejor… a lo mejor es solo un resfriado y nada más.
- Infección de oídos, señora. Severa.

El llanto y las carreras por los pasillos. Nadie durmió aquella semana, se turnaban al pie de la cuna, odiaban la enfermedad y el eucalipto, anhelaban un nuevo amanecer sin trágicas novedades. Pero el nuevo Borja sí resistió. Superó lo que se creía imposible a pesar de que corrieran los años veinte en un Madrid que poco conocía de antibióticos y otros fármacos.

***

No sabe quién es. No sabe si estuvo muerto y ha resucitado con un cuerpo más enérgico o si en realidad todo aquello fue un sueño y sigue en su pequeña tumba, bajo tierra, tan lejos de todo lo que un día amó. No sabe qué Borja es, si es carne o ceniza, pasado o futuro.

Se mira las manos de piel, cuando las dudas le asaltan por las noches y otras voces le hablan de destrucción. Esas manos que sienten y palpan. Pero ¿a quién podría confiarle aquellos bizarros pensamientos? ¿Quién no le tacharía de loco sin conocer su historia?

Cargar con el nombre de un muerto no es tarea fácil, aunque parezca que su existencia ya pasó y nada tiene que influir en el presente. Cada nuevo cumpleaños de su infancia tuvo que escuchar a su madre divagando sobre qué habría hecho o dicho o cómo habría tenido el pelo el otro Borja, el primero y original.

Tal vez si aquel Borja no hubiera enfermado, él no existiría, no habrían ido a buscarle para que ocupase el espacio vacío. En realidad, entonces, debería estar agradecido al primer Borja y… ¿por qué no? ¿Alegrarse de su muerte? Al fin y al cabo, nunca le conoció, ni le conocerá jamás.

Pero ¿y si él es ese Borja? ¿Y si retornó de algún lugar indefinido que su madre desconocía? ¿Y si todo fuese un error? Él quisiera ser el primer y el último Borja, el único; para no compararse ni mirar atrás, para no cargar con tamañas angustias que él no generó. Pero mejor es no pensarlo y pasar página, pues si no le tildarían de demente.

Tal vez por eso he escrito estas hojas, para descansar en la esperanza de que alguien, algún día, las halle y las entienda, y comparta mi sufrimiento velado. Porque yo, quien quiera que sea usted, yo soy Borja.
 

 


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