Evangelio de Mateo 1:18-25; y Lucas 2:1-20
Caía ya la tarde cuando José, bastante descorazonado, regresaba al establo del mesón donde había dejado a María.
Un par de horas antes, presintiendo su esposa la cercanía del alumbramiento, le había rogado que fuera por ayuda.
La buena de la mujer del posadero, le dio indicaciones de dónde hallar una comadre que asistiera el parto.
Pero fuera porque ellos eran galileos de Nazaret, o que enteradas las mujeres que debían cumplir su misión en un lugar tan inhóspito como un establo, lo cierto es que todas las candidatas rehusaron acompañarle, pese a mostrarles él las monedas con que pagaría su labor.
Es cierto que en la misma caravana habían llegado algunos parientes y hasta vecinos a los que en última instancia podía recurrir; pero el solo pensarlo enrojecía de vergüenza la cara de José, sabiendo lo que ellos murmuraban de este insólito caso.
Una vez que comprobó que María continuaba con la expectativa del inminente alumbramiento, subió nuevamente a hablar con la posadera y explicarle la situación.
La comprensiva mujer -que les había dado el único espacio disponible en el mesón, sacándolos del apuro hasta que hallaran algo más apropiado-, aseguró a José que siendo María primeriza sin duda el niño no se iba a precipitar, y que primero ella debía de experimentar punzantes dolores cada tanto tiempo.
Inmediatamente ordenó a su hijo –un bien dispuesto muchachito–, a que llevase todos los animales del establo al aprisco contiguo, ya que la noche parecía iba a estar templada y serena. Con todo, una oveja con su corderito de apenas días de nacido, convenía que permaneciera en algún rincón donde no molestara a los huéspedes.
A sus dos hijas mayores, mandó a que bajaran con lámparas para limpiar el lugar lo mejor que pudieran.
La mujer, mientras tanto, daría de cenar a su esposo y clientes, y luego bajaría con algo de comida para quedar atendiendo a María.
La medianoche se acercaba, y sentado sobre una montura de camello, junto a la puerta, José observaba el movimiento de las muchachas a cada indicación de su madre. Habían cepillado y lavado bien el pesebre, forrándolo con cueros de cabra con su lanosa y mullida piel. Trajeron sábanas limpias, y trozos de ellas para ser usados como pañales.
Una de las hijas, se responsabilizó luego de traer tinajas de agua, y mantener un fuego encendido con una olla de agua puesta a hervir.
De a ratos, la mujer del posadero aplicaba paños mojados sobre la frente de María, que de tanto en tanto era acometida de fuertes dolores.
-Bueno -pensaba José-, ahora ya me siento más tranquilo. Hemos comido pan y queso y bebido leche. Parece que el Señor por fin ha arreglado las cosas, cuando yo me temía que esto pudiera acontecer en el camino hacia aquí o en el viaje de regreso.
Cuando María se sosiega, me mira calma y dulcemente ¡Dios la bendiga y asista en este trance! Pensar que ayer llegamos y ya cumplimos con registrarnos en el censo.
-¡Señor, señor, su esposa lo llama! –le decía ahora una de las muchachas tocándole el hombro y sacándolo de su ensimismamiento.
-Pero… ¿qué quiere? ¿No está ella bien?
-Sí, lo está. Pero dice que le gustaría que usted estuviera también junto a ella.
-Mira… yo soy bueno en mi oficio; pero no tengo experiencia en estas cosas. Quisiera ayudar, darle valor, pero siento que a mí mismo me falta. Estaré desde aquí pendiente de cuanto allá ocurra, pero confío en la experiencia de tu madre, y en tu solicitud y la de tu hermana. Dile a mi mujer que permaneceré orando aquí hasta que la criatura nazca. ¡Discúlpame por favor con ella!
Y tras decir esto se puso José de rodillas, echándose el manto sobre su cabeza. Por el rabillo del ojo, observó luego como la muchacha comunicó su mensaje a María. Esta volteó entonces la cabeza hacia José, lo miró como implorándole algo, y dejó soltar dos lágrimas de sus ojos, mientras a José le parecía una eternidad el rodar de ambas por sus candorosas mejillas.
La posadera y sus hijas intercambiaron miradas.
Mientras José oraba, o al menos, intencionalmente pugnaba por hacerlo, abría sus ojos de cuando en cuando como si luchara porque hubiera buen suceso en lo que allí estaba aconteciendo. Pero al cerrar sus ojos, la noche se cerraba sobre su alma. Comentarios muy desfavorables de parientes, vecinos, amigos y clientes suyos, se hincaban como espinas en su corazón. Él amaba a María, pero también amaba a Dios y su Ley. Y este hijo que esperaban… ¡nadie mejor que él sabía que no era suyo! Claro, un ángel del Señor se le había aparecido en sueños revelándole el milagro que Dios haría en el virgen vientre de María, y el ángel Gabriel en persona se le había aparecido a ella con un mensaje similar, pero ahora José se preguntaba qué había ocurrido primero:
-¿Será que el ángel me habló primero a mí en sueños, y luego se le presentó Gabriel a María? Si es así, no debo preocuparme. Pero ya no me acuerdo el orden. Si fue al revés, y María me hubiera contado de aquella extraña visitación, entonces mi propio sueño pudo haber sido inducido por lo que me dijo ella. En tal caso, ¡claro que debo preocuparme! Ahora, si ella tuviera una niña, o nacieran mellizos, entonces no sé que haré porque ello contradeciría el anuncio que me hizo el ángel. ¡Dios mío! No quiero ser injusto con María, pero tampoco contigo. No dejes que mi crueldad castigue su inocencia, pero tampoco permitas que yo me haga cómplice con pecado ajeno. Señor, por un lado dudo porque me atormentan las insinuaciones de mis conocidos, pero por otro lado, también creo lo que dijiste por medio de tu profeta Isaías. Sin embargo ¡y perdóname Señor!, sigo dudando porque escuché a los rabinos explicar en la sinagoga que este mensaje tuyo estaba dirigido al rey Acaz. ¿O acaso tu Hijo, el prometido hijo de David que ha de sentarse sobre su trono, es el Mesías que tu pueblo espera?
Cavilando y orando alternadamente de esta manera, el tiempo transcurría, mientras los intensos dolores que tomaban a María cada vez se repetían con menos tiempo de intervalo. Cuando esto acontecía, José intensificaba su oración. Cuando María parecía descansar, es cuando José se permitía viajar a través de su imaginación.
Pero de repente, los gemidos de María fueron desbordados por las órdenes de la mesonera y la agitación de las muchachas que respondían de inmediato a cada indicación de su madre.
Fue entonces, cuando tras el llanto del que nacía cesaron los gemidos de la madre, escuchándose apenas su agitada respiración. Seguramente que despertado por tanto ruido, el corderito también aportó su balido. A José le pareció como que la brisa de la noche traía el canto de los judíos congregados en la sinagoga de Belén. Pero enseguida se repuso al recordar que en aquella hora de la noche no había reunión alguna. ¿Quiénes se habrán puesto a cantar a estas horas? –se preguntaba.
-¡Es un precioso varón! –grito la mujer del posadero volviéndose hacia José- ¡Todo sanito! ¿Cuál es su nombre?
-¡Emanuel! –gritó José.
-Jesús –musitó María.
-¿En qué quedamos? –preguntó la circunstancial comadrona.
-Jesús es su nombre –aclaró finalmente José, quien comenzó a dar gracias a Dios.
Hasta ahora, parecía que el dicho del ángel había sido real, y el mayor temor que lo embargaba huía definitivamente, mientras otros todavía persistían.
Las mujeres trabajaron por un buen rato con la madre y con el niño. Una de las muchachas salió por un momento y a poco regresó trayendo un frasco. En instantes, el aroma de un suave y delicioso perfume impregnaba el lugar.
-Don José, don José, acérquese por favor a besar a su esposa y a su hijo –decía la misma muchacha que había venido a él anteriormente, mientras tomándole del brazo lo ayudaba a incorporarse.
Lavado el rostro, y peinado por las mujeres su cabello, María lucía tan hermosa como feliz, con su niño recostado contra su seno. No era solamente la natural belleza de María que entonces mantenía como embelesado a José, sino que la misma virtud, castidad y pureza parecían personificados en aquel amado rostro. Los labios de José se posaron por un momento en la frente de María, y él y ella pensaron entonces que la eternidad transcurría lenta y deliciosamente. Al levantar su cabeza, María acomodó al niño para que José viera su carita y le dijo:
-Ahora besa a tu hijo, José, bésalo.
José miró a los ojos del niño. Si observando a María pensó que no sería posible ver en el mundo nada comparable, ahora creyó que cuando Moisés escribió en su Primer Libro que “vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera”*, ¡todavía le faltaba ver lo mejor!
Como extasiado, sin dejar de mirar al niño, José fue retrocediendo paso a paso.
-José, ¡bésalo! –insistió María.
Pero José, sin hacer caso de ella, continuó alejándose.
-¡José…! –la lastimera protesta de María fue seguida por otras dos lágrimas que al desprenderse de sus ojos y rodar lentamente por sus mejillas, le quemaban a ella el rostro mientras laceraban el alma de su marido.
-¡José Ben Jacob! –vociferó esta vez la mesonera- ¿Es que no besará usted a su hijo?
El pobre de José intentó ensayar una explicación o excusa, pero no podía articular palabra. Intuía que ahora María estaría pensando de él lo peor. Que ya no le creía a ella y al mismo Dios que le había hablado por su ángel, y que por fin había cedido a la difamación de sus conocidos. Que María así lo temía, lo atestiguaban aquellas dos lágrimas. Lo lamentable, fue que la mesonera y sus hijas, con su nuevo intercambio de miradas parecían encontrar la razón de aquella extraña actitud.
El difícil trance de aquel momento fue felizmente interrumpido por pasos que se acercaban y entusiastas voces:
-¡Aquí, aquí, debe ser aquí! Esto es un establo.
La matrona corrió a la puerta, y reconoció a los jóvenes pastorcillos. No bien entraron, exclamaban sorprendidos:
-¡Un recién nacido envuelto en pañales!
-¡Acostado en un pesebre!
-¡El ángel tenía razón!
-¡Un Salvador!
-¡Cristo, el Señor!
Desde su rincón junto a la puerta, sentado sobre la montura de camello, José veía y oía sin preguntar nada. Pero la mesonera y sus hijas pararon el alboroto y les exigieron explicaciones. Cuando oyeron, cayeron de rodillas. También de rodillas los pastores se fueron acercando hasta el pesebre, y besaron los pies del niño.
Los últimos más pequeños temores de José se disipaban ahora para siempre. Se le aflojaron las rodillas, y ahora que ya estaba sobre ellas, se fue aproximando. Al llegar junto a María, extendió sus brazos. Ella le alcanzó el niño, y él lo besó tiernamente. Y ahora el bebé tiró con ambas manitos de sus barbas como diciendo: “¿Por qué te demoraste?”
Rió José, rió María, la mesonera y sus hijas, y también los pastores, y unos balidos desde el rincón parecían traer las risas de la oveja y su cordero.
¡Cuántas cosas tendría desde ahora María para guardar en su corazón!
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