Mi sensación general es que, en los tiempos que corren, tendemos a complicarnos la vida en exceso. Las cosas -tal como dirían los antiguos- ya no son lo que eran. Hemos sustituido lo mejor de la vida, lo sencillo, lo cercano, por complicaciones innecesarias que lejos nos dejan de lo verdaderamente bueno, lo que nos hace crecer, lo que nos hace felices. Aunque es cierto que, para cada cual, la felicidad es una cosa bien distinta y, a veces, no sólo descubrimos que éramos más felices de lo que pensábamos tiempo atrás, sino que la felicidad no es siempre lo que creemos que es.
Para algunos, la felicidad es un subidón de adrenalina. Así, el bienestar se compone, para ellos, de sensaciones más o menos intensas, con cierto vértigo quizá, que les recuerdan que están vivos o, tal vez, momentos del pasado, cosas que añoran simplemente. Cuando esa sensación llevaba tiempo ausente, quizá el efecto es más intenso pero, como siempre pasa en estas cosas, es absolutamente real, aunque también completamente subjetivo.
Esa pseudo-felicidad está asociada a la melancolía más que a la madurez, pero
son muchos los que hoy explotan esas vías de búsqueda de sensaciones, confundiendo el placer inmediato con la verdadera felicidad. “Algo es bueno, no porque lo sea en sí mismo al traer un beneficio personal y a los demás sin ir en detrimento de terceros, sino porque me hace sentir bien, a gusto. Así, lo malo no es tan malo si me hace sentir bien a mí en primera persona, aunque con ello otros se tengan que retorcer de dolor”. Curioso concepto de la felicidad este. Sin duda que nuestro lenguaje está sufriendo tremendas alteraciones conceptuales, porque hasta hace muy poco, en una sociedad bastante menos hedonista que esta, a lo que acabamos de describir se le llamaba egoísmo sin tapujos. Pero hemos descubierto que hacer sólo lo que nos apetece nos reporta placer y nos hemos enganchado a ello. El pecado (y el egoísmo es sólo uno de ellos) es adictivo, produce placer inmediato, aunque las consecuencias a medio y largo plazo sean devastadoras. Pero esa es parte de la ceguera que acompaña a pecado: en el fondo te autoengañas y autoconvences de que no será así. Y como además tienes a buena parte de la población alrededor tuyo aplaudiendo tu postura, pues ya está, asunto resuelto. Si lo dice la mayoría, será verdad.
Para otros, la idea de ser feliz es simplemente una quimera que, asumen, no llegará nunca. Viven en el otro extremo del espectro y parecieran haberse resignado a una vida anodina e insulsa, ajena incluso al ajetreo cotidiano que el propio existir trae consigo que, es cansado, sí, pero es que la vida no es tal sino con idas y venidas. Sentirlas significa estar vivo. Sólo cuando estás muerto no sientes nada.
La existencia para estas personas es, sin embargo, una consecución de días, sin más, sin que nada ni nadie les atraiga, ni les capte una pizca de atención, porque prefieren, parece, no hacerse ilusiones, no sea que luego llegue la temida decepción. Tal es la existencia de quien se rinde antes de tiempo, de quien no cree que del día a día puedan obtenerse satisfacciones que nos acerquen a la felicidad, por pequeñas que éstas pudieran ser. Una vida normal ya sería, en cierto modo, una vida feliz. Pero se les pasa desapercibida porque no se conforman con esto ni tampoco se atreven a soñar con más, olvidando que la felicidad no es un estado absoluto, sino una consecución de momentos. Para cuando quieren darse cuenta, ya no saben qué hacer con su poca o mucha dosis de felicidad. Se les olvida cómo se maneja, se les borra de la memoria cómo se bebe a sorbos de ella, pero no a sorbos cualquiera, sino calmados, sosegados, paladeando la vida, disfrutando de las pequeñas cosas sencillas que nos alegran la existencia sin perjudicarla a los demás. Porque no podemos ser felices al margen de ellos, los otros. Eso no es felicidad sino, de nuevo, egoísmo. El que no aspira a nada en su vida tampoco nutre sus relaciones y termina quedándose, igual que el primero, solo, aunque por razones distintas.
Pero hay un tercer grupo en el que me gustaría quedarme. Los grandes sorbos atragantan, asfixian, revuelven, engañan… El manjar que se paladea suavemente, con tranquilidad, desde el sosiego que trae la madurez y el buen hacer, da una idea real y cercana de lo que la vida nos trae sin sobresaltos. Si para ser feliz hay que destrozar todo lo que has ido encontrando a tu paso, eso no es felicidad, aunque te sientas con ello en la gloria y aunque otros te animen a no mirar atrás, sino seguir adelante. La felicidad no es un sentimiento ni va dejando cabezas cortadas por las cunetas. Es una consecución de logros, de momentos, de realidades próximas, inapreciables quizá para algunos ojos que quieren vivir demasiado rápido, pero al alcance de aquellos que se atreven a observar la vida a cámara lenta, con detalle, con expectación, sabiendo que la vida está marcada por épocas y que cada una de ellas tiene un valor y un propósito.
El Predicador ya lo decía en Eclesiastés, pero se nos olvida con frecuencia que hay un momento para cada cosa debajo del sol. No siempre es tiempo de reír, ni siempre es tiempo de llorar. Y es a veces en esos momentos que uno descubre de qué formas quiere ser feliz. Yo quiero serlo a pequeños sorbos, con las cosas sencillas que la vida me trae, con los intermedios de alegría que entre problemas encuentro, sabiendo detectar lo que funciona en medio del caos, en medio de la aparente nada, porque la nada, para el cristiano, nunca es absoluta. Dios siempre está ahí y nos llama a una felicidad mucho más completa que un simple atracón de placer inmediato o que un bloqueo negativista de nuestra percepción.
Mientras escribo este artículo me paro unos minutos a ver un vídeo que alguien ha compartido conmigo. En él, dos amigos de mi adolescencia abrazan con ternura a su hija de dos años mientras escucha sonidos por primera vez tras un implante coclear. La niña llora, se asusta ante la realidad de un ruido que nunca había escuchado… pero la cara de los padres refleja alegría, ternura, triunfo… aunque quede tanto camino por recorrer para su pequeña y para ellos también.
Lloro con ellos, porque merece la pena. Soy feliz ante su victoria en esa batalla sobre la sordera de su hija. En ese justo y preciso momento, soy verdaderamente feliz, aunque llore, aunque me duelan otras cosas, aunque haya tanto por superar.
Quien busca adrenalina, simplemente no tiene tiempo para estas cosas, las sencillas, las que verdaderamente merecen la pena. Quien cree que nada puede esperarse de esta vida, tampoco lo aprecia. Prefiere seguir absorto en su teoría pesimista del mundo, en su propia teoría sobre la nada. Pero yo quiero volver a llorar una y otra vez, como lo hacía hace unos minutos, por estas cosas, por las que verdaderamente merecen la pena.
Permitirse sentir, llorar con los demás, reír con los que ríen… nos recuerda que estamos vivos. Cuando no hacemos esto, nos atrofiamos en la esencia misma de nuestro carácter. Hemos sido diseñados para relacionarnos, aunque esas relaciones tengan sus claros y oscuros.
Ese es justo el placer de las cosas sencillas y lo que nos acerca más a una felicidad con sentido y propósito. Atreverse a llorar por lo que vale algo en este mundo. Obligarse a sentir, no sólo por uno, sino por los demás, aunque a veces nos apeteciera más no sentir nada. Aprender que la felicidad es algo más que reírse en la vida, de la vida o, simplemente, darse satisfacciones. Es que los demás, los que te quieren realmente, las vivan contigo, en las buenas y en las malas, al margen de sentimientos que van y vienen. Es que ellos estén contigo y tú con ellos. Es seguir hacia delante aun cuando parece que no hay nada más allá.
Porque más allá, queridos míos, está la vida misma y, sin duda, merece la pena vivirla, pero no de cualquier manera, sino como honra al Señor. Ahora que tan cerca tenemos las famosas resoluciones de Año Nuevo, tan cargadas de buenas intenciones, que no nos falte ésta, aunque nos deseo más éxito y entrega del que acompañó, seguramente, a otros muchos intentos en el pasado.
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