Me pregunto si, como cristianos, todavía nos falta claridad sobre nuestra misión aquí en la tierra, ésa que nos dejó Jesús, que va más allá de lo que es la evangelización, el ganar almas para Cristo. No es necesario buscar mucho en la Biblia para tener claro que debemos ser voces proféticas en nuestra generación. Ya lo dice
Isaías 58: “¡Grita bien fuerte, grita sin miedo, alza la voz como una trompeta!... El ayuno que a mí me agrada es que liberen a los presos encadenados injustamente, es que liberen a los esclavos…; es que compartan el pan con los que tienen hambre, es que den refugio a los pobres, vistan a los que no tienen ropa, y ayuden a los demás. Los que ayunan así brillarán como la luz de la aurora, y sus heridas sanarán muy pronto. Delante de ellos irá la justicia y detrás de ellos, la protección de Dios…”. Ser la voz de los mudos; de los que no poseen un lugar privilegiado en esta sociedad en la que nos ha tocado vivir, con más de mil millones de hambrientos que son ignorados por la mayoría que vive de espaldas a sus necesidades.
Nuestra sociedad propicia el laissez faire y el laissez passer social y económico. ¿Será que nosotros vamos por la misma senda?Si de verdad hemos entendido el mensaje de los evangelios, nada más recordar cómo inicia Jesús su ministerio público en la pequeña Nazaret, se nos abren los ojos del entendimiento. Y tenemos luz acerca del punto de partida de su proyecto, bajo estas líneas programáticas: “El espíritu de Dios está sobre mí, porque me eligió y me envió para dar buenas noticias a los pobres, para anunciar libertad a los prisioneros, para devolverles vista a los ciegos, para rescatar a los que son maltratados y para anunciar a todos que: ¡Éste es el tiempo que Dios eligió para darnos salvación!” (
Lucas 4:18-19).
Y Jesús dejó sentadas las bases de su misión, llevada a la práctica en el pasaje donde alimenta a una multitud de cinco mil personas con sólo unos pocos panes y peces. La lección dada a los discípulos es también para nosotros, hoy, en pleno siglo XXI.Les dice: “Siento compasión de toda esta gente. Ya han estado conmigo tres días y no tienen nada que comer. Algunos han venido desde muy lejos; si los mando a sus casas sin comer, pueden desmayarse en el camino” (
Mr. 8:2-3). Les alimentó con su palabra, pero también se dio cuenta de que tenían necesidades físicas como el hambre, el cansancio… No hay duda, su Misión era y es integral. Nos habla de la importancia de preocuparnos no sólo por la salvación del alma, sino también de otros aspectos de la vida de las personas: la necesidad de afecto, de techo, de alimento, de dignidad, de salud física y mental…
La persona transformada tendrá comunión con su Dios y con su prójimo, pues el cambio afecta a todo su ser. En este sentido, nuestra labor en beneficio de los más necesitados no se debe enfocar sólo en asegurar su provisión de pan y techo, sino de ocuparse también de su transformación en individuos que aman al prójimo y buscan la equidad y la paz.
Y lo anterior va para nosotros también. Debemos estar seguros que cuidamos de nuestra salvación con temor y temblor, pero que al mismo tiempo está asegurado nuestro cambio radical en personas que unen la compasión a la proclamación. Dice Santiago: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarlo?”. Y, más aún, no debemos callar ante la falta de justicia social que impera en el mundo. Estamos respaldados por la Palabra, ¿o es que tenemos que redescubrir a los pobres en ella?
¿Cómo debe ser entonces esa fe nuestra que decimos tener? Diría que auténtica, viva; una fe que actúa, dejando entrever en esta actuación el perfil de alguien que ha pasado por un proceso de transformación espiritual genuino, sin fisuras. Pues como dice
Miqueas 6:8: “¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios”. Porque tampoco debemos olvidar una máxima de invaluable fuerza para todo cristiano: “…el que oprime al pobre ofende a su creador, pero honra a Dios quien se apiada del necesitado” (
Pr. 14:31). Ser justos, misericordiosos, ser humildes… Nos hablan de un actuar a favor del otro, como buenos samaritanos. Pero si rebuscamos, encontramos unos versos que completan lo dicho, contenidos en el mismo libro de Proverbios: “¡Levanta la voz por los que no tienen voz! ¡Defiende los derechos de los desposeídos! ¡Levanta la voz, y hazles justicia! ¡Defiende a los pobres y necesitados!” (
31:8-9).
Busquemos ser portavoces en todos los ámbitos, tanto en nuestra ciudad, en nuestro barrio, en nuestra iglesia, en la calle como en otras latitudes. Entiendo contundente este mandato, por lo cual no tenemos excusa para desobedecer. Es un mandato del mismísimo Jesús. Con creces nos lo demostró obedeciendo las directrices de su Padre para cumplir Su plan; las siguió sumiso y sin protestar. Tenía tres años para ejecutarlo y no desperdició el tiempo, supo redimirlo. Y lo hizo con excelencia.
Tú y yo podemos decir que tenemos muchas limitaciones para hacer algo por nuestro prójimo, que hay falta de oportunidades…, pero
Dios no te pide más de lo que tienes, sino que hagas lo que puedas, como la mujer que ungió los pies de Jesús con perfume de nardo puro (
Mr. 14:8). Eso es lo que se espera de nosotros, los que hemos sentido el llamado del Señor para ser la voz de los desechados por la sociedad de nuestro entorno o del último lugar de la tierra, de los que carecen de lo más elemental para todo ser humano. Y, especialmente, para los que no conocen el amor de Dios. Seamos sus voces para conmover e incentivar a que iglesia y sociedad contribuyan en la restauración integral de los más indefensos, transmitiéndoles una Bíblica verdad: “el que es generoso será bendecido, pues comparte su comida con los pobres”.
Pero no olvidemos que para ser portavoces de cualquier causa debemos conocerla en profundidad, haberla oído, comido con ella, escuchado… Y ahí es donde se encuentra el cuello de botella que nos impide ser portavoces de unos menesterosos que no conocemos, que no nos inspiran confianza, que no nos dignamos a mirarlos. Porque no nos hemos atrevido a pasearnos por su medio, tal vez ¿para no contaminarnos y evitar conmovernos y/o comprometernos? Quizá no queremos tocar su lepra, coger el barro que puede hacerlos ver. Quizá tememos mancharnos con la impureza de un flujo que ya dura muchos años. Y yo sigo oyendo la historia de Zaqueo o aquella otra sobre cómo Jesús llamó a sus discípulos. De cómo se sentaba a comer y a beber con los publicanos por encima de los comentarios de la prensa amarilla y rosa de la época. Pero parece que esas historias no pueden contextualizarse en nuestra sociedad, como si el hombre de ayer no fuese el mismo de hoy, y el mensaje de Jesús estuviera obsoleto.
¿Cómo vamos a llevarles las buenas nuevas de ese otro reino si no salimos de nuestras fronteras? Decirles que hay futuro prometedor, pero también hay presente gratificante acompañado de pan con abrazo.
Entonces, sólo entonces, podremos hablar por ellos. Y sentiremos en nuestra piel su dolor, su hambre. Y nos conmoverán las llamadas de socorro. Y las de salvación. Y lloverán los “me gusta” en todos los medios, pues hoy escasean cuando se mencionan las palabras Hambre o Desigualdad.
Nos asusta cuando Juan Simarro se escandaliza por la insensibilidad de algunos cristianos. Nos asusta Desafío Miqueas, esa campaña en favor de erradicar la pobreza a la mitad para el año 2015. No escuchamos a los hermanos que nos dicen “Juntos podemos” acercar el reino de Dios a los menos privilegiados en todo lugar. Nos asusta comprometer vida, pan y hacienda.
Alguien lo entregó todo por amor a nosotros. ¿Seremos capaces de entregar un poquito de lo que no nos pertenece?
Si quieres comentar o