A menudo uno se pregunta, sobre todo ante circunstancias adversas de la vida, el por qué tanto sufrimiento. A ninguno nos gusta padecer conflictos, ni desilusiones, ni frustraciones, desconsuelos o abandonos, pero ahí siguen, todos ellos, acompañando y velando nuestro camino por este mundo.
Tenemos a veces la sensación de que siempre pasa algo, de que nunca tenemos la felicidad plena que nos gustaría, aunque la realidad es que el tipo de felicidad en el que pensamos a veces no es más que una quimera. En algunos periodos, más prolongados en el tiempo o menos, tenemos como mucho la sensación de haber llegado a una calma, a una estabilidad, a algo que, sin duda, podría ser lo más parecido a cierta idea de la felicidad. Pero justo en esas épocas es cuando, al llegar un revés, nos sacude con más fuerza, precisamente porque no lo esperábamos. Tendemos a confiarnos, a pensar que las situaciones son estables, incluso inamovibles y una y otra vez descubrimos que nada es estable en este mundo más allá de la propia inestabilidad. Esos golpes no los puedes prever porque, ni todas las situaciones son “anticipables”, ni quien te los va a dar sabe que tiene, quizá, la intención de hacerlo. Por eso son los que mayor grado de desequilibrio producen. Ahí, justo ahí, es donde principalmente aparecen las preguntas. Y donde, tantas veces, nos faltan las respuestas. Pero la incógnita y la incertidumbre no duran para siempre.
La cuestión es bien sencilla en su planteamiento. ¿Por qué tanto sufrimiento cuando, aparentemente y según nuestra finita mente, bien podría evitarse si todos pusiéramos un poquito de nuestra parte? ¿Por qué razón, para aprender ciertas lecciones en esta vida, hemos de estar siempre sujetos a los avatares y mareas que nos traen la existencia, las pérdidas, las relaciones, los intentos fallidos…? ¿Por qué es que tenemos tantas veces la sensación de que nos pasa lo peor en el peor momento sin aparente explicación que traiga un poco de calma a una situación de tormento? Como réplica, el silencio a veces se prolonga en lugar de una respuesta clara y audible, aunque no tardamos en darnos cuenta, a veces aún en ese silencio, de que la respuesta está de camino o, simplemente, delante de nuestras narices, aunque no siempre la sepamos ver.
Dedicamos mucho tiempo de nuestra vida a luchar contra males necesarios. Es decir, con situaciones que, sin ser las que nos agradarían o las que querríamos vivir, son la puerta necesaria para poder acceder a nuevas calzadas, mucho más amplias, espaciosas, luminosas y, en definitiva, saludables, enriquecedoras y de refresco espiritual para nosotros. Pensamos que lo que nos sucede es lo peor que puede pasarnos, y en ocasiones, sin duda, lo que nos ocurre es terrible. Nos destroza, nos hace pedazos, nos deja por un tiempo postrados y aparentemente incapacitados… para, de repente, empezar a comprender que, si bien lo sucedido puede ser una desgracia, quizá es esa misma tragedia la que nos protege de males mayores y nos lleva a riquezas espirituales de incalculable precio.
Esto es algo muy difícil de ver, más aún cuando uno está en pleno ojo del huracán. Pero es importante en esos momentos tener los ojos bien abiertos, porque el Señor, junto a la crisis, nos muestra la oportunidad, aunque sea velada. La muestra a SU tiempo, EL tiempo en mayúsculas. Y entonces, cuando verdaderamente estamos a la espera y a la escucha de lo que Él tiene que mostrarnos frente a tales situaciones, descubrimos cosas que no pensábamos que estaban ahí, aguardando para poder ser manifiestas y puestas a la luz para que podamos verlas.
Lo que se nos manifiesta en esos momentos de dolor, sí, pero de cierto grado de iluminación también, es algo más que la presencia del Señor en la crisis, que ya de por sí no es poco. Ésta es inapelable y probablemente la mayor en importancia por todas las implicaciones que tiene. Pero no es la única manifestación que encontramos.
En esa gracia permanente de la que nuestro Dios hace gala descubrimos, si estamos abiertos a lo que Él tiene que mostrarnos, que las situaciones a las que nos aferrábamos eran más estables, más cómodas, más “políticamente correctas” incluso, pero no mejores de cara a Sus propósitos para nosotros o para los que nos rodean.
Lo mejor no es siempre lo que nosotros intuimos o creemos. Lo realmente beneficioso para nosotros es lo que nos acerca a nuestro Señor. SIEMPRE. Aunque para ello, como terminamos descubriendo, hayan de apartarse otras piedras y tropiezos del camino porque nos estorban, nos consumen, nos entorpecen en lo que realmente ha de ser nuestro principio y fin: dar gloria a Dios por encima de todo, incluyendo la situación de comodidad de la que pudiéramos partir. Ese es el mal necesario por excelencia probablemente, el que Dios permite PARA QUE nuestra vida vaya más encaminada hacia SU propósito, que queda muchas veces bien lejos del nuestro. Cuestión de prioridades, entonces. Sólo prioridades. Él no comparte Su gloria con nadie y lo que es de tropiezo en nuestras vidas, si Él lo considera oportuno, puede retirarlo de nuestro camino, aunque por ello y para ello tengamos que sufrir un tiempo.
El mal necesario no es fácil de aceptar. De hecho, nos golpea como un mazazo no sólo por inesperado sino, en tantas ocasiones, por paradójico también, por aparentemente incomprensible y alejado de lo que nosotros pensábamos que eran los planes de Dios.Pero en Sus planes siempre cabe la prueba y con ella nos moldea hasta hacer de nosotros lo que realmente hemos de ser: vasijas probadas y pasadas por fuego para reflejar verdaderamente Su obra y no lo que nosotros quisiéramos ser o manifestar. La dureza de corazón del hombre ha hecho que esto haya de ser así y pudiéramos tener a veces la sensación, bien alejada de la realidad por otra parte, de que Dios se contradice. Pero no es así. Es, de nuevo, una cuestión de prioridades. El Señor da y el Señor quita (sea Su nombre bendito, como decía Job tan sabiamente) porque esto responde a Su principal objetivo: formarnos para poder darle a Él toda la gloria que merece, aún en la adversidad. Cuando las circunstancias que nos rodean, por muy aparentemente buenas que sean, no le honran en la medida que deben, Él puede decidir que esas circunstancias cambien y que nosotros hayamos de cambiar también con ellas. Puede estar el origen en nosotros o no, pero en cualquier caso, lo que Dios opera en unos y en otros repercute recíprocamente, ya que nos relacionamos y nos influimos mutuamente también.
Pero el cambio necesario, no me malentiendan, no viene siempre porque haya una situación de deshonra de Su nombre. Él no obra como nos mereceríamos y no todo lo que sucede es como consecuencia de nuestro pecado particular. Simplemente (aunque la cuestión no sea para nada sencilla), el Señor tiene preparado, para nosotros o para otros, un bien mucho mayor que el que perdemos cuando nos llega un mal necesario. Lo cual no resta, por cierto, ni una pizca del dolor que se siente atravesándolo. Pero sabemos que el propósito es muchísimo mayor que nosotros mismos y eso, en sí mismo, se constituye en una cierta forma de consuelo.
Esto nos cuesta verlo porque a los seres humanos nos falta la perspectiva del tiempo. En ella,
cuando podemos poner distancia por el paso de los años y de los acontecimientos, descubrimos que, efectivamente, las cosas que nos sucedían apuntaban, de forma inexplicable, hacia un mismo lugar. Y en ese lugar, en ese punto justo, descubrimos bendiciones que, de otra forma, quizá no hubieran llegado. El Señor nos preparaba, nos enriquecía, nos fortalecía y nos daba lo que íbamos a necesitar después, quizá ahora, ante ese momento terrible que podemos estar atravesando.
Ante el mal necesario es importante para el creyente, entonces, comprender el concepto de previsión y omnisciencia de Dios, pero también de sacrificio.
Me acordaba, considerando estas cosas, de un predicador a quien escuche hace muchos años hablando justamente sobre este tema. Él planteaba el sacrificio como la actitud de tener nuestra mano abierta, con todo lo que somos y tenemos dentro de ella, sí, disfrutándolo y viviéndolo con intensidad y agradecimiento, pero teniéndolo también disponible en caso de que el Señor quisiera pedírnoslo. Lo que tenemos es Suyo, qué duda cabe y, cómo no, puede requerírnoslo en cualquier momento, no por cuestiones caprichosas, como algunos parecen querer ver, sino por un propósito en mayúsculas que nos trasciende con mucho. Él hablaba de cómo había perdido a su niñita de cortísima edad atropellada para ver un tiempo después cómo, a raíz de esa desgracia, sus padres, los de él, se entregaban al Señor. No puedo imaginar el dolor que como padres les supuso esa pérdida. Pero quizá, a la luz del plan de Dios para las vidas de otros a quienes también amaban, lo sucedido era un mal que contribuyó de manera inexplicable a mostrar la gracia y el poder de Dios en una medida especial. Era, quizá, un mal necesario, aunque doloroso y terrible.
La pregunta es: ¿cuál es tu mal necesario? ¿Qué circunstancia atraviesas en este momento que te hace replantearte tu vida o alguna faceta de ella? Probablemente no sepas aún qué tiene el Señor preparado para ti, o quizá empiezas a intuirlo, aún en el dolor de lo que estés atravesando. Pero, ¿sabes?, algo me anima en mi mal necesario, en el que atravieso justo ahora:
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la realidad del amor infinito de Dios,
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la realidad de que Él controla la caída de cualquiera de mis cabellos,
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la realidad de que, porque le amo, todas las cosas que acontecen en mi vida, me ayudan a bien y tienen un propósito que me excede;
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la realidad de que, aunque hay una grandísima parte de lo que me acontece y lo que me rodea que yo no veo, tengo un Dios que lo ve todo, que lo sabe todo, que lo controla todo;
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la realidad de que, con ayuda de ese mal necesario, seguramente el Señor me está librando de males mucho mayores y que son absolutamente innecesarios para mi avance en Sus cosas. Incluso en aquello que nos parece lo peor, el Señor nos está protegiendo e impidiendo que lleguemos verdaderamente a este punto;
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pero, sobre todo, y esto quiero tener permanentemente presente, la realidad de que seguirle a Él y obedecerle es y debe ser siempre mi supremo bien necesario.
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