Uno de los síntomas más característicos de la actual cultura occidental es lo que se ha llamado su “estilo de muerte”. De la misma manera en que antaño el sexo y todo lo relacionado con la sexualidad se llegó a considerar como algo indecente que pertenecía al área de los bajos instintos humanos y que por tanto convenía ocultar, actualmente está ocurriendo algo parecido pero con la muerte.
El acto de fallecer tiende a enmascararse como si fuera un acontecimiento pornográfico que obligara a las personas educadas a silenciarlo con pudor. Hablar de este tema resulta hoy casi de mal gusto. La familia que padece la pérdida de alguno de sus miembros se comporta, muchas veces, como si hubiera sufrido una denigrante humillación, como si más fuerte que el dolor fuera la vergüenza.
En la época del bienestar y el confort tecnológico, la muerte viene a recordar la finitud del ser humano y el fracaso de la poderosa medicina. Por eso se la camufla y disfraza, se la tabuiza o procura relegar de la sociedad contemporánea.
El estilo de muerte del hombre actual consiste en procurar disimularla y negarla casi por completo. Vivir como si nunca hubiera que morir. No obstante, como han señalado ya algunos autores, no parece que tal estilo de muerte esté contribuyendo a hacer al hombre más feliz ni más humano.
En medio de este contexto, de esta cultura de camuflaje del morir, la tentación de la eutanasia aparece como una forma de dominar la propia muerte. El eficientismo de la presente época pretende así tomar las riendas y el control de la vida, eliminando a las personas que inevitablemente se han vuelto improductivas, inhábiles o incluso torpes. Los ancianos que cada vez son más numerosos en el mundo occidental se ven como seres gravosos e insoportables, a quienes conviene dar una adecuada “solución”.
Es como si interesara más ayudar a matar bien que a vivir mejor. Como dice el profesor Blázquez: “Mal está que se apuntille a los toros después de la corrida, pero parece bien el que se apuntille a un enfermo en el lecho del dolor propinándole una pócima letal de morfina. ¿Sinceridad o cinismo? ¿Buena fe o degeneración humana?” (Blázquez,
Bioética fundamental, BAC, Madrid
, 1996: 514).
Durante los últimos cien años la esperanza media de vida en los países desarrollados ha crecido de forma extraordinaria. Se ha pasado de poco más de los treinta años a superar con creces la frontera de los setenta. Este cambio significa que muchas personas que hasta hace poco morían relativamente jóvenes a causa de múltiples dolencias naturales, ahora gracias al progreso de la medicina gozan de la vida hasta edades avanzadas. Nuestra sociedad, como es lógico, tiene cada vez más ancianos y enfermos crónicos.
Sin embargo, continúa basando su funcionamiento en los principios utilitaristas de la competitividad, el activismo y el culto a la juventud. La consecuencia constatable es que se margina a las personas mayores o a quienes padecen dolencias incurables.
El primer paso hacia la muerte del individuo lo constituye en muchos casos la jubilación. A la muerte laboral le sigue la muerte familiar, ya que miles de ancianos se ven obligados a vivir en residencias geriátricas. La sociedad actual dificulta que sus mayores puedan habitar y convivir en el seno de la familia nuclear. Los achaques, la enfermedad o la invalidez aumentan progresivamente y aproximan la muerte biológica hasta que el anciano se contempla a sí mismo sin ninguna ilusión por continuar vivo. No es de extrañar que en tal situación muchos pidan la eutanasia. Sin embargo, cabe preguntarse ¿la pedirían si vivieran de otra manera? ¿exigirían morir si no tuvieran que depender de los demás? ¿solicitarían que se les matara si no estuvieran tan solos y apartados del mundo de los vivos? Es muy probable que no pensaran en la muerte si se les tratara de otra manera.
Existen además otros factores que favorecen la creciente tendencia actual hacia la eutanasia. El secularismo cierra a cal y canto la puerta hacia la trascendenciahaciéndole creer al hombre que no hay más vida que la presente y que todos los posibles mundos sólo pueden encontrarse en éste. Esto implica una profunda crisis de valores que hace entender la vida humana únicamente en función del placer o el bienestar que se posee. La enfermedad y la muerte resultan, por tanto, carentes de sentido, estériles y absurdas porque truncan las únicas expectativas que se tienen en la vida.
Frente a esta triste realidad
se echa mano de la autonomía del individuo y de la sacrosanta libertad para afirmar que todo paciente tiene derecho a disponer de su propia vida si así lo desea. La muerte se convierte entonces en una “liberación reivindicada”, en la última amiga capaz de rescatar al hombre del sinsentido del sufrimiento.
Si Dios no existe, mejor la nada que el dolor de vivir. Es el individualismo ateo y hedonista el principal responsable del retorno a la eutanasia. Pero también el relativismo de considerar que “mi vida es mía y hago con ella lo que me da la gana”, que en el fondo no es más que una declaración de independencia del Creador. Un deseo por derrocar al verdadero Dios del trono de la propia vida y colocar en su lugar otros falsos dioses ansiosos por decidir sobre la vida y la muerte.
Si a todo esto se suman las concepciones biologistas y evolucionistas que no aciertan a ver diferencias cualitativas entre la vida humana y la de los animales, resulta que la acción de matar se entiende como una salida éticamente digna.“Si el ser humano es solamente el animal más desarrollado de la escala filogenética, entonces no hay mucha diferencia entre sacrificar un caballo con peste equina, un gato con leucemia o un anciano con enfermedad de Alzheimer” (Wickham & Martínez,
La eutanasia: un enfoque cristiano, AEE, Barcelona, 1997: 39).
De la eliminación arbitraria de embriones o fetos humanos se pasa fácilmente a la eutanasia activa, dejándose llevar por la inercia postmoderna de ese tobogán característico que es la cultura de la muerte.
No obstante, esta escala de valores que se predica hoy choca frontalmente, como veremos, contra la antropología cristiana y los valores del Evangelio.
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