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Hacia CLADE V (segunda parte)

A Samuel Escobar, por su ministerio docente y pastoral.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 03 DE DICIEMBRE DE 2011 23:00 h

Concuerdo con el tono general del documento preparatorio del Quinto Congreso Latinoamericano de Evangelización. No se va por el lado de concluir que la vitalidad del cristianismo evangélico en América Latina se demuestra con los millones de creyentes que se agrupan en sus filas, ni ostenta las miles de conversiones diarias como sinónimo de una expansión sana del protestantismo amerindio.

Después de interrogar acerca de las imágenes de Cristo que más se divulgan en el evangelicalismo latinoamericano, y otra vertiente que llamo post evangelicalismo (que no está conceptualizada así en el documento, pero que parece dominar el escenario antes ocupado por las iglesias protestantes históricas), y llevarnos a cuestionarnos sobre el reduccionismo de esas imágenes si las comparamos con la riqueza de la cristología bíblica, los autores y autoras del escrito ponen delante de los lectores el tema de la conversión.

Una de las características del cristianismo evangélico es la búsqueda de conversos. La historia del enraizamiento de esta fe en tierras latinoamericanas está llena de narraciones de conversión. Los colportores del siglo XIX que distribuían la Biblia, y porciones de ella, buscaron poner Las Escrituras en manos de tantas personas como les fuese posible hacerlo. No nada más para impulsar la alfabetización, aunque ese era uno de sus objetivos, sino sobre todo dar a conocer la Palabra a pueblos que la habían tenido vedada por siglos en su lengua materna. Esos esforzados distribuidores consideraban que la sola lectura de la Biblia abriría las mentes y corazones de quienes en sus páginas descubrirían el mensaje del Evangelio, y posteriormente tendrían disposición para unirse a la naciente minoría que iba a contra corriente de la religiosidad tradicional y mayoritaria.

Después, ya cuando en los distintos países de América Latina se consolidaban las iglesias evangélicas, la prensa forjada en ellas, los materiales educativos, la himnología, la predicación y primeras instituciones tuvieron una acendrada inclinación evangelizadora. De manera espontánea sencillos creyentes evangélicos fueron los principales promotores de su nueva fe. Las reconstrucciones históricas permiten hoy asegurar que del norte al sur de América y Latina y el Caribe la expansión del protestantismo evangélico fue obra del pueblo evangélico, y menos de esfuerzos misioneros exógenos respaldados por considerables recursos financieros.

El punto de cambio, en cuanto a crecimiento numérico sostenido y ascendente, lo representó el asentamiento del pentecostalismo. Primero visto con reticencia y sospecha por el protestantismo histórico, después aceptado un tanto a regañadientes, para más tarde tenerle como nuevo paradigma a reproducir, el pentecostalismo es hoy, y todo indica que lo será en el futuro, el rostro predominante del evangelicalismo latinoamericano.

Somos conscientes de que no podemos hablar de pentecostalismo en singular, sino de pentecostalismos en plural. Aunque tal vez, como ha propuesto desde hace una década y media Bernardo Campos, debiéramos reconocer la realidad eclesial evangélica contemporánea como resultado de una línea de cierta continuidad con la Reforma protestante, pero al mismo tiempo con una evidente ruptura consistente en afirmar enseñanzas y prácticas divergentes de las sostenidas por los reformadores magisteriales. Las líneas de continuidad y de ruptura definen no tanto la pentecostalización de las iglesias protestantes, sino más bien su pentecostalidad, nos dice Campos (De la Reforma protestante a la pentecostalidad de la Iglesia. Debate sobre el pentecostalismo en América Latina, CLAI, 1997).

En todas las grandes y medianas urbes de Latinoamérica se localizan enormes congregaciones evangélicas/post evangélicas, que ofrecen soluciones instantáneas en cada área de carencia de ávidos asistentes a sus tecnologizadas reuniones. Todo, o casi todo, se centra en el carisma de los líderes que ofrecen infinidad de privilegios por convertirse, sin que a sus oyentes se les hable de responsabilidades de lo que significa el encuentro con el Evangelio de Cristo.

Si de algo no hay que convencer a las distintas expresiones del protestantismo evangélico es de evangelizar, de buscar impulsivamente nuevos conversos. Es aquí donde tenemos que preguntarnos sobre en qué consiste la conversión que se promueve. ¿No es, acaso, más una invitación al éxito personal en el que está ausente el servicio a los otros y otras? ¿El conversionismo no reduce a punto de llegada lo que debiera ser un punto de partida? ¿No es el encuentro con Jesús el inicio para redefinir las relaciones del nuevo seguidor con todos y cada uno de los órdenes de la vida, con base en lo enseñado por Él?

Frente a una conversión espiritualista (que no espiritual en el sentido bíblico) el documento de estudio para los asistentes a CLADE V le contrapone una transformación integral de la persona:

La vida cristiana se debe caracterizar por la conversión, que incluye el arrepentimiento de los pecados personales y sociales, la justificación por la fe, el nuevo nacimiento y un cambio de mentalidad y de normas de vida. Esa conversión o transformación radical de toda la existencia, si reclama una raíz y un contenido bíblico específicos, tiene que expresarse visiblemente en la adopción de un estilo de vida distinto del estilo de vida que impera en la sociedad circundante. En consecuencia, no se puede separar en planos irreconciliables la vida privada de la vida pública, la santidad personal de la santidad social, la justificación por la fe de la lucha por la justicia social aquí y ahora, la esperanza cristiana de una preocupación por todas las necesidades humanas, el amor al prójimo de la defensa de la dignidad humana. En otras palabras, se requiere una comprensión más bíblica del seguimiento de Jesús, entendiendo que el propósito de Dios apunta a la reconciliación de todas las cosas.

El párrafo citado nos llama a una conversión integral, en sintonía con el llamado de Jesús. Estoy de acuerdo, pero no entiendo bien qué se quiso decir con eso de llamar a la “santidad social”. Percibo que tal vez se trate de que las sociedades promuevan las relaciones justas entre los ciudadanos, que las instituciones sean transparentes en su ejercicio del poder, pero ¿no sería más adecuado decir que la santidad personal y comunitaria de los creyentes tenga repercusiones sociales? Porque la promoción de la “santidad social” pudiese prestarse a programas impositivos por parte de quienes desde las estructuras del Estado buscan generalizar al conjunto de la ciudadanía una agenda particular. Este punto requiere más precisión, sobre todo en tiempos en los cuales la tentación constantiniana es creciente.

La cita textual que hemos hecho del documento preparatoria es muy rica, tiene implícitos varios pasajes bíblicos, ¿por qué no hacerlos explícitos? Tal vez los autores no quisieron incurrir en un biblicismo que llena de versículos bíblicos sin ton ni son lo escrito. Porque si bien es cierto que pululan los que en otras partes ofrecen amplios ramilletes de citas de la Palabra, frecuentemente traicionando el sentido contextual de los versículos y haciéndoles decir lo que originalmente no dicen, hacer lo contrario (evitar citar la Biblia) es cuestionable porque lo mejor del protestantismo evangélico está en hacer visible el fundamento de su ser, la Biblia.

El apartado sobre el seguimiento concluye con las siguientes líneas, que buscan recuperar el poder interpelante, que nos reta y cuestiona, de Jesús y la imposibilidad de su domesticación: “Seguir a Jesús de Nazaret por el camino de la vida demanda decirle un no categórico, comunitario y público a todos los caminos de muerte, a todas esas formas de violencia contra la dignidad humana que en más de una ocasión se han justificado ‘teológicamente’, desde los púlpitos y desde las cátedras, para complacer a los señores temporales de turno en nuestros países”. Sí, porque sólo las palabras de Jesús son espíritu y vida (Juan 6:63).
 

 


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