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Dios reina en el cambio

Nuestro Dios nos llama a un cambio, pero no al que nosotros creemos o queremos.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 26 DE NOVIEMBRE DE 2011 23:00 h

CAMBIO. Probablemente, una de las palabras y, más aún, de los conceptos más temidos para el ser humano, por una parte, más anhelados por otra; más estudiados, sin duda, y más ansiógenos también. Porque a las personas nos tiemblan las piernas cuando lo vemos asomar, más aún cuando la velocidad a la que se presenta nos deja sin aliento. Sin respiración, sin tiempo, sin margen… los cambios, simplemente, se dan. Te arrollan, incluso, y no siempre vienen como una brisa cálida o sosegada, sino más bien como un huracán que no da cuartel.

Pero, en cualquier caso, forman parte de la vida. Las personas somos seres “plásticos”, como decimos los técnicos. Seres que se amoldan a las circunstancias, a los avatares, a las idas y las venidas de la marea de su vida y que, con mayor o menor acierto, se intentan reponer y sobreponer a los tan temidos eventos que a veces, sin previo aviso y sin preguntar, aparecen y nos ponen contra la pared.

Algunos afrontan el cambio de forma milagrosa: parecieran tener un sexto sentido por el que, no es que lo intuyan, pero parecen estar siempre preparados para lo peor. No es que sean derrotistas, alarmistas ni tampoco negativos y, pudiera uno pensar que nada puede con ellos. Es que, lejos de dejarse aplastar por el cambio o la adversidad, deciden afrontar su vida, con lo bueno y con lo malo, desde la convicción de que lo que les sucede, aun siendo complicado o desgarrador, les traerá una nueva dosis de fortaleza y aliento. Si la fe les acompaña, saben en lo profundo que, “a los que a Dios aman, todas las cosas ayudan a bien” y ven, por encima de la dificultad, la oportunidad de un paso adelante y no la derrota de uno hacia atrás.

Pero esa, reconozcámoslo, no es la experiencia de la mayoría de nosotros. La realidad nuestra, la de las personas normales, de a pie, frágiles y temerosas de lo que viene y no vemos, de lo que se avecina y no anticipamos, es que todo lo que se relacione con el cambio nos viene grande. Nos atenaza y nos bloquea en ocasiones, nos inquieta, nos quita la paz y el sueño… pero mucho más allá de esto, nos moldea, nos recuerda que somos piezas de barro en manos de un Dios Todopoderoso que reina sobre el cambio porque es el único que no muta.

El Señor que nos gobierna tiene una relación especial con el cambio. Nos creó para una relación íntima y estable con Él, eterna, que el hombre, anhelando lo que no tenía, lo que no le correspondía, cambió en un sucedáneo de lo que Dios le había preparado. Toda la desgracia que eso nos ha traído nos ha llevado a la búsqueda de formas de revertir el mal que nos rodea. Hemos creído a lo largo de los siglos que la manera de ser felices, de buscar nuestro bien y de salir adelante a partir de nuestra caída y de nuestra desgracia (que seguimos sin reconocer), era el placer, lo material, lo que este mundo ofrece… mirar para otro lado, en definitiva. Pero un cambio lejos y fuera de la voluntad de Dios sólo nos lleva al vacío, a la soledad y a la ruina más absoluta. Queremos cambiar lo que no nos gusta, pero evadimos la realidad de cómo ha de hacerse. Cambiamos equivocadamente nuestro entorno, nuestras circunstancias, pero no cambiamos nuestro corazón. Nuestro interior, el que alberga el mal mismo, todo lo que Dios desprecia y aborrece, sigue siendo igual siglo tras siglo y olvidamos que el mal no está fuera de nosotros, sino bien arraigado en nuestro ser.

Nuestro Dios, sin embargo, nos llama a un cambio, pero no al que nosotros creemos o queremos. Nos invita a revertir una vida de independencia de Él, en la que buscamos vivir como si Él no existiera, en la que no nos conformamos con lo que tenemos y no valoramos lo que Él nos ha dado, para transformarla en una vida de servicio a los demás, negándonos a nosotros mismos y buscándole a Él en primer lugar. Ningún cambio es un buen cambio si no le tiene a Él en cuenta, si no pasa por considerar lo que Dios tiene preparado para ese presente y también para el futuro por llegar. Nuestro bien, entonces, no está en UN cambio o en EL cambio que nosotros pensamos, sino en SU cambio.

Por una parte, Dios es el mismo ayer, hoy y por siempre. La paradoja está justo ahí: un Dios que nos llama al cambio, porque Él no cambia. Por eso justamente Él es Rey y Señor en el cambio y nos pide que nos volvamos a Él, que es inmutable. Ese y no otro es el verdadero cambio. Porque cuando nuestras circunstancias cambian, cuando todo parece venirse abajo, cuando nada ni nadie puede responder dándonos la estabilidad que esperamos y necesitamos, Dios está ahí, en todo Su poder, en toda Su Majestad, inamovible en el paso de los tiempos, omnipotente ante la acción de las circunstancias. Él reina porque Él controla, porque Su mano permite o impide y porque ni un solo cabello de nuestra cabeza cae en el suelo sin que Él dé Su consentimiento.

Por esta misma razón, porque Él no cambia, es que podemos asirnos en los momentos de tormenta y marea a la Roca de los Siglos. Su Palabra permanece, Su amor permanece, Su cuidado permanece, Sus promesas permanecen. Y a la espera de cielos nuevos y tierra nueva, de un cuerpo de gloria nuevo con el que podremos contemplar Su gloria en Su perfecta presencia, esperamos, en nuestros cambios, que Él obre con Su propio cambio.

Que así sea.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Eulis Leyva
07/11/2012
17:08 h
1
 
Mientras Dios reina en el cambio, contradictoriamente gran parte de cristianos e iglesias chapotean en la charca de la mediocridad y lo intrascendental. Bendiciones
 



 
 
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