Cada dos semanas podemos encontrarnos, d. v., aquí para pensar y reflexionar sobre el cristianismo y la política.
No se trata de “hablar de política”, sino de liberarnos (al menos, lo procuraremos) del lenguaje político actual, que es, precisamente, en muchos casos una perversión del discurso político.
Y así, con el lenguaje recuperado, pensar para edificar, para trabajar, como ciudadanos cristianos. Que tenemos nuestra ciudadanía en el cielo, pero por eso mismo somos responsables aquí como ciudadanos de la tierra, cada uno en su contexto. Aquí, no en el cielo, tenemos que ser mayordomos y fieles servidores del Señor (el dueño de todo).
Advierto de nuevo que en el referente político podemos ver al Estado como el Diácono al servicio del que hace lo bueno, de Romanos 13; o como la Bestia destructora de todo lo bueno, de Apocalipsis 13. A uno, como cristianos fieles, debemos favorecer y ayudar, a la otra, rechazarla y destruirla.
[Recomiendo en estos estudios las investigaciones y exposiciones sobre filosofía política de José Luis Villacañas Berlanga y de Antonio Rivera García.]
Por razones variadas,
hemos aceptado un discurso político (y esto es algo que atañe a cada individuo, aunque no hable de “política”, ni quiera “meterse” en ella) bastante cercano al de la Psiquiatría [Paul Edward Gottfried:
Multiculturalism and the Politics of Guilt. Toward a Secular Theocracy.University of Missouri Press, Columbia y London, 2002. José Luis Villacañas Berlanga: “Qué sujeto para qué democracia. Un análisis de las afinidades electivas entre Freud y Kelsen”. Logos.
Anales del Seminario de Metafísica. Vol. 33 (2002): 11-54].
La sociedad, con todos sus componentes, mantiene una patología que solo se la puede diagnosticar el “Médico”, él “sabe” qué nos pasa y nos sanará, “normalizará” nuestra existencia, y nos permitirá seguir “consumiendo”. Al final, la política se reconduce a simple
poiesis, a economía, a técnica social.
Es asombroso comprobar que una sociedad que está tan endeudada (en el sentido económico) sea donde el “deber” se haya corrompido en su significación. Con ello
nos hemos quedado sin “responsabilidad”, y sin ella no existe la “gratitud”, y sin esta no hay felicidad posible.
Soy “responsable” porque “debo” algo. Si asumo que no debo nada, que todo lo que tengo es mi “derecho”, no puedo ejercer responsabilidad por nada (otra cosa es la responsabilidad jurídica, basada en normas externas de la ley, por cuyo quebrantamiento se reclama un castigo). Si uso un centro deportivo y de ocio en mi localidad, “debo” el estar disfrutándolo. Y eso implica que “deba” cuidarlo, y reconocer cómo se construyó, cuánto costó, qué queda por pagar (si queda algo), etcétera. Y tendré gratitud por disfrutarlo en comunidad con mis vecinos. Lo mismo pasa si voy a un centro médico para que me atiendan, o al colegio o la universidad. Lo mismo cuando viajo por una carretera, o tengo luces o policías en mi ciudad. O, ¡recordemos el pasado!, cuando me puedo reunir con libertad para adorar a Dios.
El espacio de la política es el deber y la responsabilidad (al menos, la política desde una perspectiva protestante). Ahora nos han cambiado (¡no lo aceptemos!) el espacio y lo han convertido en el del consumo y disfrute. Se acepta que los políticos sean “técnicos” sociales (¿médicos?) para que la “maquinaria” funcione. ¡A ver qué me dan con este o con aquel! Nos hemos convertido en “pacientes” en la consulta del médico (no digo del psiquiatra, aunque ese es el ejemplo más correcto), donde solo nos queda la posibilidad (¡qué destrozo social!) de cambiarlo por otro. Pero siempre como pacientes. Quien no quiera “deber” y responsabilidad, se convierte en un paciente consumista.
(Quedaba demasiado extenso para colocarlo en esta introducción.)
Empezaremos nuestra reflexión el próximo encuentro pensando en la autoridad.
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