Un estruendo ronco y un vocerío lejano, apenas perceptible, lo despertaron con un respingo haciéndole inhalar una profunda bocanada de aire que llenó sus pulmones expandiéndole el pecho. Era noche cerrada. Al menos, eso creyó nada más abrir los ojos y comprobar que no distinguía nada. El fuerte dolor de cabeza, que se ubicaba principalmente en la zona de la nuca, lo hizo reflexionar en una posible caída fortuita y en la perdida total de la consciencia durante un lapso de tiempo indeterminado.
―«Menudo golpe… ¿Cuántas horas habré estado desvanecido?»― se preguntó a sí mismo sin palabras, evidenciando que la perdida de toda evocación hacía acopio en su dolorida cabeza. Prestó atención durante un instante esperando volver a oír el estruendo o la lejana barahúnda, más que nada, por si el sonido le resultaba familiar y podía ayudarle a descubrir, rodeado de aquella oscura opacidad, en qué sitio se encontraba; pero aquel sonido no regresó, en su lugar oía el alargado zumbido de un panal entero de hacendosas abejas que parecían estar oficiando su labor en el interior de sus orejas y de su cerebro, y que se fue disipando conforme la cordura acaparaba su intelecto.
―«¡Es una oscuridad fría!»― argumentó de repente en sus adentros, sorprendiéndose incluso de su propio pensamiento insensato; de que una luminosidad o una oscuridad, tal era el caso, pudiera tener algún tipo de temperatura; pero seguramente en su cabeza todavía escaseaba el raciocinio a causa del golpe, o lo que fuera que le había sucedido, y además, es que notaba el helor y la humedad del ambiente filtrándose a través de sus prendas. En un momento se cuestionó que tal vez no estuviera mirando de verdad, que seguramente, le había dado la orden a sus ojos para que se abrieran de par en par, pero éstos no habían obedecido, y seguían cerrados. Procuró centrarse nuevamente en recordar qué había pasado, pero fue infructuoso. Nada de nada. El más profundo de los vacíos se erigía como una severa desmemoria.
Andaba aturdido en la búsqueda de recuerdos borrados, cuando en una de aquellas forzadas inhalaciones que laboraba en el intento de apaciguar su descompasada arritmia, le llegó el hedor. Era repugnante. Un mal olor lo impregnaba todo de manera irrespirable y vomitiva. Tuvo claro que no se hallaba sólo en aquella estancia y que, fuera lo que fuera que se ocultara entre la espesa negrura, se estaba descomponiendo en putrefacción. Tras divagar en cábalas, primeramente determinó, entre otras opciones sin ningún tipo de coherencia, que posiblemente el mal olor provenía del cadáver de algún animal que yacía corrompiéndose en un rincón próximo; pero luego, empecinado en la averiguación del golpe en la nuca que supuestamente le produjo la conmoción, acabó dudando que aquel desvanecimiento no fue causado por una caída fortuita, como en un principio había creído, sino por una traicionera y salvaje agresión de alguien con malas intenciones. Además, el hediondo olor podía provenir también de ese posible asaltante al que, sin saber cómo, finalmente él mismo habría abatido en respuesta a su impúdica acción, antes de perder, naturalmente, toda consciencia del suceso. El caso es que el aire estaba viciado y la respiración se hacía insoportable y nauseabunda.
Desenmarañando esta paradoja estaba, cuando un escozor recorrió sus ojos de parte a parte, porque ahora sí los había abierto de verdad. Estaban resecos de manera exagerada. Intentó pestañear y se agravó el picor. Era como, si a traición, inerme e indefenso, alguien le hubiera arrojado un puñado de fina arena a la cara. En ese instante, a su mente llegó de nuevo la idea de su posible agresor, muerto ya y maloliente. Tras unos raudos parpadeos y la aparición espontánea y balsámica de las lágrimas, el picor se fue desvaneciendo paulatinamente dejando paso a una visión que se acomodaba torpemente en su mirada.
Apenas distinguía nada, exceptuando una claridad ubicada en una apertura algo elevada a su izquierda, y que descendía oblicuamente en forma de trémulo haz enturbiado con minúsculas partículas. Entonces, un movimiento de sombras en la apertura, se interpuso entrecortando la fuente de luz que se proyectaba haciéndole comprender que alguien se encontraba cerca. Estimó que debían de ser sus rescatadores que lo andarían buscando de forma incesante. Intentó vocear una llamada de auxilio; una súplica; un socorro… pero la lengua se hallaba pegada al paladar, inamovible e inútil, en la sequedad extrema de su boca que, en vez de aquel órgano gustativo, pareciera albergar una vieja suela polvorienta. Intentó salivar y le resultó una tarea hartamente penosa. Al cabo, tras conseguir tragar varias veces la amarga saliva que brotaba y lubricaba la cavidad bucal, logró con esfuerzo emitir un tosco sonido. Aquella pronunciación parecía más el mugido de un rumiante, que un lamento o una desesperada llamada de socorro, y con ese ahogado grito fue cuando descubrió atónito, que su boca se hallaba amordazada con vendas de tela. Instintivamente volvió a recordar al supuesto agresor y ya no le cupo dudas de sus maléficas y fallidas intenciones.
Quiso liberarse del impedimento que aprisionaba su boca, pero la debilidad se lo impedía. Sus manos y sus pies parecían estar inmovilizados, porque se negaban a obedecerle. Comprobó que la cabeza sí que podía girarla completamente, y se asustó con la idea de tener quebrada alguna de las vértebras provocándole con ello una total invalidez en el resto del cuerpo; pero esa azorada conclusión se fue disipando con la misma velocidad con que llegó y en el preciso momento en que se percató, que la sangre fluía por sus miembros adormecidos produciéndole un reflejo de palpitación que se proyectaba en sus manos y en el débil plegado que podía acometer con los dedos de sus pies. Eso lo hizo relajarse en gran manera y retomar la respiración pausada.
Sus pupilas, ya íntegramente dilatadas, y la exigua luz que empezó a prevalecer sobre la oscuridad reinante, desvanecieron la rebelde negrura que lo circundaba extendiendo el perímetro de la visión hasta la pared más cercana de la estancia. Concluyó que el lugar era un ancho y profundo agujero excavado en la tierra; tal vez una caverna natural o quizá una inusada galería de extracción mineral, de ahí la mezcolanza del olor putrefacto de su cadáver acompañante con la de una humedad, como de barro.
Intentó recordar nuevamente cómo o con qué malas artes hechiceras, el destino había terminado por llevarlo a parar dentro de aquel socavón terrero; pero a su cabeza, el cúmulo de recuerdos que llegaban a trompicones, no eran otros que la conjunción de una amalgama de imágenes deslucidas de los últimos días, antojados ya lejanos, cuando la enfermedad le embargaba el alma haciéndole temer por su vida. Habían sido momentos difíciles transcurridos entre convulsiones febriles, acusadas tiriteras y dolores en las articulaciones; entre ahogados quejidos e incesantes vómitos, en los que parecía escapar la amarga bilis y donde el dormir no era más que un amago de la muerte. Y eso era todo. No había ningún otro tipo de reminiscencia del pasado, ni ningún manido recuerdo, que no fuera una estampa de su dolencia.
Entonces dando un movimiento brusco, se incorporó quedando sentado sobre el suelo, esforzándose en la iniciativa de quedar a la vista de sus rescatadores y ofrecerles con su postura, la buena nueva de haberlo hallado con vida. Observó por primera vez el sinfín de gusanos deambulando por sus prendas en un claro movimiento de desconcierto, y a las cucarachas que principiaban una huída en todas direcciones alejándose del inminente peligro que ahora se alzaba sentado ante ellas.
Y de forma lenta recorrió con la mirada la oquedad en toda su plenitud, ya sin oscuras tinieblas que la ocultaran, descubriendo con enigmática perplejidad la total inexistencia de algún cuerpo en descomposición alrededor suyo. No había nada, ni nadie. En ese mismo instante alguien le vociferó nuevamente desde la apertura:
― ¡Lázaro, ven fuera!
Y en el acento reconoció la voz de Jesús, su amigo el galileo.
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