La vida nos voltea, qué duda cabe, una y otra vez. Cosas menores o cosas mayores que el Señor nos permite vivir. Pero, en cualquier caso, a la vista está que la existencia suele venir desprovista del soñado sosiego. Igual por eso lo apreciamos tanto cuando lo percibimos, aunque sea por un instante. En ese momento, como inconscientemente, nos apoyamos en el respaldo de nuestro asiento, respiramos hondo, cerramos los ojos y bebemos a sorbos grandes la sensación de paz que el instante nos brinda. No son muchos los momentos como estos, pero los hay y, sin duda, son especialmente apreciados por nosotros a nada que seamos mínimamente perceptivos y agradecidos.
El descanso del alma. Ese es el anhelo del que sufre. Que su espíritu, su mente, su cuerpo, alcancen ese momento, no de desconexión del mal o el mundo que le rodea, que también, sino quizá de conexión profunda con lo que realmente merece la pena, con Quien realmente merece la pena. En ese instante, aun cuando no lo percibimos, quien preside es Dios mismo, con su brisa suave acariciándonos la cara (algunos sabrán a qué me refiero), casi imperceptible, quizá, pero cierta a la vez como el paso de un huracán. Allí habla a nuestro ser, profundamente, con una claridad que aturde. Y es, en ese momento, como un bálsamo en nuestras heridas, contundente y eficaz, pero amoroso y cálido. Allí descansamos, reposamos, podemos permitirnos dormir al amparo de Su manto, en la seguridad de Sus cuidados, dentro de la palma de Su mano… la que nos sostiene… de la que nos consuela.
La gran pregunta que inquieta al hombre en sus horas más oscuras es “¿Qué hacer cuando no se sabe qué hacer?”. Y aunque parezca un juego de palabras, tiene poco de juego y mucho de complicación. Ese es nuestro túnel particular.El que nos desborda y nos pone frente a lo que somos. Ahí es donde nos encontramos con la realidad de nuestra fragilidad, de lo pequeños e insignificantes que resultamos y, si estamos con los ojos bien abiertos, porque
Él se hace manifiesto en nuestra dificultad, ante otra realidad añadida: la de Su presencia inigualable, que todo lo llena, que da luz al túnel, no sólo al final de él, que es lo que uno siempre espera, en el mejor de los casos, sino dentro del túnel mismo.
Hay un gozo inexplicable en la prueba, en la dificultad del creyente cuando no es él, sino él en Sus fuerzas, que permite remontar el vuelo como al águila para volar, correr, andar, trabajar, caminar… y no fatigarse. Él sostiene nuestros pasos y en ese, nuestro túnel de vida, para unos más oscuro que para otros, con claros y sombras a lo largo de la vida, Él también se hace patente y enciende una luz donde creíamos que no podía haber ninguna.
Lo sobrenatural existe. No en términos ridículos y peregrinos tal y como algunos lo entienden. Las idioteces a las que a veces nos aferramos como si nos asiéramos al Dios invisible no son más que sucedáneos, porque no van más allá de ilusiones que creamos en nuestra imaginación y que minimizan e incluso ridiculizan el verdadero poder de Dios. A veces son, simplemente, una forma de entretenimiento, pero nada más. Sin embargo, tenemos un Dios por encima de nosotros que actúa sin encasillarse a las cuatro paredes donde a menudo queremos encerrarle, a aquellas entre las que creemos que actúa, en las que nos “divertiría” o “apetecería” que obrara. Nos construimos un Dios pequeñito, a nuestra medida, uno que podamos manejar con un dedo para dejarlo entrar o salir de nuestra vida a nuestro antojo y que, de vez en cuando, nos entretenga con Su poder. Pero ese no es nuestro Dios. ¡Pobres de nosotros si lo fuera!
A pesar de nuestra incredulidad Él se muestra con un poder desbordante, que nos maravilla y nos sorprende tanto que pareciera que nunca le hubiéramos conocido. ¿Imaginas que te presentaran por primera vez a tu Dios, después de años y años de conocerle supuestamente, de ser salvo por Su gracia, de haber vivido incluso en Su temor y en Sus caminos? Esto nos sucede a veces cuando estamos en nuestro túnel particular, probablemente en el más duro de nuestra vida, en el que nos inquieta, nos ata, nos inmoviliza… pero nos despierta a la realidad de ese Dios que no se queda fuera del túnel esperando a que salgamos, sino que permanece dentro, con nosotros, alumbrándonos con Su luz inefable, con Su esperanza de gloria.
El milagro que se opera en el túnel, sea cual sea su longitud, pero con más claridad cuando aparentemente mayor es su oscuridad, es que Dios nos permite dar la vuelta a nuestra vida como si se tratara de un calcetín, de arriba abajo. Allí nos pasa como por fuego, nos perfecciona y nos pule. En ese túnel, desesperados por encontrar la salida a la prueba, buscamos y buscamos, damos vueltas en derredor y empezamos a mirar a todas partes. Revisamos nuestro pasado, aquello que no funcionó, lo que faltó o sobró, vivimos el dolor de lo que pudo ser y no fue… revisamos nuestro presente y los recursos reales con los que creemos contar, nos duelen las heridas y nos faltan las fuerzas… miramos hacia el futuro, con incertidumbre, con desesperación a veces, con temor a pedir en una línea que no sabemos si nos conviene… Pero finalmente adquirimos como una especie de visión de 360º, por la que Dios se revela a nosotros y nos revela “No te voy a desamparar de la misma forma que no te desamparé”.
Él es Dios sobre todos los dioses, no hay para nosotros bien fuera de Él y considerar esto desde el propio túnel es como tener una lámpara de aceite en medio de él. Él está conmigo y por mí en mi túnel particular, donde nadie más puede acceder, donde nadie más se atreve a entrar. Él no sólo no nos pone en túneles sin luz, sino que nos da Su presencia, Su luz admirable, en mitad de ésa nuestra dificultad. La luz de fuera se nos hace cercana en algunos momentos, podemos vislumbrar algo de ella en Su gracia en ocasiones, pero no es esa la principal fuente de iluminación.
Él es la Luz en mayúsculas, la Gracia misma en mayúsculas y allí, en nuestro túnel, a solas con Él, nuestro Dios se hace fuerte en lo peor de nuestra debilidad.
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