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Un itinerario espiritual de la literatura argentina

Prólogo a Te busca y te nombra. Dios en la narrativa argentina, de Alberto F. Roldán
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 04 DE NOVIEMBRE DE 2011 23:00 h

Que muy pocos discurran sobre teología para que los demás acaten su saber más allá de las palabras.[1]Carlos Monsiváis

I
La teología y la literatura no tienen caminos dispares. Si el cristianismo es una “religión del libro”, resulta natural que lo literario, aun cuando en otras épocas representó una práctica cultural elitista, hoy sea un enfoque insustituible a la hora de buscar nuevos caminos de sentido y actualización del mensaje. Además, si se recuerda la observación de Jorge Luis Borges en el sentido de que la teología “es la perfección del género” de la literatura fantástica, se podrá advertir que los horizontes de ambas, aunque a veces parezcan lejanos, se juntan con suma frecuencia. Por ello, cada ejercicio creativo que las reúne conscientemente y que abreva sin rubor en sus fuentes comunes constituye una experiencia renovadora de la visión, incluso para quienes sin fe trasponen el umbral de la religión para solazarse en sus intuiciones y hallazgos sobre la vida humana, pues más allá de la búsqueda de propuestas o esquemas edificantes, la lectura, también en el sentido de interpretación, sugiere vastos caminos de luminosidad que de otra manera permanecerían muy áridos de no ser por el artificio y la ficción.

Han pasado ya los tiempos en los que resultaba extraño o incluso blasfemo relacionar la fe con las creaciones literarias consideradas inferiores y deudoras de los monumentos doctrinales o teológicos, pues ni siquiera la Biblia podía ser analizada desde una lectura literaria. Algunos biblistas vislumbraron las posibilidades interminables de esta lectura, que se ha desarrollado en trabajos como los de Northrop Frye, Alfred Kazin, Harold Bloom o Jack Miles, a tal grado que se ha dicho que de la afición bíblica de los dos últimos brota, incluso, una nueva imagen bíblica de Dios. En ese sentido, el Prefacio a la Biblia Hebrea, de George Steiner (Siruela, 2004), es una lección de respeto, rigor y empatía hacia la literatura sagrada desde una lengua moderna: “Nuestra poesía, nuestro drama, nuestra ficción serían irreconocibles si omitiésemos la continua presencia de la Biblia. […] Se extiende desde el inmenso volumen de paráfrasis bíblicas hasta la más tangencial o encubierta de las alusiones. Comprende todos los modos de intertextualidad, de incorporación entre líneas y dentro de ellas”. Las perspectivas actuales, dominadas por un enfoque interdisciplinario, proponen que, mientras más densa y arriesgada sea una obra literaria, además de que exponga con intensidad las contradicciones humanas, mayor es el desafío estético e interpretativo.

En un esfuerzo pionero por clarificar estas posibilidades de desarrollo mutuo, la revista Concilium propuso, desde 1976, el diálogo serio entre las dos disciplinas y lo logró ampliamente, pues plataformas metodológicas para trabajos que se desarrollarían más tarde. Los editores fueron J.-P. Jossua y J.B. Metz y colaboraron nombres tan relevantes como J.L. Aranguren y el propio Metz, quienes se ocuparon, respectivamente, del teatro de Tirso de Molina y de “la teología como biografía”.[2] De Juan Carlos Scannone (único latinoamericano) se incluye un estudio sobre el Martín Fierro y la teología de la liberación. Delineando la temática, H. Rousseau escribió: “…se establece una relación entre la teología y la literatura, en tanto que ésta es ante todo expresión de una experiencia viva, aunque sólo sea por medio de la imaginación. Si la teología acierta a ocupar un puesto privilegiado en esta experiencia, ¿no podrá representar por su parte la literatura un lugar teológico esencial en tanto que es capaz de expresar la experiencia cristiana mejor que la teología dialecticista?”.[3]

Además, desde los intentos de gran alcance como el de Charles Möeller (Cristianismo y literatura del siglo XX) o los esbozos de Gustavo Gutiérrez acerca de la obra de José María Arguedas (mucho tiempo antes de ingresar a la Academia Peruana de la Lengua) hasta llegar a los trabajos de Pedro Trigo, Antonio Manzotto o Luis Rivera-Pagán, se ha demostrado que la riqueza del diálogo entre teología y literatura es capaz de abrir ventanas vastísimas de conocimiento. En Brasil, Antonio [Carlos de Melo] Magalhães es quien mejor ha sistematizado, hasta el momento, esas relaciones (Dios en el espejo de las palabras. Teología y literatura en diálogo, 2000).

II
Si bien Roberto E. Ríos desde Argentina había adelantado un acercamiento en 1969 con La novela y el hombre hispanoamericano, un estudio en el que pasó revista a 10 autores, sólo en fechas más recientes se consolidaría el encuentro entre estos dos campos. El ya citado crítico Alfred Kazin acometió la lectura teológica de los grandes nombres estadunidenses (Melville, Twain, Dickinson, Faulkner…) en una fecha tan reciente como 1997 y los estudiosos latinoamericanos en los mismos años produjeron textos que vinieron a subsanar las quejas de otros años por parte de teólogos como Jürgen Moltmann, José Míguez Bonino y Rubem Alves. A principios de los 80, Alves reclamaba amargamente a los escasos escritores protestantes brasileños por qué seguían ofreciendo “sermones trasvestidos”, en vez de expresarse con un lenguaje más creativo que superase el predecible final feliz. Reinerio Arce, con su estudio sobre Martí, y Rivera-Pagán con sus ensayos sobre diversos narradores y poetas, han continuado la exploración de una literatura que se presta enormemente para profundizar en su vertiente espiritual y existencial, algo que incluso algunos iniciadores de la teología de la liberación despreciaron en su momento.

Alberto F. Roldán, con el notable esfuerzo de estudiar a siete narradores de su país, viene a sumarse a estas voces con una indagación apasionada sobre siete autores argentinos. La delectación con que expone sus motivos, entretelones y características se comparte progresivamente mediante la lectura atenta de cada ensayo, colocado cuidadosamente en una contigüidad creativa que invita a acompañarlo en su esfuerzo hermenéutico. Ciertamente, ha restringido su estudio a la prosa narrativa, aunque dos de los autores (Murena y Martínez Estrada) son más reconocidos como ensayistas, y otros dos, Marechal y de nuevo Martínez Estrada, practicaron la poesía con calidad, reconocida incluso por Borges. (No debe olvidarse que incluyó la poesía completa del autor de Radiografía de la pampa en su “Biblioteca personal”.) Pero más allá de los géneros, y sin que esto implique una reducción en el enfoque o la visión del autor, hay que destacar que el horizonte interpretativo de Roldán muestra un eclecticismo tal que permite asomarse suficientemente a las obras estudiadas. Asimismo, el libro es un ejemplo de superación de los clichés o estereotipos relacionados con la supuesta “orientación metafísica” de la literatura argentina. La especificidad de cada autor le permite al autor adentrarse en el diálogo propio de las obras con lo sagrado o religioso.

De este modo, otro acierto del libro consiste en poner en primer lugar la que acaso sea la obra más provocativa en el contexto de un diálogo teológico-literario, El pecado original de América (1965), de Héctor Murena (1923-1975), un autor poco divulgado, quien osciló entre un lenguaje metafórico-teológico y un simbolismo religioso que le permitió referirse a la experiencia latinoamericana mediante categorías escasamente utilizadas por otros estudiosos del tema. Y justamente esa perspectiva, criticada en su propio país, proyecta la obra hacia alturas casi mitológicas en donde la doctrina cristiana sobre el pecado se desdobla provocadoramente al exponer la manera en que, la cultura argentina ha entendido su lugar en el mundo, pues El pecado original de América aterriza muchas de las ideas esbozadas desde escritos anteriores, particularmente en “La metáfora de lo sagrado”, donde subrayó el origen teológico del arte. Para Murena, explica Roldán, “Dios es quieto y móvil, presente y ausente, visible pero invisible”. El escritor bonaerense presenta a América como el lugar del exilio por el pecado para los europeos y eso complica el esquema de una nueva “historia de salvación apócrifa”, es verdad, pero profundamente intuitiva en su búsqueda de sentido y orientación para la acción. Desde su enfoque personal, calificado por él mismo de transobjetividad, el mundo “se ha trascendido como tal y se convirtió no ya en algo que está frente a nuestra conciencia Estamos, con ello frente a una refundación mítica de América desde una mirada ético-teológica.

Al abordar Los siete locos (1929), de Roberto Arlt (1900-1942), se asiste, mediante el análisis de Roldán, a la revisión de una obra abiertamente provocadora y cuyo lenguaje religioso le otorga un nivel teológico crítico, en la medida que expone, desdobladas, reflexiones profundas sobre los misterios de la salvación. Los binomios bien-mal, Dios-ser humano y vida-muerte, le sirven a Roldán para entrar en un relato atravesado, como el resto de la obra arltiana, de sugerencias vivaces sobre aspectos religiosos centrales. La manera en que el también autor de El juguete rabioso estudia los “estados de conciencia” y se sumerge en ellos para salir, por decirlo así, a la superficie para testificar sobre ellos, conduce a los personajes a situaciones límite en los que no hay resoluciones morales sino, más bien, espacios de experiencia humana, definidos por uno de ellos, por poner un caso, como “la zona de la angustia”, esto es, una materialización física ubicada unos metros encima de la superficie urbana. Se trata de una especie de “somatización existencial” de los horrores de la vida, capaces de alcanzar la visibilidad fáctica. Las citas que encuentra Roldán resumen muy bien la forma en que Arlt ficcionalizó algunos aspectos vividos, porque como señala el analista, si esta narrativa da por sentada por momentos la piedad divina, hay otros en los que “el amor angélico de Dios” brilla por su ausencia, lo mismo que la fe, con un efecto demoledor: “Si usted creyera en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo”. Roldán sigue muy bien la perspectiva alegórica (y casi nietzscheana) con que trabajó Arlt y concluye refiriéndose a la presencia de una revelación cristológica en la novela: el farmacéutico Ergueta se arrodilla ante el Nazareno, como parte de una visión en la que la sublimidad, por fin, lo alcanza. Lo grotesco, en suma, no está peleado con alguna forma de epifanía.

Con Leopoldo Marechal (1900-1970), el autor practica una exégesis apasionada que, como en los demás casos, sitúa al autor en el contexto ideológico y cultural. Con un estilo claramente distinguible, Marechal, peronista convencido y después converso al pentecostalismo (por lo que quizá fue el primer autor evangélico latinoamericano, en el sentido confesional), desarrolla una linealidad narrativa que va de Adán Buenosayres (1948) a El banquete de Severo Arcángelo (1965) retomando la clave bíblica desde el título de la primera, para cerrar en la segunda con la creación de un mundo dominado por su nueva visión religiosa. Así, se corresponden plenamente las alusiones al drama cristológico en la estructura de Adán Buenosayres (y su concepción beatífica de un lugar con nombre simbólico, Philadelphia) con la visión apocalíptica de El banquete… Marechal atisba, y acaso anticipa, en el primer momento, el estado de gracia al que llegará cuando la fe cristiana lo impregne al momento de escribir el segundo libro. En esta ruta, el encuentro de Adán con el Cristo de la Mano Rota es el momento crucial de la historia. Buenos Aires, la Biblia y los clásicos se encuentran en un diálogo mítico y desesperado. El banquete…, a su vez, es una muestra de virtuosismo en el arte de desdoblar la realidad para proyectarla estéticamente, pues como señala Graciela Maturo, citada por Roldán, estamos ante “el paso de la vida ordinaria a la vida extraordinaria, al conexión con el plan de la Providencia, encarnado en un operativo de redención y reconstrucción por parte de Farías-Marechal”. La gracia trabajando a marchas forzadas.

Radiografía de la pampa (1933),el ensayo de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), es trabajado desde la dualidad religión-fe. Si Martínez E. escribió sobre la pampa “pensando en América”, Roldán acompaña al autor estudiado en su feroz retrato que buscó desentrañar la “ontología de lo argentino en sus raíces más autóctonas”, para encontrar la vacuidad espiritual y un cierto sentido de anomia implantado burdamente por la conquista española. La pampa es para Martínez E. un sitio de contemplación, un páramo propicio para la meditación y, al mismo tiempo, la imagen misma de la desolación, “el desdoblamiento de un infinito interior”. Un equivalente del desierto en la Biblia. El también poeta suena muy evangélico al distinguir, en la práctica, entre religiosidad externa e interna, para valorar mayormente la segunda, a partir de una crítica dura hacia “la ostentación de la piedad, tan contraria a su esencia misma de la fe. Sin arraigo en la fe verdadera quedó una falsa estructura más”. La presencia del cristianismo quedó reducida al eco de sus peores transformaciones. España y Portugal dejaron aquí su peor reflejo. Ese libro de 1933 es, como concluyen bellamente las palabras de Roldán, “un instrumento del lenguaje que, a la manera de rayos X, detecta los alvéolos espirituales que sólo pueden funcionar con el pneuma divino”.

Al sumergirse en El libro de arena (1975), del “exacto” e “irónico” Jorge Luis Borges (1899-1986), Roldán hace a un lado el método dialéctico que ha venido utilizando para exponer la manera en que los tres aspectos elegidos (cronos, jamartía y thanatos) se entrecruzan en una trama inevitablemente metafísica informada, como se sabe, por un buen conocimiento bíblico y filosófico. Si la primera categoría, el tiempo, es capaz de definir casi en su totalidad la laberíntica obra de Borges, Roldán, al tomarla como brújula inicial para el viaje interpretativo, basándose en una frase dicha casi al paso (“…pero le pesaban más los domingos”) por el personaje de nombre Arredondo, “lector no entusiasta de la Biblia”, encuentra nuevamente la huella del vacío espiritual, pues la idea de “llenar el domingo” alude, casi sin remedio, a alguna forma de religiosidad o liturgia, algo de lo que el personaje carece. El pecado, a su vez, se manifiesta narrativamente en lo contenido en un manuscrito antiguo acerca de lo aludido por Jesús en el Sermón del Monte sobre cómo al mirarla es posible codiciar a una mujer y, con ello, adulterar en el corazón (“consejo inequívoco de pureza”, califica Borges). Definir el pecado, ése es el dilema verdadero, pues el acto de mirar moviliza al pecado y lo coloca en el borde de la acción, así sea simbólica o gestual. Roldán teje entonces, mediante una cadena de digresiones, una argumentación teológico-filosófica que toma los relatos para fortalecer su expresividad de orientación kierkegaardiana: “He querido el mal y hago el bien” (“El Congreso”). Un apóstol Pablo al revés.

Y, sobre la muerte, aunque de mención escasa, no puede el exegeta dejar de concentrarse en un relato particular, “La secta de los treinta”, y sobre todo la cita de las palabras del Maestro (“Deja que los muertos entierren a sus muertos”), como parte de una historia en donde los personajes manifiestan diversas posturas sobre el momento supremo de la existencia.

Historia de una pasión argentina (1937), de Eduardo Mallea (1903-1982), representó el momento del “deber moral” para Roldán, argentino confeso. La visión antropológicamente optimista del libro (genéricamente muy indefinido por el propio Mallea) hizo que su intérprete encontrase las notorias afinidades de esa idea con las enseñanzas bíblicas. Obligación ética y espiritual. Surge el teólogo-académico que se enfrasca con una obra y la obliga a decir lo que espera, no tergiversándola, obviamente, sino más bien leyéndose a sí mismo en la obra de otro (algo que su querido Ricœur aplaudiría) comparte la pasión que expone, desde el fervor textual y teológico. Si Mallea no teme referirse a las razas, tampoco deja de percibir las brutales diferencias entre la Argentina “visible” y la invisible”, que se corresponden también con las dos clases de hombres, aquí ligado también el pensamiento a la visión paulina sobre esa nueva humanidad. Sin proyecto concreto, pero con claridad en la mirada utópica, el Mallea de Roldán es un “dualista” que aprecia claramente los dos “biotipos espirituales” y lanza su red sobre la realidad argentina. Es el viejo sueño nacionalista e individualizado, a la vez, pero profundamente idealista. Hay que salir de las apariencias para vivir auténticamente.

Ricardo Rojas (1882-1957), por último, autor de El Cristo invisible (1927), es analizado como merece: desde una sólida plataforma cristológica que advierte los tres niveles de la obra: la efigie, la palabra y el espíritu de Jesucristo. Sustentado en una lectura de los místicos, Rojas intenta acceder a una suerte de “alta cristología”, pues su destino ideal es el corazón de las personas: “El Cristo invisible que el vulgo adora en efigie, yace inhumano en el corazón de cada hombre, esperando su resurrección”. Las imágenes de Cristo, muchas tergiversadas, esperan una actitud iconoclasta (y un tanto romántica) para recobrar su vitalidad. La conclusión del primer diálogo, en ese rumbo, es de antología: “La Cruz de Cristo […] es la figura de sombra que proyecta en la Tierra, bajo la luz del Cielo, el cuerpo del Hombre con los brazos abiertos para el sacrificio del amor”. La palabra de Cristo, ligada rotundamente a la verdad, tan pocas veces atendida, es la “imagen espiritual” del Salvador, su efecto redentor como tal. Rojas resalta la enseñanza de Jesús y su vitalidad incorruptible, enérgicamente anti-nietzscheana: “Cristo predica la esperanza, no la debilidad; el estoicismo, no la cobardía”. Lo que sigue es un discurso muy positivo en torno a la labor salvífica. Ya sobre el espíritu de Cristo, un personaje alude a la importancia de la lectura de los Evangelios en Estados Unidos, país protestante por excelencia, pero también se recupera al cristianismo como movimiento libre, más allá de lo confesional, que es donde también está presente ese espíritu. La búsqueda cristológica de esta obra polémica y densa, finaliza, Roldán, se consuma en un diálogo “con la religión, la cultura y la historia para actualizar el mensaje cristiano en nuestro suelo”. Una contextualización tan urgente como sincera, en la que no faltan los acentos venidos de la cristología protestante de Juan A. Mackay.

Con todo esto, Te busca y te nombra logra ser un ejercicio teológico y literario, lo uno por lo otro, en el cual la materia estudiada como parte del proyecto rector en mente se transforma en un conjunto analítico sólido que consigue hacerle justicia a los autores en cuestión y, al mismo tiempo, encuentra los vasos comunicantes de una preocupación espiritual no tan evidente para algunos, pero que ahora, llevados de su mano, muchos lectores disfrutarán y comprenderán ampliamente.

México, D.F., octubre de 2011



[1]C. Monsiváis, “Danos hoy nuestra teología cotidiana”, en Revista de la Universidad de México, núm. 62, abril de 2009, p. 7, www.revistadelauniversidad.unam.mx/6209/6209/pdfs/62monsivais.pdf.
[2]Cf. Concilium. Revista Internacional de Teología, año XII, núm. 115, Madrid, 1976, sitio de la Biblioteca de la Universidad Rafael Landívar, de Guatemala: www.url.edu.gt/PortalURL/Biblioteca/Contenido.aspx?o=3779&s=49.
[3]H. Rousseau, “Posibilidades teológicasde la literatura”, en Concilium, op. cit., p. 163.
 

 


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