La despreocupada juventud de Shakespeare no fue motivo para que el poeta dejara de pensar en la brevedad y fugacidad de la vida humana.
Cincuenta años de placeres terrenales ininterrumpidos no valen lo que un segundo de felicidad celestial en el más allá de Dios. Esto lo comprendió Shakespeare.
Sus obras están impregnadas de temas metafísicos y de preocupaciones inquietantes relacionadas con el futuro eterno del alma. Decir lo contrario es faltar a la verdad.
Taine, el materialista, el racionalista historiador de la literatura inglesa, nos presenta a un Shakespeare superficial, existente sólo para el goce y el placer. Es un retrato dibujado con pinceles negros. Es una visión equivocada y totalmente falta de objetividad. Porque aún admitiendo cierta libertad de costumbres en el dramaturgo, especialmente en sus años mozos, podemos decir de él usando estos versos de Quevedo:
Mas no es de piedra, no, que si lo fuera,
de lástima de ver a Dios amante,
entre las otras piedras se rompiera.
Shakespeare no era ajeno al drama del Calvario, ya lo hemos dicho. Conocía bien el precio de nuestra redención y valoraba el sacrificio de Dios.
Como Salomón en el ECLESIASTÉS, tras haber recorrido su corazón todos los caminos del placer, Shakespeare halló ser la vida una vanidad absoluta; extremadamente breve, mirada a la luz de la eternidad:
“
El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte… ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha!.... ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más….; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!”. (Macbeth, Acto V, Escena 5ª).
Nada puede hacer el hombre por acortar el tiempo ni por alargar sus días. Es impotente ante el paso de los años. Lo más que puede es llorar, como el Rey Ezequías; humillarse ante la majestad de Dios y suplicarle unos años más de vida. Por sí mismo carece de recursos para detener los gigantescos pasos de la muerte, como lo expresa el Rey Juan:
“No podemos detener la poderosa mano de la muerte”.
Y luego, a Pembroke, que lo miraba interrogante por la muerte del niño Arturo:
“¿Por qué me miráis con aire tan solemne? ¿Pensáis que dispongo de las tijeras del destino? ¿Tengo mando en el pulso de la vida?”.(EL REY JUAN, Acto IV, Escena 2ª)
¡Mando en el pulso de la vida! No tenemos mando sobre nada, porque nada es nuestro. Ni el trigo que nos afanamos en amontonar en los graneros, ni la acumulación de riquezas materiales, ni esa gloria efímera que conquistamos a fuerza de batallas y al precio de muchas lágrimas, nos pertenece. Llega un momento en que se impone el adiós a todo y entonces nos lamentamos con Próspero:
“Ahora carezco de espíritu que me ayude, de arte para encantar, y mi fin será la desesperación”.(LA TEMPESTAD, Acto V, Epílogo).
De ahí la sabiduría del texto bíblico: “Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él. En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estamos con esto contentos” (Primera de Timoteo 6:7-8).
Ni siquiera la carne con que nos encontramos al nacer nos pertenece. Es un préstamo que se nos hace para que la usemos por unos años. Aunque Shakespeare pregunte:
“¿Qué podemos legar a la tierra, salvo los cuerpos que en ella depositamos?”(EL REY RICARDO, Acto III, Escena 2ª)
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