Bajo la llovizna se agrupan los que no tienen nada que perder. Como bultos, algunos doblados sobre sí mismos, han pasado allí la noche. Ya son ciento veinte. Ramiro dobla la esquina y los ve a lo lejos. Aunque jamás se cruzó con ellos antes, siente que les conoce. Todos comparten el mismo sueño y el mismo dolor. Se coloca en la fila silencioso, hace tiempo que nadie habla. Le incomoda la sensación de sentirse solo entre tanta gente. Carraspea y exclama:
- Buen día ¿Por qué número va?
Alí se gira. Es el único, a pesar de la pregunta lanzada al aire. Se baja la cremallera que tapa su boca, está tiritando.
- El ciento veintiuno, amigo. Lo siento, sólo dan cita a los primeros ciento veinte.
- Gracias, voy a esperar de todos modos. Quizás alguien se canse y se vaya.
- Quizás.
Alí saca el Corán y comienza a leer. Está sentado en una silla endeble, plegable. Ramiro suspira, de nuevo ha perdido el turno. Con sus tres trabajos es imposible llegar a la hora, jamás podrá pasar la noche y obtener la cita. Desde la boca del metro ve acercarse a una mujer delgada, rumana, con aspecto cansado. Corre y se detiene cada pocos metros, le falta el aire.
- Buenos días ¿Es usted el último?
Ramiro asiente y la compadece por dentro.
- Pero es usted el ciento veintidós, señora.
- ¡No me diga eso, por favor!
El disgusto dibuja en su frente tres profundas arrugas. Se apoya en la pared, hoy también la vida la ha derrotado.
- Pero, a lo mejor…-añade ella.
- A lo mejor alguien se cansa de esperar –completa Ramiro- Eso mismito pensé yo. Quedémonos nomás, nunca se sabe.
Sólo faltan dos horas para que se abra la puerta, y el sol inicia su despuntar. Será reconfortante sentir los rayos vespertinos. De repente, tres jóvenes de raza negra pasan caminando cerca de la fila. Ramiro piensa en lo irónico de la vida, ellos jamás harán la cola. Por miedo a que les repatríen tiraron sus documentos por la borda del cayuco. Ahora resulta que los afortunados son los que llevan allí de pie siete horas.
- ¿Qué futuro van a tener estos chicos? – Pregunta la señora ciento veintidós.
- ¿Y qué futuro vamos a tener nosotros? – Espeta Alí sin separar la vista de las páginas.
De nuevo el silencio, la pregunta revolotea entre los presente hasta llegar a la número uno. Si-han, coreana, treinta años. Es la primera, sí, pero no siente los dedos de los pies. Ante la pregunta, rememora su país. Con sentimientos agridulces, entre la nostalgia y la desazón, se ve a sí misma pasando hambre. No es fácil ser mujer, ser pobre, ser ahora inmigrante.
- Si lo sé, no vengo a España –Confiesa el número cincuenta.- Donde uno está mejor es en su casa, con su gente y su comida. Aquí te mueres y no le importa a nadie.
- Ya lo decía mi madre- argumenta el muchacho que está a su lado.- Más vale ser cabeza de ratón que cola de león.
Matilde disiente desde su lugar. Es la número setenta y dos. Para ella no es tan sencillo, en su país la violencia y los enfrentamientos armados son tan frecuentes como el alba. Anhela volver pero sabe que quizás no lo cuente.
- Yo ganaba treinta euros al mes en mi país – Dice Hakin, de la India.- Usted a lo mejor era cabeza de ratón en su ciudad. Yo me temo que, vaya donde vaya, siempre me va a tocar ser la cola. Un paria.
Una mujer morena se incorpora a la fila. Mira sin atreverse a indagar. Ramiro interviene entonces.
- Lastimosamente, usted es la número ciento veintitrés.
- Probaré suerte entonces.- Responde con un acento caribeño y dulce. Sonríe sin cesar.
El número ciento diez la mira y no la entiende. A él la impotencia le carcome por dentro.
- ¿Tiene usted muchos motivos para sonreír? – Pregunta.
- ¿Y sino hijo, lloro todo el día? En Cuba se dice: “Lo que sucede, conviene” Aunque no lo entendamos, ya veremos más adelante porque sucedió.
- Si usted lo dice…
Aquel refrán animó el corazón de Ramiro, ahora él también sonríe. Queda media hora. Si-han echa la vista atrás y se admira de la cantidad de gente que está conociendo. Son ahora compañeros de batalla, tan diferentes entre sí pero tan cercanos al mismo tiempo. Algunos se apoyan, otros se envidian. Es una lástima comprobar cómo algunos que prosperaron se olvidan del sufrimiento pasado y les es imposible comprender a sus conciudadanos.
- ¿Estás aquí solo? – la mujer rumana toca la espalda de Ramiro buscando conversación.
- Si – responde – Mi familia completa está allá.
- ¿Y ellos qué piensan?
- Que estoy muy bien, es lo que les cuento. No quiero transmitirles penurias, ya tienen bastante con lo que están pasando. Si no fuera por lo que les mando de acá…Las deudas son demasiadas y el dinero allá ya no vale nada.
La mujer mira al suelo y sus ojos se inundan de lágrimas. La puerta se abre y un policía exclama:
- Mantengan la cola, por favor. Voy a repartir los ciento veinte números. Ni uno más, no insistan.
El policía avanza y las manos se tienden a su paso. Se aferran a ese pequeño trozo de papel, casi lo abrazan. Ramiro y las dos señoras que le siguen observan atentamente. Los números se van agotando, las esperanzas también. Es el turno de Alí, el policía susurra para sí “Ciento diecinueve…” Ramiro no da crédito.
- Y ciento veinte.- Le extiende el papel.- Se han acabado los números. El resto puede venir mañana.
- Tuviste suerte chico – La mujer cubana le da una palmadita en la espalda.- Ves, lo que sucede conviene.
- Siento que ustedes…- se disculpa Ramiro.
- ¡No lo sientas! Mañana madrugamos más.
Las ve alejarse. Charlan mientras se dirigen al metro. Los ciento veinte saben que la cita para solicitar su permiso de trabajo será para dentro de ocho meses. Se sienten como los elegidos, los afortunados. Parece que el cielo se ha abierto y deja pasar con más intensidad el calor del sol. Parece que hoy será un buen día, a pesar de todo.
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