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Segunda carta abierta

«Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas» (Eclesiastés 5:4).
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 30 DE SEPTIEMBRE DE 2011 22:00 h

La muerte había venido a por mi hermano mayor. El primer zarpazo lo falló cuando un día de crudo invierno el monóxido de carbono que emanaba de un brasero que temperaba su cuarto estuvo a punto de cobrar en él a una nueva víctima. Con el segundo le fue mejor: una nefritis crónica que se había venido incubando aparentemente desde que era niño y que por ese entonces, a lo menos en el Chile de mediados del siglo pasado no era muy conocida y no tenía cura, se lo llevó cuando aun no cumplía los 29 años.

Era el presidente de la unión de jóvenes de la iglesia y un actor entusiasta de cuanta actividad tenía que ver con el servicio cristiano.

El 21 de mayo de 1960 un fuerte terremoto había sacudido a la ciudad donde vivía con nuestros padres. La gran cantidad de edificios destruidos o dañados había creado una crisis adicional particularmente en el Hospital Regional donde fue necesario hacinar enfermos y heridos y enviar a casa a cuantos se pudo. Entre estos, estaba mi hermano. El médico que lo atendía, con la misma naturalidad con que se da de alta a un paciente recuperado, nos dijo: «Llévenselo. Le queda una semana de vida». Y, exactamente, a la semana murió. Nunca había visto ni he llegado a ver un diagnóstico tan preciso dado por un médico con tanta frialdad. Contrasta con el alborozo con que el Dr. Alan Livingstone, oncólogo del Hospital Jackson Memorial de Miami irrumpió en marzo de 2005 en el cuarto donde me recuperaba de una cirugía mayor que me había practicado el día anterior. Brincando casi fuera de sí, con su bata de un blanco inmaculado flotando como alas de una inmensa paloma, dio cuatro vueltas por el cuarto gritando: No cancer! No cancer! después de lo cual salió con tal felicidad como si el paciente hubiera sido él. El Dr. Livingstone con su equipo me había operado para evitar un cáncer esofágico parece que justo a tiempo.

En tres meses más, mi hermano habría de cumplir los 29 años.

Durante los días que permaneció en casa esperando la muerte todos los jóvenes de la iglesia se reunieron cada noche para orar, para cantar, para consolar y para prometer.

Después de su sepultación, el fervor del momento fue tomando su nivel habitual y al poco tiempo muchas de las promesas de fidelidad que solo unos días atrás se habían hecho a Dios a los pies de la cama de un moribundo iban quedando sepultadas en el olvido.
A partir de aquel doloroso suceso, otros jóvenes también murieron; algunos se casaron y formaron sus familias; hubo quienes salieron del país para radicarse en el extranjero y un buen grupo desertó, por lo menos abandonando el servicio activo que es a lo que nos llama el Señor.

En los ejércitos de nuestros países, las deserciones se pagan con cárcel y degradación. Y si tal cosa ocurre en tiempos de guerra, con la vida. Un consejo de guerra no tarda en dictar sentencia y la ejecución viene detrás. It’s the law. Es la ley.

Carta Nº 2. A mis amigos que un día fueron y ya no lo son

Queridos amigos míos: Al escribirles esta carta siento comenzar citando al sabio Salomón quien, según Eclesiastés 12.1 dijo: «Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud». Me permito, sin embargo, cambiar el orden que le da a esta sentencia para que se lea: «Acuérdate de los días en que ibas por la vida caminando con tu Creador». Porque aquellos fueron tiempos excepcionalmente satisfactorios. Todas nuestras energías estaban puestas en disfrutar de la vida cristiana tal como nos la ofrecía el ambiente de la iglesia. En lo que a nuestro entorno respecta, sin que las malas influencias llegaran a estropear esa relación que había nacido, crecía y se desarrollaba a la sombra de nuestro amor por Jesús.

Constituíamos un conglomerado de muchachos y muchachas que dejábamos que aquel Jesús a quien seguíamos nos mantuviera unidos.

No desperdiciábamos ocasión para reunirnos y asistir a conferencias, congresos, seminarios, campamentos de verano, campañas evangelísticas. Las iglesias, plazas y parques se llenaban de la algarabía que emanaba de nuestros espíritus jóvenes. Cuando llegaba el momento de aprender bastaba con que, Biblia en mano, nos sentáramos a escuchar a nuestros maestros; si se trataba de cantar, en un dos por tres formábamos un poderoso coro polifónico; si había que salir a compartir el Evangelio, íbamos por las calles, las plazas, los caminos difundiendo la fe que nos movía e inspiraba. Cuando llegaba el momento de jugar lo hacíamos con un espíritu sano que, sin duda ponía contentos no solo a Dios sino a todos los habitantes del Cielo.

Recordando esos años, podemos parafrasear a Salomón afirmando que «en aquellos días hubo grandes alegrías» (Eclesiastés 12:1) versus «No tengo en ellos contentamiento».
Pero el tiempo pasa; los jóvenes crecen y llegan a ser adultos; viene el tiempo de salir a estudiar a veces lejos de casa; luego, el trabajo y con ello el llamado a enamorarse, casarse, tener hijos, formar una familia. Un hogar propio. Son etapas del devenir humano. En cada una de ellas es puesta a prueba la fe que un día abrazáramos. Y entonces, viene la presión de una sociedad que quizás no empuja demasiado sino que «solo sugiere» la idea de experimentar «cosas nuevas» que hasta entonces nos han sido ajenas.

Hay quienes optan por ceder a las sugerencias y explorar aquellas rutas. Y a partir de ese prurito de asomar la nariz en ambientes hasta entonces desconocidos se van dando pasos que nos alejan de la fe que alguna vez en el pasado disfrutamos.

Unos pocos nos hemos mantenido en el camino. Otros han hecho los suyos propios.
En la Biblia tenemos tres casos de jóvenes que en un momento de sus vidas, optaron por «desertar». Sus ejemplos nos pueden ilustrar lo que esta carta pretende señalar. Los tres aportan situaciones parecidas aunque diferentes y, hasta donde el relato bíblico nos permite vislumbrar, cada uno en su aventura tuvo su propio final.

Juan Marcos, sobrino de Bernabé es el primero. Bernabé, el compañero de Pablo en su primer viaje misionero se deja convencer por el deseo del muchacho de ir con ellos. Pareciera que para él el atractivo estaba, más que en el interés que movía a los misioneros, en la posibilidad de «salir a conocer mundo». Bernabé lo consulta con Pablo y éste está de acuerdo. El viaje, sin embargo, no resulta un paseo ni una gira turística. Tipo de la vida. La vida tampoco es fácil aunque tenga tramos agradables. Decepcionado de la experiencia, Juan Marcos decide regresar a casa. Y así lo hace, con la comprensión de su tío y la decepción del apóstol. Juan Marcos, sin embargo, no renuncia a su fe. Lo desanima e intimida circunstancialmente una etapa; dura, difícil, agotadora, decepcionante. Pero se mantiene cerca de su Señor. Ya adulto, llega a ser un eficaz compañero de Pedro, una ayuda valiosísima para el propio Pablo y culmina su compromiso con Cristo escribiendo, según la mayoría de los estudiosos, el evangelio que lleva su nombre.

Una cosa es sentirse incapaz de soportar una instancia dura de la vida y otra muy distinta es darle las espaldas a Jesús.

El segundo joven es Demas. No sabemos mucho de él, salvo las referencias que hace el apóstol Pablo en algunas de sus cartas. «Os saluda Lucas el médico amado, y Demas» (Col. 4:14); «Marcos, Aristarco, Demas y Lucas, mis colaboradores» (Fil. 24). Por estas dos solas citas advertimos que Demas caminó codo a codo con sus dos insignes compañeros: Pablo y Lucas, privilegio que quizás no supo apreciar en su verdadera dimensión porque le faltó perspectiva. Lo que dice Pablo en 2 Timoteo 4:9-11 suena como el clamor de un hombre cansado, debilitado y que se siente terriblemente solo: «Procura venir pronto a verme, porque Demas me ha desamparado, amando este mundo… Solo Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio». Demas ha desertado. De él dice el Diccionario de W.W. Rand: «Tenemos la esperanza de que el abandono que hizo de Pablo y de Cristo no haya sido una apostasía final; pero la Biblia deja lo que pasó a este respecto cubierto con un velo tenebroso que debe servirnos de serio escarmiento. “Este mundo presente” que nos tienta a no seguir a Cristo, es siempre una maldición, y puede ser nuestra ruina» (p. 172).

El tercer ejemplo lo ofrece el joven de la parábola del hijo pródigo de Lucas 15. Cautivado por las luces de neón y los guiños de un mundo que parece irresistible, decide abandonar la Casa del Padre. Con dinero, con juventud y con salud, no hay de qué preocuparse; poco a poco, sin embargo, va bajando peldaño a peldaño por la escala de valores de la vida hasta que llega al fondo. Todo lo ha gustado y no le ha quedado nada salvo una muy leve esperanza de regresar a Casa. Y lo hace para encontrarse con un Padre que lo está esperando, que lo abraza, lo hace sentirse bienvenido y lo restituye a su lugar de privilegio dentro de la familia. Ni un regaño; ni una reprimenda, ni un «te lo advertí». «Este, mi hijo, muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado».

Las moralejas y las enseñanzas que pueden emanar de estos tres casos están ahí. El que quiera, entienda.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Febe Jordâ
04/10/2011
22:46 h
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Gracias; Eugenio. Esperábamos esta segunda entrega. Dios le siga guardando y bendiciendo.
 



 
 
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