Si nos ponemos a mirar las situaciones de las diversas iglesias locales descritas en Apocalipsis, las que ofrecen menos entusiasmo seguramente son Sardis y Laodicea. Quedan a merced de nuestra crítica con facilidad. Incluso puede “gustar” criticarlas, porque eso parece que nos coloca en un escalón ético superior.
No olvidemos, sin embargo, que es su Señor, el que tiene su estrella, el que puede quitar o mantener su candelero, el único que tiene jurisdicción para dictar sentencia, sobre esas iglesias, y sobre cualquiera de nuestros días.
Cuando Cristo el Mesías le dice a Sardis (a su ángel, pastor o pastores) que tiene nombre de que vive y, sin embargo, está muerta, de inmediato se activa nuestro dedo de condena, y con gran gusto mostramos nuestro disgusto y colocamos nuestros desprecio, lo más visible posible, en el pedestal de aquel fariseo que proclamaba: yo no soy como ese.
Hemos de cuidar siempre que, cuando pronunciamos juicio repitiendo simplemente el que Cristo dicta (como en este caso contra Sardis), lo hagamos en “conformidad” con la propia Palabra donde leemos estos juicios. Todo un cuerpo de intérpretes, jueces y ancianos en Israel, durante siglos, habían tomado el texto de la Ley y con ella juzgaban, pero “conforme a su propio juicio”. La Ley era el instrumento para aplicar “su” ley. De esos sigue el mundo lleno. En este caso,
Sardis es como la mujer sorprendida en el acto mismo de adulterio, y hay que pensar un poco antes de tirar la piedra que tan rápidamente hemos puesto en nuestra mano.
Es paradigmático que las iglesias que con más regusto se han presentado ante Sardis para mostrar que no son tan fariseas como ella, son las que han seguido más claramente su camino: tener un nombre, conseguir “estar” en la sociedad.
Lo que Sardis tenía es el modelo buscado por tantas iglesias cristianas en la Historia, al final, una de ellas (Roma) consiguió un “nombre” universal: sobre todas las demás iglesias y sobre todos los reinos y poderes del mundo, y no solamente de que está viva, sino de que “fuera de ella no hay vida”, más aun, de que incluso es la única Administradora de esa vida, que puede otorgarla (por ejemplo, con las indulgencias).
A fin de cuentas,
lo que Sardis había pretendido es el sueño humano desde el inicio de la Historia: “hacerse un nombre”, que la “vida” sea controlada desde el lado humano.
¿Cómo se logra? Pues hay muchos intentos, desde Babel hasta episodios menores (aunque grandiosos en sus significación). Podemos acudir a un lugar donde se está intentando tener nombre de que se está vivo. Es algo extraño, pero allí veremos la raíz del asunto. Allí estaba la iglesia de Sardis antes de que existiera en esa ciudad. Es una casa en la que se da la mejor reunión posible, la que seguramente todos veríamos como ideal para estar e invitar a alguien: se encuentra el Mesías, están sus apóstoles y, hoy sería el no va más, por allí anda un tal Lázaro que había sido resucitado a la vista de todos. También está una mujer que pone en el cuerpo del Maestro un perfume extraordinario, muy caro. Todos los que quieren hacerse un nombre de que viven, consideran aquello como “un desperdicio”, esa es su ética, ese es su manifiesto al mundo, esa es su obra. Hasta ahí llegan sus apóstoles como hombres religiosos; no pueden ir más lejos. Con eso se tendría que edificar la Iglesia, eso es lo que da nuestro corazón; no hay más. A lo sumo: buscar un nombre “religioso” de que estamos vivos. Pero solo hay muerte. Aquella cámara se llenó del perfume de la Redención, por manos de aquella mujer, pero también del olor de nuestra justicia (mejor, el hedor), de nuestra manera de ver las cosas, de cómo sería la salvación si quedara en nuestras manos: una ética sin expiación, un cristianismo sin cruz, un discurso ético liderado por la palabra de Judas.
Aquella casa con sus congregados, aquellos seres en su existencia perdida, aquella mujer que honra a su Señor con sus bienes, es el modelo de lo que es la Iglesia: siempre quedan, por pura gracia, unos que no “han manchado sus ropas”. No reprochemos a Lázaro que pudiera decir, con los apóstoles, que era un desperdicio el precio de la honra al Cristo, que antes lo había resucitado. Eso es lo que produce nuestro corazón, no hay más. Ese es el modo como Lázaro puede buscar un nombre de que vive. Todos mataríamos al Autor de la vida, para mostrar nuestra “vida”. Hay muchas maneras de hacerlo.
Cuando se recuerda que en Sardis quedan algunos que no han manchado sus vestiduras, es el contrapunto de cómo la iglesia había logrado “nombre de que vive”. La vestidura es un rango simbólico extenso. En la Ley se muestra en el ámbito de la santidad, desde varias perspectivas. También es un modo de expresión de triunfo, la vestidura del vencedor. Puede indicar, igualmente, un signo de autoridad, poder, o condición de pertenencia familiar. Muchos signos, sin duda, que nos acercan a la obra perfecta del Mesías (con una sola ofrenda –que recoge todos los significados de los ritos de la Ley– hizo perfectos para siempre a los santificados). Por tanto, el nombre lo había logrado la iglesia local de Sardis a costa de cambiar la vestidura concedida por el Mesías por la suya propia. Al final, se trata de una iglesia que establece ella misma el orden de la salvación. Podemos así decir que Sardis no es sino la Cristiandad en la Historia: la historia de cómo el camino de salvación ha sido manipulado y transmutado para que ahora el discurso cristiano sea precisamente la negación de la obra perfecta (hecha una vez para siempre) de Cristo.
¿Qué pensarían las otras iglesias respecto a Sardis? Cristo dice lo que ya leemos: tienes nombre de que vives, pero estás muerta; ahora bien, ¿estaría eso claro para las otras iglesias? ¿No sería un sorpresa para ellas oír lo que el Espíritu les dice sobre la verdadera situación de Sardis? Si una iglesia hoy (ponga el lector la que quiera) es reconocida por la autoridades, incluso, más aún, por los reyes de la tierra, como una iglesia viva, que es un gran bien para el mundo, que es referente moral [sin pretenderlo, ¡me está saliendo la figura del Vaticano!, pero realmente pienso en iglesias evangélicas]; si un gran mandatario es recibido en su culto, si todos los del mundo hablan bien de ella, si tiene ese gran testimonio, ¿pensaríamos que estamos ante Sardis?
Todo se puede tener, por supuesto, pero cuidado con tenerlo a costa de cambiar de vestiduras. Además, existe el gran peligro, pero es algo muy buscado, de que nos veamos “vivos” porque otros así lo reconozcan. Si la sociedad no nos “reconoce”, parece que no somos. Mal asunto.
Cristo es el que tiene en su mano todos los espíritus, las estrellas, y él solo es quien puede confesar delante del Padre respecto a cada creyente. Nadie nos puede poner en su libro de la vida. No es por obras que llegamos a merecer estar allí. No es porque lo dicten leyes humanas. No es por creernos nuestras propias fantasías. Es la voluntad soberana del Señor. Aunque siempre andamos buscando presentar el vestido hecho por nosotros, o, al menos, con algún parchecillo que identifique nuestro mérito, con el que afirmar nuestra “vida”, precisamente el mensaje a los que tienen nombre de que viven es que no se puede vivir de nombre. No hay más que ruina y muerte. Pero en medio de la muerte ha surgido quien la ha vencido: a ella se entregó con nuestro vestido, para matarlo para siempre, y ha resucitado con el suyo, que es el nuestro en él, para vivir para siempre. Señor, que venga tu reino, y no nos metas en tentación.
La próxima semana, d. v., llegamos a Filadelfia.
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