Varios años después de que el final de las colonias dibujase las fronteras y dividiese los países, la región andina seguía teniendo un solo corazón, elevada e imponente, arraigada en tradiciones milenarias.
Y allí vociferaba el pajpacu[1], viajando de pueblo en pueblo para ofrecer sus exóticos productos:
- Señor, señora, vengan y vean. Tengo la cura contra la caída del cabello, brebajes para el mal aliento, la gripe y las caries. ¡Yo mismo tuve la lepra, estuve al borde de la muerte! Pero, mire mi piel, señora, tóquela ¡como la de un bebé! Sí, sí, caballero, huela las hierbas del Amazonas. Una cataplasma de esas plantas benditas con agua caliente y no volverá a dolerle la espalda. Y ¿qué me dicen de este fango? Traído desde el mismísimo Mar Muerto para las jaquecas; póngaselo en cada sien durante dos noches y
voilá. ¿Qué no rinde usted en la cama con su mujer? ¡Pruebe este jarabe de sangre de tigre! ¡Se llenará de toda su potencia!
El corro de gente humilde iba creciendo a su alrededor. Sobre una piedra, el maletín abierto, adornado con dibujos de lugares lejanos y desconocidos en la contratapa. Varios frascos esparcidos por el suelo, a disposición de la clientela. El secreto consistía en no dejar pensar a los oyentes, en aturdir con un chorro verborréico que convencería sin remedio. Cuando hubo caído la tarde, ya el
pajpacu tenía los bolsillos repletos de dinero ajeno.
***
- ¿A dónde va, amigo?
El conductor de la carreta se paró junto al
pajpacu que avanzaba por el camino sin pavimentar.
- A las fiestas de Cotobambas.-Respondió exhausto.
- Suba, me vendrá bien un poco de compañía.
El altiplano se extendía inmenso ante sus ojos. La tierra seca y el sol ardiente, parecían enlentecer el avance de los dos mulos flaquísimos.
- No le he preguntado su nombre.- Exclamó el conductor tras unos minutos.
- Onésimo Quispe, especialista en medicinas alternativas y lejanas, vendedor rural de remedios.
El conductor le observó de soslayo y le despreció en su mente.
- Generalmente es la gente pobre la que compra sus… medicamentos ¿verdad?- Inquirió el conductor.
- Compra el que quiere y lo necesita.- Respondió Onésimo sentencioso.- Como usted comprenderá, yo no obligo a nadie.
- Es cierto, pero hay que reconocer que, algunos de su oficio, sí engatusan y engañan.
- ¡Engañar es una palabra horrible!- Fingió escandalizarse.- Además no entiendo a qué se refiere cuando dice “algunos de su oficio”. Ya le he dicho que soy especialista en medicinas alternativas y, como yo, mi querido amigo, hay pocos en el continente.
El conductor se tragó las palabras que quería espetarle y arreó a los mulos. Ya faltaba menos para llegar a Cotobambas.
***
El
pajpacu acudió en busca de la multitud que se reunía con motivo de las afamadas fiestas de Cotobambas. Los dos días posteriores al día de la independencia, aquel pueblo de apenas mil trescientas almas, se convertía en un hormiguero ávido de emociones. En las calles aledañas a la Plaza principal, surgían mercados improvisados de frutas, telares y artesanías. Productos de oferta perentoria para una demanda desinhibida. Onésimo escogió la esquina formada por dos calles amplias de tierra y desplegó su maletín como tenía por costumbre. Era un nómada emprendedor.
- ¡Telares de
aguayo[2] tejidos a mano!- Anunciaba una muchacha, apenas diez pasos más abajo.- ¡Se hacen por encargo, de vivos colores!
En realidad, sí eran vivos esos tonos e impecable el resultado. La joven, cercana a los veinticinco años, tenía un aspecto aniñado, casi pueril. Era menuda y delgada. La larga melena negra y las facciones ancestrales, la convertían en hija pura de aquella tierra, que decoraba con sus manos lo hostil del terreno.
- Señorita, Onésimo Quispe, un placer.
- Dolores Pardo, encantada.- Ella, le miraba con recelo, sorprendida de tan abrupta presentación.
- ¿Estará usted en la
pujllay[3] de esta tarde?
- Seguramente, si me lo permite la venta.
- Le permitirá y allí nos veremos. Quedo a servicio de tan bella dama, buenos días.
Y, con una reverencia, se dio la vuelta en un giro elegante. Hablar era lo suyo, hablar y persuadir.
***
La plaza herbosa y descuidada, se cerró con grandes troncos. Apenas unos cuantos de las decenas de personas allí concentradas, tomaban asiento en un palco de honor. El resto del público, de pie y aglutinado, esperaba anhelante la valentía de los jóvenes enfrentándose al toro bravío con sus ponchos, sacos o capas prestadas. A pesar el que el ingente y negro animal, que otrora pastara en la falda de las montañas, se mostraba enfurecido, muchos se arriesgaban a encararle a cambio de los barriles de cerveza y las ovejas que constaban como premio.
Onésimo accedió a la plaza cuando el momento más esperado estaba a punto de darse. El gran cóndor, sujeto por cinco hombres corpulentos, era presentando ante los asistentes y atado al lomo del toro.Se trataba de un ave grandiosa, de casi tres metros de envergadura. La semana previa a las fiestas, los experimentados del lugar habían subido al cerro de más de tres mil metros de altura. Allí, sacrificando a un caballo viejo que serviría como atractivo para el cóndor, se habían escondido esperando que, al olor de la carroña, el cóndor se diese un festín. Poco más tarde, con el estómago lleno, era un blanco fácil para los cazadores. Tres mantas habían servido para atarle las patas, el pico y las alas; transportándolo a Cotobambas. Era aquella una metáfora viva. El toro, traído desde España, representaba al conquistador y opresor, y encima el cóndor milenario, símbolo de los autóctonos. El
pajpacu contempló ensimismado cómo la ingente ave trataba de escapar, blandiendo sus enormes alas y picando el lomo del toro que, enfurecido y asustado, brincaba como una bestia enfurecida. Cuando los aplausos del público hubieron cesado, ambos animales fueron liberados.
- Un espectáculo sin igual ¿no es cierto?- La voz de Onésimo sonó en la nuca de Dolores Pardo.
- Sin igual, caballero.
- Tutéeme, por favor. Onésimo para usted. ¿Podría invitarla a algo de tomar? ¿Una limonada, tal vez?
- Con gusto.
Onésimo la ofreció el brazo y desaparecieron calle abajo. Ella, azorada porque un caballero tan bien hablado como aquel se hubiese fijado en ella. Él, asqueado de tanta soledad, disfrutando el tibio roce de la muñeca lozana.
***
Cuatro días después, fallando a sus planes, el
pajpacu seguía en Cotobambas, más enamorado que nunca, pero ya perdiendo clientela por el final de las fiestas.
- ¿Por qué no te quedas? Tal vez puedas encontrar otro trabajo.- Sugirió ella ronroneante.
- ¿Otro trabajo?- Onésimo se asombró.- ¿Y qué hay de malo con mi trabajo? ¡Yo soy un experto!
- Entonces… ¿Te irás?
- Déjame pensarlo Dolores. No es todo tan sencillo.
El
pajpacu había cambiado su esquina, donde, la poca gente que pasaba, lo hacía apresurada, por la plaza principal. Allí, subido en una enorme roca plana, gritaba más que nunca, se aplicaba con esmero.
- Señor, señora, vengan y vean. Tengo la cura contra la caída del cabello, brebajes para el mal aliento, la gripe y las caries. ¡Yo mismo tuve la lepra, estuve al borde de la muerte! Pero, mire mi piel, señora, tóquela ¡como la de un bebé! ¿Qué no rinde usted en la cama con su mujer? ¡Pruebe este jarabe de sangre de tigre! ¡Se llenará de toda su potencia!
- ¡A usted quería verle yo!- Un hombre furibundo se abrió paso hasta Onésimo – Mire lo que me ha provocado su famosa sangre de tigre.- Y, subiéndose la manga, dejó al descubierto una erupción cutánea escandalosa. – Llevo tres días sin dormir por el picor ¡Y mire mi lengua! – Blandió entonces un trozo de carne verduzco que arrancó un grito de admiración de los presentes.
- ¡Embustero! – Gritó una señora.
- ¡Timador del demonio!- Añadió otro caballero.
- ¡Que se beba él la sangre de tigre, así tendrá su merecido!- Propuso en un alarido el afectado.
Todos asintieron y estrecharon el círculo hasta que Onésimo no tuvo escapatoria. Ni siquiera quisieron escuchar los múltiples argumentos de disculpa del pajpacu.
- ¡Bébalo! ¡Bébalo!
Con una mano temblorosa, Onésimo abrió el frasco de cristal y casi vomita por su fétido aroma. Lo ingirió entero, de un golpe, para que se dieran por satisfechos los que le acosaban. Entonces, aparecieron las convulsiones. Los ojos del pajpacu se tornaron blancos y las fuertes sacudidas de su pecho terminaron por precipitarle al suelo. Sobre la gran roca, continuaban sus movimientos automáticos, la lengua fuera, desconectado del mundo.
- Vámonos, ya tiene lo que se merece.- Sentenció una señora.
Y allí le dejaron, abandonado entre un mar de síntomas. Inmóvil.
***
Onésimo esperó media hora y abrió un ojo. Su truco, otras veces utilizado, había surtido su efecto. La plaza desierta, caída la noche. Era el momento preciso para escapar de Cotobambas y no volver jamás. Dolores, que se había enterado de lo sucedido aún en el pastoreo de llamas, partió enseguida hacia el pueblo para enterrar a su amado. Tal era su sollozo que no podía correr, pues se ahogaba en llanto. Le vio marcharse, por el camino de tierra, presuroso y asido a su maletín, escondiéndose entre las sombras. Lo entendió todo.
El
pajpacu, sin embargo, iba más triste que nunca. Ojalá hubiese descubierto él el remedio para el alma cansada, sedienta de sentido y amor. Ojalá pudiese quedarse algún día, permanecer y no tener que huir más. Pero debía decidirlo, decidirlo y hacerlo, hacerlo y no dar marcha atrás.
[1] Voz aymara para el vendedor ambulante de remedios y otras pócimas.
[2] Tejido rectangular de lana multicolor que sirve para cargar objetos a la espalda. Sus diseños se basan en símbolos.
[3] Voz aymara para el espectáculo taurino.
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