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Vivir en un mundo creado

Reseña del libro de L. Jaeger.
TUBO DE ENSAYO AUTOR David Casado, Grupo F&C 24 DE SEPTIEMBRE DE 2011 22:00 h

En el contexto editorial español resulta particularmente interesante y oportuno el libro de Lydia Jaeger “Vivir en un mundo creado”[1].

En las publicaciones evangélicas relativas a los orígenes predomina de forma abrumadora el debate creación-evolución. Más concretamente, los artículos y libros que intentan luchar contra la teoría de la evolución desde el autodenominado “creacionismo científico”, el diseño inteligente o la mera interpretación literalista del texto bíblico. Lydia, altamente cualificada para plantear el debate sobre la relación entre las ciencias experimentales y la fe en un Dios Creador, deja de lado, sin embargo, la discusión de las teorías científicas sobre los orígenes para centrarse en las implicaciones que tiene para el creyente la primera afirmación del credo cristiano: “Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”.

En palabras de la autora, ya en la introducción, “La creación es un elemento que estructura el conjunto de lo que la Biblia enseña sobre Dios, el mundo y el hombre”, por lo que, continúa Lydia, “una buena comprensión de este elemento clave de la visión bíblica es esencial para la vida cristiana”. Y a esto dedica Lydia las páginas de su libro, a “explorar las implicaciones prácticas” de la fe en un Dios creador.

1. Parte Lydia en su análisis de la primera frase de la Biblia: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”, destacando su radical especificidad, no sólo ante las antiguas cosmologías, sino ante la ciencia experimental y el desarrollo de las teorías sobre los orígenes. Tras negar a la ciencia experimental la capacidad para preguntarse por el porqué de la existencia, sobre el sentido de la vida o sobre la moral, enfatiza que la fe en un Dios creador presupone el reconocimiento de que sólo Él es eterno y autosuficiente, que todo cuanto existe le debe a Él su existencia y, por tanto, que la vida humana sólo adquiere su verdadero sentido en la apertura a lo divino: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás” (Mt 4:10).

2. Como consecuencia de lo anterior, Lydia nos invita a acoger la existencia como un don. Partiendo del carácter contingente del mundo (es decir, que éste podría no ser o ser diferente), afirma que “la creación testifica acerca del Creador” y en él encuentra su fundamento trascendental, su razón de ser. A diferencia del materialismo positivista o del nihilismo existencialista, la convicción de que nuestro mundo es creado da pleno significado a su existencia, o, más personalmente, la convicción de que hemos sido creados da pleno sentido a nuestra vida y nos lleva a vivirla con gratitud. Dice Lydia: “El que se reconoce como criatura, (…) puede recibir con reconocimiento los bienes que le son ofrecidos, sin considerar que todo le es debido o –peor aún– que nada tiene sentido ni valor”.

3. El mundo, por ser creado, es un mundo ordenado. Partiendo del relato de la creación, y siguiendo con numerosas citas, Lydia nos lleva a lo que ha sido y es una de las convicciones fundamentales del cristianismo: el mundo está dotado de un orden armonioso y universal. Orden que está unido al concepto bíblico de Dios y que es a su vez testimonio de su carácter: “De generación en generación es tu fidelidad; tu afirmaste la tierra, y subsiste. Por tu ordenación subsisten todas las cosas hasta hoy, pues todas ellas te sirven” (Sal 119:90-91). Es el propio “Logos” divino el que forma el mundo y garantiza su estructura racional, haciéndolo así comprensible para el hombre. Al mismo tiempo, el hombre debe preguntarse sobre el significado moral de los equilibrios creados y comprometerse solidariamente en su cuidado.

4. Otro aspecto fundamental claramente subrayado en el relato de la creación es la especificidad del ser humano, “creado a imagen de Dios”. A diferencia de otros conceptos rivales del hombre, en el relato bíblico se nos enseña que el hombre es creado en la integridad de su ser, criatura entre las criaturas. Pero sólo él recibe el encargo de sojuzgar la tierra y dominar los peces, las aves y todas las bestias que se mueven sobre la tierra. Sólo el hombre recibe la dignidad que le otorga ser imagen de Dios, lo que significa primordialmente que el hombre sólo se entiende en su verdadera naturaleza en referencia a lo divino, esto es, en tanto vive en comunión con Aquel de quien es la imagen. Más allá de las diferencias cualitativas entre el hombre y el resto de la creación, que sin duda le otorgan un lugar especial entre los seres creados, su verdadera dimensión humana, su dignidad sólo proviene de la relación con su Creador. Para Lydia, a diferencia de lo que afirman los diferentes humanismos, es imposible ser hombre en el sentido pleno del término si no es en relación con Dios.

5. Desde el principio el hombre es colocado bajo la bendición divina. Lejos de ser creado para servir a los dioses y hacer el trabajo que a ellos les resulta penoso, el hombre recibe desde el principio la bendición de la procreación, el trabajo y la provisión de alimentos. Tras el mandato “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra” se encuentra la bendición que supone participar en la obra creadora de Dios al engendrar un nuevo ser que es portador de la “imagen de Dios” y está dotado de una dignidad inalienable.

6. El hecho de que el hombre sea un ser creado le sitúa bajo la ley de Dios. De lo que se deduce que para el hombre libertad no es sinónimo de independencia. La libertad del hombre, como ser creado, no reside en la posibilidad de transgredir la ley. Por el contrario, “el hombre no es verdaderamente libre sino cuando se adhiere a la Ley de Dios”. Contrariamente a lo que hoy se piensa, Lydia enfatiza que el relato de la creación pone de manifiesto que sólo en el respeto a la Ley de Dios seremos verdaderamente libres, en tanto que la elección autónoma de lo que está bien y el rechazo de los límites que impone el mandamiento divino nos conducen hacia la muerte.

7. Aborda también Lydia el carácter social del hombre. La conocida frase “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2:18) implica que “el hombre necesita otro ser semejante para poder vivir plenamente su humanidad”. El relato de la creación añade además una precisión importante: “la alteridad del hombre es una mujer”, y viceversa. A partir de aquí, Lydia analiza la relación entre el hombre y la mujer, sus respectivos roles y su unión íntima y plena en el seno del matrimonio, cuya consumación más plena se alcanza en el ejercicio de la sexualidad. Algunas de sus afirmaciones en este tema pueden resultar sorprendentes hoy, muy especialmente si tenemos en cuenta que están formuladas por una mujer con una vasta formación en física, matemáticas, filosofía y teología y con gran reconocimiento nacional e internacional.

8. Termina Lydia analizando el significado del “descanso” de Dios en el séptimo día de la creación. Además del sentido convencional que se da al descanso de Dios en el séptimo día como referente del establecimiento del descanso sabático (Ex 20:8-11; 31:12-17), Lydia desarrolla otros aspectos sumamente interesantes. Sugiere Lydia que el reposo de Dios subraya la perfección de la creación y, por ende, que este séptimo día, del que no se nos dice que “fuera la tarde y la mañana”, equivale al conjunto de toda la historia. Es el tiempo en el que Dios, en su providencia, cuida de la creación y “mantiene la existencia del mundo según las estructuras creadas, ya fundadas y estables”. El hombre, creado en la “vigilia del Sabbat”, “se descubre receptor y no actor de su condición”, lo que resulta profundamente liberador, pues no “debe justificar su existencia sino es por el amor recibido del Creador”.

En definitiva, Lydia, partiendo de los dos primeros capítulos de Génesis, analiza algunas de las consecuencias más importantes derivadas de la fe en un Dios Creador y se interesa por diversas facetas de la condición humana en la convicción de que “estamos llamados a dejar que la fe moldee nuestra vida en todos sus aspectos”.

Como decíamos al principio, debemos dar la bienvenida al libro de Lydia, que lejos de centrarse en debates a menudo estériles, nos acerca al “objetivo más solemne de la doctrina de la creación: abrir nuestra vida, incluso en sus aspectos más sencillos, a la adoración de Aquél para quien y por quien hemos sido hechos”.


Autor: Daniel Casado es Licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid), director y profesor en el colegio evangélico “El Porvenir”, así como secretario del Comité Ejecutivo de los Grupos Bíblicos Universitarios

 

 


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