Casi toda persona de bien tiene entre sus valores el deseo, al menos, de ser justo. Intenta serlo hacia los demás, pero también hacia sí mismo aunque esto, a la vista está, no es tarea fácil para nadie. Porque lo que a unos parece justo, a otros puede no parecérselo.
La justicia está sujeta, entonces y según parece, a criterios personales, a la valoración de cada cual según sus intereses y eso complica de lleno la cuestión, porque nos haría falta, para regirnos, que hubiera un parámetro mucho más tajante, visible, indiscutible, que nos dijera con total claridad si algo es, efectivamente justo, o no lo es.
Los cristianos entendemos que ese absoluto de referencia existe, que hay un Dios que marca lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto… pero somos incapaces de traer esto a la vida cotidiana y aplicarlo a nuestras cuitas de cada día. Lo que sabemos en teoría, que puede ser muy obvio y muy claro “sobre el papel”, es difícil de ser aplicado con igual facilidad a cada una de las dificultades que nos encontramos. Y principalmente esto ocurre porque, aún desde el conocimiento de estas cosas, a la hora de intentar ser justos, incluso desde la mejor de las intenciones, las guías que ponemos en marcha no son solamente las que vienen marcadas por esos absolutos (de hecho, a veces son las únicas que no aplicamos). Muy por el contrario, y esto es un sesgo que los humanos tenemos de manera natural, nuestra inclinación a beneficiarnos a nosotros mismos por encima de los demás pesa muchísimo. De ahí la insistencia (y la dificultad) desde el Evangelio por insistir en amar al prójimo como a uno mismo. Cuesta pensar en una asignatura más difícil que esta para nosotros.
Sin embargo,
quiero dedicar unas líneas a considerar otras maneras en que los humanos ponemos en marcha lo que solemos llamar una doble vara de medir. A pesar de lo que pudiéramos intuir en primera instancia, no siempre beneficia a quien la usa. Muy por el contrario, no son pocas las ocasiones en las que el perjudicado es el propio individuo, porque la doble vara de medir tanto puede beneficiarnos de manera injusta (lo que llamamos, en términos vulgares la “ley del embudo”, es decir, “la parte ancha para mí y la estrecha para los demás”.) como perjudicarnos de manera también injusta. Éste es un error cognitivo muy habitual que llamamos doble estándar. Cuando lo cometemos, la forma en que interpretamos la realidad tiende a perdonar, pasar por alto o ignorar errores en los demás que en nosotros, muy por el contrario, tenemos en cuenta y nos llevan a martirizarnos sin motivo.
Este error de interpretación de la realidad es especialmente frecuente en personas con baja autoestimaque consideran que todos los demás son dignos de una compasión y misericordia de la que ellos no son merecedores. No es nada infrecuente, sino mucho más habitual de lo que pensamos. Pongamos un ejemplo. Cuántas personas que han perdido un ser querido, o se hallan en una situación de separación o de pérdida, a los pocos meses se están obligando a estar bien, aun cuando sospechan que quizá es demasiado pronto para estarlo. A nadie de su alrededor en las mismas circunstancias le exigirían probablemente algo semejante. Sin embargo, lo hacen con ellos mismos. Se muestran fuertes hacia sí mismos en cuanto a las demandas que se hacen y del todo permisivos hacia los demás en la misma situación.
El nivel de carga que esto trae a las personas, como el lector podrá imaginarse, es muy importante.Nadie les exige más que ellos mismos y se someten frecuentemente a niveles de presión insoportables.
Es curioso, a la luz de todo esto, cómo combinamos sin aparente razón de fondo, la exigencia y la permisividad respecto a nosotros mismos y hacia los demás, dando lugar a varias combinaciones:
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Cuando somos fuertes en cuanto a las demandas hacia los demás y también hacia nosotros mismos hablamos de ser exigentes.Las personas de este tipo tienen un alto concepto de la justicia pero intentan ser coherentes no buscando esa demanda sólo hacia fuera, sino también hacia dentro. Sin embargo, ser demasiado exigente no garantiza ser más justo. En muchas ocasiones las demandas son excesivas y sólo cubren una necesidad de control en la persona que puede, incluso, ser patológica.
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Cuando somos permisivos hacia los demás y también hacia nosotros mismos, nuestra actitud es más bien negligente o incluso indolente.Quizá nada nos importa o, como se dice vulgarmente, lo mismo nos da “ocho que ochenta”. Todo vale, las metas son nulas más allá de que cada cual haga, piense o sienta lo que quiera y la persona deja de lado completamente incluso cualquier sentido de la responsabilidad u obligación. Es una postura eminentemente cómoda, muy acorde con los tiempos “pasotas” que vivimos, pero lejos de un sentido cooperativo, solidario o de justicia en ningún sentido.
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En otras ocasiones, como ya hemos comentado, la persona se muestra claramente permisiva hacia sí misma, sus errores, sus caprichos, pero en absoluto de manifiesta igual de abierta hacia los demás. Muy por el contrario, aplica sobre ellos un nivel de presión que peca claramente de injusto e incoherente porque la vara con la que mide a los demás y pretende controlarles es mucho más exigente que la que usa para consigo mismo. Son personas odiadas en la convivencia, porque incluso cuando actúan así simplemente desde la inercia de no haber conocido nunca nada distinto a esto, su base de fondo es el egoísmo o el legalismo. Desprecian el espíritu de la ley para fijarse sólo en la ley misma, que es el medio para ejercer sobre los demás un control que no aplican sobre sí mismos. Expertos en fijar su vista en la paja del ojo ajeno y nunca en la viga del propio, pasan por la vida como si su función constante fuera la de inquisidor. No conocen los conceptos de misericordia o compasión si no es para aplicárselos a sí mismos y son muy resistentes al cambio, porque significa abandonar su posición acomodada para ceñirse a los mismos parámetros en que han ido encorsetando a los demás.
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La cuarta postura, sin embargo, la que proviene de las mismas líneas del evangelio, es muy diferente a las que hemos considerado hasta aquí. La gracia es la esencia del evangelio.Todo cristiano ha sido tocado por ella y eso ha de proyectarse hacia los demás, no en forma de laxitud o indolencia, sino en forma de misericordia, benignidad, paciencia y compasión. En un sentido muy claro, se nos llama a no ser tropiezo para los que están a nuestro alrededor, más aún cuando estas formas de tropiezo puedan alejarles de la fe. Más le valiera al tal, en palabras del mismo Jesús, atarse al cuello una piedra de molino y tirarse al mar. Hasta tal punto se nos llama a tener compasión por el que está al lado: hasta el punto de dar la vida por los amigos, tal y como Él hizo por nosotros. Siendo esta la gracia que hemos recibido, entendemos que el llamamiento que recibimos sea el del servicio a los demás, aun cuando ello implica en la mayor parte de ocasiones negarnos a nosotros y nuestra propia conveniencia. ¿Cómo negarnos desde una postura mínimamente coherente cuando nosotros hemos recibido gracia sobre gracia?
Claro que, como hemos considerado, el tener una posición fuerte hacia nosotros en cuanto a exigencia y más débil hacia los demás puede ser un problema cuando no parte de la comprensión de la gracia y la justicia, pero cuando esa actuación proviene del convencimiento y el disfrute, el agradecimiento y el conocimiento de lo que la gracia ha hecho en nosotros, los resultados son bien distintos. Ya no malfuncionamos en nuestra exigencia por una mala autoestima, ni nos vamos al polo opuesto olvidando a los demás para beneficiarnos sólo a nosotros mismos.
El equilibrio respecto a los demás y respecto a uno mismo es el que tiene como ejemplo a Cristo mismoy Su obra para con nosotros, en que no se aferró a su posición como Dios que era y es, sino que vuelca sobre Él mismo toda la iraque nuestro pecado merecía para proyectar sobre el mundo perdido la mayor dosis de misericordia y gracia jamás concebida. Si esta perspectiva absoluta, radical, un concepto revolucionario de justicia divina, tan diferente a la nuestra, no nos hace cambiar en nuestra consideración de nosotros mismos y los que nos rodean, nada ni nadie lo hará.
Las dobles varas de medir, a la luz de Cristo, no valen ya más. Sólo Su justicia y Su gracia nos pondrán en nuestro justo lugar en el día en que él venga a juzgar todas las cosas.
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