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Preguntas de un niño sobre Dios

Los niños no están cargados como los adultos de prejuicios, sino que tienen una sensibilidad especial hacia lo espiritual
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 03 DE SEPTIEMBRE DE 2011 22:00 h

El verano en nuestro país ha quedado tocado, no cabe duda, por la visita del papa Benedicto XVI, con motivo de las jornadas de la juventud. Nadie queda ajeno nunca a un acontecimiento de este tipo, se sea creyente, católico o laico, simplemente porque pertenece a la esfera colectiva de esta, nuestra España, y ya sea para respaldarlo o para criticarlo en público o en privado, para manifestarse a favor o en contra, todos hemos estado presentes de alguna manera o, mejor dicho, el evento en cuestión ha estado presente en nuestro devenir cotidiano durante unos cuantos días.

No deja de ser curioso que, precisamente teniendo en cuenta que la visita de Benedicto XVI venía a cuento de las jornadas de la juventud, algunas de las anécdotas más llamativas y de más calado mediático, incluso, hayan provenido justo de los más jóvenes: los niños.No sé cuánto énfasis se hace en la infancia en estas jornadas, pero no hay ninguna duda de que en esta ocasión los más pequeños han tenido un papel predominante a raíz de la famosa carta que un niño enfermo de cáncer le hizo llegar al papa. En ella, según se ha sabido por los medios, el pequeño preguntaba a quien, él cree, más debería conocer sobre estos asuntos y le cuestionaba acerca de las razones por las cuales Dios permite el sufrimiento y particularmente en inocentes como él. Tengo, por la manera en que se han dado los acontecimientos, algunas dudas sobre si la pregunta viene motivada exclusivamente de la inquietud del pequeño o si ha recibido “ayuda” interesadamente por parte de los adultos que le rodean. En las motivaciones de los tales, si eso fuera así, obviamente ni me voy a detener. Pero la pregunta no es para nada menor y no ha de descartarse que haya surgido sincera y espontáneamente del razonamiento de este niño. Porque si bien el procedimiento de envío del mensaje puede haber requerido más de una ayuda (los niños están bastante ajenos y poco interesados en los entresijos del complicado funcionamiento del mundo adulto), el contenido está arraigado en la pura esencia de lo que todo ser humano se plantea en algún momento de su existencia.

Los niños tienen, por alguna sorprendente razón que sigue desconcertándonos, la capacidad de dar en el clavo de muchas de las cuestiones que los adultos, por nuestra propia psicología ya “tocada” por los años y nuestras propias experiencias y filtros, tendemos a desvirtuar.En otro orden de cosas, se diría que “los borrachos, los locos y los niños dicen siempre la verdad” y, sólo por esto, merece la pena tener en cuenta lo que dicen, o en este caso, lo que preguntan. No debe sorprendernos, entonces, que un niño pueda hacerse esta pregunta, de la misma forma que se hacen otras muchas, aunque los adultos tendamos a ignorarlas como si fueran tonterías, cuando en realidad están abordando con ellas muchos de los temas fundamentales de la vida.

El acontecimiento que nos ocupa en nuestra reflexión hoy ha tenido repercusión en la opinión pública y de ello se han hecho eco programas de radio y televisión, aunque como siempre pasa, se ha abordado el asunto desde la jocosidad y la irrelevancia, no dando el lugar adecuado, según mi punto de vista, a la trascendencia de la pregunta. Ha sido objeto de tertulia divertida en la línea de que todo padre que quisiera pudiera compartir con el público y los oyentes lo graciosos que son sus niños cuando se les ocurren estas cosas. Pero en ninguno de los que he tenido oportunidad de escuchar he podido percibir ni el más mínimo interés en considerar la cuestión fundamental que el niño transmitía a Benedicto XVI, que era compleja, ya que incluía desde la cuestión de si Dios existe, a si es verdaderamente justo y amoroso permitiendo el sufrimiento de inocentes y, por tanto, ante el posible descalabro al que nos lleva este asunto aparentemente, a tener que dirimir si esto no pone en duda que Dios verdaderamente. “Con la que nos está cayendo encima –pensarán algunos- nada más nos faltaba pararnos a pensar en esto. Como si no hubiera asuntos más importantes que resolver”. Pero resulta que no hay nada más urgente y trascendental que resolver, porque ¿de qué nos sirven todos los afanes de este mundo, si perdemos nuestra alma?

Este niño, queriendo o sin querer, con ayuda interesada o sin ayuda, nos vuelve a poner sobre la pista de lo verdaderamente importante. Porque si nos paramos a pensarlo detenidamente, por muchos problemas que tengamos aquí, que los tenemos y grandes, en el fondo, lo que nos sigue importando y teniendo en jaque es nuestra propia alma. Si en estos momentos de crisis económica nos encontráramos frente a la muerte misma (que no ronda tan lejos de nosotros aunque queramos mirar para otro lado), todo adquiriría un muy secundario lugar entre nuestras prioridades porque lo más relevante sería qué va a ser de nosotros por el resto de la eternidad.

Cuando pienso en las intervenciones de muchos de los padres que he escuchado en los programas que mencionaba con anterioridad, que no pasaban en ningún caso en sus consideraciones de un “Qué gracioso es mi niño, mira qué cosas se le ocurren”, viene a mi mente la llamada de atención que el propio Señor Jesús hacía a sus discípulos recordándoles que de los niños es el reino de los cielos y advirtiéndoles que ellos son los que están más cerca de ese reino, precisamente por sus características particulares en la infancia. Los niños no están cargados como los adultos de prejuicios, sino que tienen una sensibilidad especial hacia lo espiritual. Enternece, emociona y sobre todo hace pensar cuando uno contempla el interés con que los pequeños quieren indagar sobre ese mundo que les trasciende, que va más allá de sus sentidos, pero que perciben con la misma claridad que el que les rodea, material y tangible, pero también efímero y pasajero. Los niños son mucho más conscientes del bosque, aunque a los adultos nos parezca que no tienen nada que enseñarnos, y no se pierden siempre en lo inmediato, en el árbol mismo, como nosotros creemos. Quien cree que los niños sólo tienen “ocurrencias” y ya está sobre estos temas, se equivoca de pleno porque, insisto, no de balde el propio Jesús tuvo que dar un toque de atención a los que daban por menos a estos chiquitines y, con ellos, a todas las lecciones sobre las que invitaban a reflexionar.

Los adultos no podemos acercarnos a esta realidad si no es desde una actitud humilde y sencilla, como la de los propios niños. Hemos de dejar de mirar alrededor por un momento, dejar de escuchar nuestras propias teorías sobre la vida, que no están más que teñidas de filosofía barata en tantas ocasiones y empezar a leer entre líneas lo verdaderamente importante. Que los niños se acercaran a Jesús (y lo sigan haciendo) ya es, de por sí, una gran lección. Es algo que los adultos hemos descartado porque lo vemos obsoleto, pasado de moda. Nosotros, sabios en nuestra propia opinión, venimos ya de vuelta de todo esto. Pero Dios no pasa de nosotros y sigue esperando con los brazos abiertos que nos acerquemos a Su regazo a considerar Sus cosas en primer lugar y por encima de todo. Atrás queda lo secundario: los juegos, lo momentáneo, incluso los padres, que son la esencia de la vida de cualquier pequeño sano y normal. Jesús de niño ya se ocupaba en las cosas de Su Padre en los cielos para sorpresa de Sus padres en la tierra, que no eran capaces de vislumbrar, desde el miedo del todo lógico y comprensible a perderle, que lo importante iba mucho más allá de lo visible al ojo humano.

Ver en un niño convicción de pecado desde edades muy tempranas verdaderamente conmueve cuando lo tenemos delante y somos sensibles a estas cosas (esto, por cierto, pone en jaque el planteamiento de la carta del protagonista de estos días en las jornadas con el papa, porque parte de la base de la inocencia del ser humano, sin tener en cuenta que incluso los niños vienen teñidos por la mancha del pecado, por muy impopular que sea decir esto). Personalmente he tenido la oportunidad de verlo y en esos momentos lo único que trae consuelo y descanso al corazón de ese pequeño es la seguridad de que hay un Dios que perdona. No es papá o mamá quien lo hace. Eso no es suficiente porque la ofensa no es sólo a ellos. Los niños son conscientes a un cierto nivel de una existencia y un ser superior a lo que puede verse y palparse.

Alguno de los niños de los comentarios que se escuchaban estos días atrás en los programas se preguntaba qué había antes de que el mundo fuera creado, o le preocupaba cómo se sentía Dios cuando veía las cosas que pasan en el mundo, o hacía preguntas sobre la eucaristía que sólo conseguían sacar una carcajada de sus padres, mucho más ignorantes que ellos, pero nunca una reflexión profunda acerca de los asuntos sobre los que sus hijos les estaban pidiendo explicaciones. Porque los niños demandan de los adultos que les rodean respuestas sobre lo espiritual, y los adultos estamos obligados a dárselas, pero difícilmente podemos hacerlo y hacerlo bien cuando nuestras propias conciencias están cauterizadas y nuestros ojos están bien lejos de lo invisible y trascendente. Creo con profunda tristeza que ni siquiera los creyentes, sabedores de lo que hemos conocido y a qué precio hemos sido comprados, damos a este asunto el valor ni el lugar que le corresponde. No dar respuestas, no buscarlas siquiera, intentar apartar a los pequeños de estas consideraciones o minimizarlas, como si de la boca de un tonto surgieran, son impedimentos que ponemos a que esos niños se acerquen al Señor de Señores, que no es ni el papa ni ningún otro hombre sobre la Tierra. Y acerca de esto, no nos quepa duda, tendremos que dar cuenta.

No tengo idea de cuál ha sido la contestación del papa a la petición del chiquitín, pero no pensemos que entregarle la carta es el final de la historia. La anécdota ya no aparece en los diarios. Los días de la visita del papa a nuestro país pasaron, el revuelo por lo inmediato, los flashes y las cámaras también. Pero las cuestiones vitales, las que están arraigadas en el corazón del hombre desde su infancia y que salen a flote cuando nos permitimos trascender lo obvio, el aquí y ahora según nuestros propios sentidos, permanecen y nos siguen poniendo ante la realidad ineludible y última, fundamental e irrelegable: ¿Tienes resueltas tus cuentas con el Creador? ¿Le has conocido como el Dios que es, cercano a los que le anhelan?

Ese Dios aún puede ser hallado y hasta los propios niños le buscan.
 

 


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COMENTARIOS

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Anna Maria Cura Barquet
07/09/2011
09:24 h
2
 
Un articulo muy interesante y bien expuesto, gracias Lidia por escribir sobre algo asi porque es delicado. Oigo demasiadas veces a los padres decir: 'Preferimos que elija su religion, si la quiere, cuando sea adulto' pero, es de pequeño cuando debe tener un buen conocimiento de la verdad para que su vida este a cubierto desde ya y pueda 'ELEGIR' a tiempo.
 
Respondiendo a Anna Maria Cura Barquet

Ana María Huck Vangioni
06/09/2011
07:54 h
1
 
¡Bien, Lidia, muchas gracias! Creo profundamente en la sensibilidad y percepción espiritual que ya está arraigada en el alma de cada ser humano desde su nacimiento y aflora con ingenuidad limpia y sincera en la infancia. Antes de cumplir los 5 años tuve plena 'conciencia de pecado' (me había llevado unos lápices de colores de la guardería y mi madre me hizo devolverlos, pidiendo perdón a la maestra), y abrí mi corazón a Jesucristo para que Él lo limpiara, y se quedara conmigo. Tan sencillo, tan real, y tan profundo. Padres, maestros ¡qué tarea preciosa, y qué responsabilidad!
 



 
 
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