Se está preparando en Londres una nueva edición de las Obras Completas de William Shakespeare. El genio de la literatura inglesa, nacido el año 1564, está siempre presente en librerías de todo el mundo y en el corazón de los amantes de las buenas obras.
Exactamente igual ocurre con nuestro Miguel de Cervantes, venido a la tierra en 1547, diecisiete años antes que el dramaturgo de Straford –upon-Avon. Año tras año continúan publicándose nuevos libros sobre Cervantes. Caprichos de la Historia, estos dos grandes genios de la literatura abandonaron la tierra, murieron exactamente el mismo día, mes y año, el 23 de abril de 1616. Cervantes tenía 69 años; Shakespeare, 52.
PROTESTANTE DIGITAL entiende que las obras de quienes han sostenido la prueba de los siglos merece ser recordada con frecuencia. Emerson decía que nuestra admiración por el arte antiguo no es admiración por lo viejo, sino por lo natural.
Cervantes y El Quijote son frecuentemente tratados en esta sección de literatura.
Justo es y justo nos parece dedicar un poco de atención al más insigne de los poetas ingleses. Es lo que vamos hacer en una corta serie de artículos de los que hoy publicamos el primero.
Astrana Marín, que puede decirse ha consagrado su vida literaria a Cervantes y a Shakespeare, tras declararse admirador “hasta la idolatría” de este último, agrega: “Shakespeare no es, como creen algunos, el autor salvaje, grosero y truculento; el lírico instintivo, incoherente y medio insensato que imaginaron Voltaire y Moratín, sino el más prudente, el más sabio, el más consciente y el más armonioso de los poetas… En su obra dramática… acusa un vigor de espíritu, una ejemplaridad, un arte, en fin, tan sobrehumano, que sólo puede compararse con él… el de un español: he nombrado a Miguel de Cervantes Saavedra”
[1].
El mismo Astrana advierte que
para interpretar correctamente el pensamiento de Shakespeare es preciso tener en cuenta sus propias palabras, asomarse a sus escritos y estudiarlos sin prejuicios, con una mente emancipada de extrañas influencias. Las obras de Shakespeare, en feliz expresión de Carlyle, son como “ventanas por las cuales alcanzamos alguna vislumbre del mundo que había en él”.
El olvido lamentable de este principio hermenéutico ha conducido a juicios totalmente inexactos sobre los sentimientos de Shakespeare. Se le ha presentado como indiferente a los problemas humanos, insensible a las realidades espirituales del alma y despreocupado de las responsabilidades que tiene el individuo en cuanto a criatura racional en un mundo creado por Dios.
Paul Dottin llegó a escribir: “Jamás exploró Shakespeare los rincones secretos del alma”
[2].
La debilidad de estas opiniones se pone de manifiesto con sólo leer las obras del dramaturgo. Como lo dice
Víctor Hugo: “Toda la vida es un secreto, una especie de paréntesis enigmático entre el nacimiento y la agonía, entre el ojo que se abre y el ojo que se cierra. Shakespeare vivió con la inquietud de este secreto. Lucrecio existe, Shakespeare vive. En Shakespeare, los pájaros cantan, los campos verdean, los corazones aman, las almas sufren, las nubes pasean; hace frío, calor, cae la noche, pasa el tiempo, los bosques y las personas hablan, el vasto sueño eterno flota… En Shakespeare hay tragedia y comedia; la magia, la canción, la farsa, la inmensa risa divina, el terror y el horror y, por decirlo todo con un nombre, el drama. Toca los dos polos: el Olimpo y el teatro de la feria. No deja atrás posibilidad alguna. Abordando la obra de este hombre percibimos como si un gran viento soplara de la abertura de un mundo. El brillo del genio en todos los sentidos, éste es Shakespeare”
[3].
Carlyle, con fogosa pasión literaria y arrebatador patriotismo que estaba dispuesto a renunciar al Imperio de las Indias antes que a la gloria de haber tenido Inglaterra un Shakespeare, nos decía en 1840 que el dramaturgo de Stratford había sido Profeta y Sacerdote. “Fue un Profeta a su manera –escribe Carlyle-; con una videncia análoga a la profecía, aunque de otro género. También a este hombre le parecía divina la naturaleza”. Y más adelante: “Hemos dicho que el Dante fue el Sacerdote melodioso del Catolicismo de la Edad Media. ¿No podríamos decir que Shakespeare fue el Sacerdote más melodioso aún de un verdadero Catolicismo, de la “Iglesia Universal” del futuro y de todos los tiempos?”
[4].
El profesor de la Sorbona,
J.F. Fort da la razón a Carlyle y dice que, en tanto que el Imperio de las Indias ha dejado de existir como colonia inglesa, Shakespeare “se ha convertido en una institución nacional, en un dogma patriótico, en una segunda Iglesia Establecida. Tiene su ciudad santa y su santuario, sus peregrinaciones, sus ceremonias litúrgicas, su iconografía; tiene sus fieles, sus fanáticos, sus teólogos, sus casuistas, sus herejes, sus cismáticos y sus simoníacos”
[5]. Y
T.S. Elliot llegó a decir que las obras de Shakespeare son como un texto sagrado para esa multitud de fieles y de infieles que defienden o combaten al dramaturgo inglés; algo así como una Biblia
[6].
[1] Astrana Marín en la Introducción a las OBRAS COMPLETAS de Shakespeare, Madrid 1951.
[2] Paúl Dottin: LA LITTERATURE ANGLAISE. Paris, 1952.
[3] Citado por Jean Paris, SHAKESPEARE PAR LUI-MÉME. Paris1954.
[4] Tomás Carlyle; LOS HÉROES. Barcelona, 1946.
[5] J.B. Fort: SHAKESPEARE DEVANT L´OPINION, en TEATRE COMPLET DE SHAKESPEARE. Paris, 1961.
[6] T.S. Elliot, en su introducción a la cuarta edición de THE WHEEL OF FIRE. Londres, 1949.
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