La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) anunció que
reliquias del beato Juan Pablo II arribarán el 17 de agosto a la ciudad de México, van ser exhibidas por varios días en la urbe y a partir del 25 del mencionado mes, las pertenencias de quien fuera Papa van a ser llevadas en “una peregrinación que se extenderá por cuatro meses a través del país” (nota de Carolina Gómez Mena,
La Jornada, 6/VIII).
Reliquia es la parte del cuerpo de un santo, y/o aquello que, por haber tocado ese cuerpo, es digno de veneración, nos dice el
Diccionario de la lengua española.
Sobre todo en la Edad Media el incremento de la veneración a las reliquias alcanzó niveles delirantes. Así se rendía culto al instrumento con el que se efectuó la circuncisión al bebé Jesús, espinas de su corona, gotas de la leche de María, astillas de la cruz en la que fue crucificado, restos de su cordón umbilical, la cola del burro en que entró montado a Jerusalén, el mantel que cubrió la mesa de la última cena que tuvo con sus discípulos y la copa de la que bebieron vino, sus sandalias y hasta sus pañales.
De esos, y otros objetos insólitos, sus poseedores nunca explicaron convincentemente la procedencia. Simplemente afirmaron que eran verdaderos y la veneración popular hizo el resto para convertirlos en centro de adoración. Pero no nada más objetos vinculados a Jesús recibieron ese trato, sino que otros que tuvieron contacto con santos y santas de la Iglesia católica fueron exaltados a la categoría de milagrosos.
La novela de Noah Gordon, El último judío, que tiene como marco la expulsión de los judíos de España y el férreo control ejercido por la Inquisición, inicia con un asesinato que el sacerdote Sebastián encarga aclarar al médico Bernardo Espina. La persona privada de la vida con gran violencia es un joven de quince años, Meir Toledano, hijo de “uno de los mejores plateros de toda Castilla”. El padre del muchacho había recibido el encargo, por parte del prior, de fabricar un “relicario de plata y oro repujados” para guardar en él una reliquia muy valiosa: un fragmento de fémur, perteneciente a santa Ana, la madre de la virgen María. El médico, sorprendido expresa que no puede ser posible, a lo que el sacerdote le revira: “Sí, lo es, hijo mío. Certificado por aquellos que tratan de estos asuntos en Roma y enviado a nosotros por Su Eminencia el cardenal Rodrigo Lancol”. Gordon recrea con maestría las supersticiones predominantes en España bajo el reinado de Fernando e Isabel, entre ellas, la posesión de reliquias cuyo extraordinario valor descansaba en supuestos vínculos directos con Jesucristo.
Reyes y príncipes medievales pugnaban por hacerse del mayor número de reliquias que les fuera posible. Sobre todo de objetos considerados sublimes, envidia de quienes no los tenían entre su inventario de propiedades sagradas. Al amparo de las reliquias contingentes militares se lanzaron a la guerra, ya fuese para protegerlas de los infieles o para recuperar tesoros preciados como el llamado Santo Sepulcro.
Federico el Sabio, príncipe elector de Sajonia, y protector de Martín Lutero contra Roma, era conocido por contar con infinidad de reliquias. La veneración de ellas recibía un trato especial el primero de noviembre de cada año, el Día de todos los Santos, en la capilla del castillo de Wittenberg.Se oficiaban misas extraordinarias y el pueblo desfilaba para ver los relicarios que contenían las piezas orgullo de Federico.
Precisamente en la puerta de la capilla del castillo de Wittenberg fue donde, el 31 de octubre de 1517, Lutero clavó sus 95 Tesis contra las indulgencias.Las críticas y propuestas del monje agustino desatarían un movimiento que sacudió a la Iglesia católica. Por razones más políticas que religiosas, el príncipe elector de Sajonia evadió sagazmente entregar a Lutero en manos de sus perseguidores romanos.
De regreso a las reliquias viajeras de Juan Pablo II, nos enteramos mediante la información dada por Carlos Aguiar Retes, presidente de la CEM, y Víctor René Rodríguez Gómez, secretario general del mismo organismo, que los objetos en procesión durante cuatro meses son catalogados como de primer grado y “consisten en una cápsula que contiene sangre del beato, la cual se expondrá a la veneración pública acompañada de una figura de cera del pontífice fallecido en 2005, la cual estará revestida con los distintivos pontificios”. También llamaron a que se haga de “este acontecimiento [la peregrinación de las reliquias) una gran oportunidad para profundizar el legado que dejó Juan Pablo II”.
Sin duda que la popularidad de Juan Pablo II entre gran parte del pueblo mexicano augura un buen éxito al periplo de sus vestigios. Frente a quien le sucedió en el cargo papal, Joseph Ratzinger, el actual Benedicto XVI, el pontífice de origen polaco lo supera ampliamente en el imaginario de los católicos mexicanos. Karol Wojtyla supo aprovechar muy bien a su favor las posibilidades que le dieron los
mass media para difundir su persona y mensaje. Por su parte Benedicto XVI no ha sabido cómo levantar los ánimos de la grey católica como lo hacía su predecesor.
Juan Pablo II visitó México en cinco ocasiones. En cada una de ellas los medios periodísticos, particularmente los televisivos y radiofónicos, realizaron costosas producciones al estilo de los más deslumbrantes shows musicales. Las giras mexicanas tuvieron abundantes patrocinadores, y se llegó a situaciones donde la mercadotecnia sin rubor alguno lanzó productos con la imagen del obispo de Roma como aquellas frituras llamadas “Las papas del Papa”. ¿Podremos considerar a una de esas bolsas que algún feligrés guarda celosamente como una reliquia?
En los veintisiete años de su papado Juan Pablo II tuvo como uno de sus principales intereses a Latinoamérica, dados los millones de personas que se reconocían como católicos. En ese contexto, México tuvo un lugar privilegiado en los constantes periplos del también llamado Papa viajero. Las multitudes que seguían los eventos encabezados por Juan Pablo II llevaron al optimismo a la jerarquía católica mexicana. Vislumbraban en tanto entusiasmo popular un renacimiento del catolicismo.
Lo cierto es que durante el largo periodo de Juan Pablo II las preferencias religiosas de la población del país se diversificaron. Los últimos cuatro censo generales muestran fehacientemente el descenso porcentual constante del catolicismo en México. Las cinco visitas del personaje no pudieron evitar el descenso de la institución encabezad por él. ¿Será que la peregrinación de sus reliquias sí hará el milagro?
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