Lo primero que nos encontramos es que
la declaración tan común de que el Protestantismo tiene como seña de identidad la separación entre Iglesia y Estado, no es evidente, ni mucho menos. En no pocos casos es todo lo contrario. Conviene recordar que incluso los términos tienen matices anacrónicos. Trasladamos la realidad de nuestro tiempo a una época que vive y se vive a sí misma en otros parámetros.
Es cierto que la proclamación de la Reforma siempre fue “separar”, liberar, al Estado de la iglesia papal; sacarlo de la jurisdicción de la corona imperial del Vaticano. En ese sentido, supuso un empuje claro al creciente “nacionalismo”. La Reforma no sólo plantea un cristianismo liberado, sino también la “liberación” de una esfera hasta entonces poco definida: el Estado Pero cuando eso se ha logrado, ya no es tan evidente que luego ese Estado esté “separado” de la iglesia, en algunos casos, de “su” iglesia, pues se convierten en iglesias “nacionales” al tiempo que se afirma la nación particular. Los nuevos Estados pagan a los clérigos y protegen a “su” iglesia, y no pocas veces, persiguen a las demás (con la aprobación teológica de, para otros temas, prestigiosos pastores). Desde Escocia, Alemania, o las colonias americanas tenemos muchos, demasiados, ejemplos.
El mismo apelativo “protestante” nace como un acto cristiano “político”, no teológico. Los documentos confesionales protestantes siguen el mismo camino. Desde la Confesión de Augsburgo a la de Westminster, son productos políticos; con un valor religioso y de expresión teológica, sin duda, pero políticos. Luego tenemos las proclamaciones anabaptistas, hay de todo, pero algunas son excelentes por su clara referencia bíblica, pero para llevarse a cabo necesitan la “aceptación” del Estado;
más que una separación del Estado, proponen realmente una separación “del mundo”, en el que incluyen al Estado, pero, paradójicamente, necesitan que el Estado aplique sus propuestas, las cuales, en la mayoría de los casos, no sirven para una sociedad “secular” más allá de los límites de su siempre pequeña y localizada comunidad de “santos”. (Es una manera de ver el asunto, ya lo dije en otro artículo, a veces se debe considerar al Estado como expresión de la bestia destructora de Apocalipsis 13, pero también se debe tener en cuenta que existe una modalidad reconocida en Romanos 13, y no es lo mismo).
Todo ello no impide afirmar que es en el Protestantismo donde se dan los elementos necesarios para el ulterior desarrollo de la teoría y explicación de lo que podríamos llamar el Estado democrático moderno, con su separación entre las dos esferas, la política y la eclesial. Léanse los tratados sobre la materia, y se encontrará un buen número de textos fundamentales escritos no sólo por protestantes, sino como expresión de esa fe.
El punto esencial en esta cuestión es reconocer que ni la Iglesia ni el Estado son espacios de salvación, ni siquiera de santificación. Esto no es tema menor, si no se entiende adecuadamente, siempre desvía la correcta función tanto del Estado como de la Iglesia.
Decir que el Estado no es el espacio de salvación, para muchos será algo evidente. No siempre lo ha sido. Pero afirmar lo mismo de la Iglesia es algo más difícil de aceptar. Se trata de no contemplar hoy “espacios” determinados, sólo la persona y obra de Cristo, el Mesías. Otro modo de acercarnos al tema es contemplar que donde se pretenda que hay un espacio de salvación (o santificación), allí, tras la resurrección de Cristo, éste no se puede encontrar, a menos que se le merme en su función de Salvador perfecto. Si en el espacio de salvación eclesial se encuentra un “Cristo”, éste será siempre ídolo, creación humana. Tal es el caso de la iglesia papal, que lo tiene secuestrado a su disposición, para darlo, ofrecerlo, ocultarlo, o exponerlo, como hace en algunas fechas y circunstancias especiales. Hubo una época en la que sí existía un espacio de salvación y santificación: la República de Israel (luego la monarquía) con sus leyes y santuario. Fuera de ese espacio no existía medio de salvación. Cuando vino el Mesías, cumplió perfectamente todo el significado simbolizado en los ritos, sacrificios, ofrendas, fiestas, etc. Ahora él nos ha “sacado” del espacio religioso y político que, debiendo confesarlo y recibirlo, lo ha vomitado y elegido en su lugar un criminal, convertido así en espacio de esclavitud. Y nos lleva a una nueva “tierra”, a una nueva creación: nosotros somos esa nueva creación (según Dios, en la justicia y santidad de la verdad, Cristo en vosotros), primicias de la nueva creación cósmica, que gime en esperanza de la manifestación de los hijos de Dios. La Escritura es perfecta, la obra de Cristo es perfecta, al “estar en nosotros” nos declara “santos, justos y sin mancha”, pero en nuestra historia temporal siempre estamos en camino, hacia la meta, progresando, “reformándonos”, en la lucha de la carne y el Espíritu, haciendo morir lo terrenal en nosotros.
Lo que ahora organizamos para nuestra convivencia cristiana, siempre es relativo, circunstancial, pobre. Eso vale también para nuestra conformación del Estado. Siempre relativo, siempre mejorable, siempre de camino. Cuando el Estado o la Iglesia quieren ser espacios de salvación (el Estado secular tiene su propia “salvación”, la cual proclama como el sustento jurídico de su existencia: sin el Estado estaríamos “perdidos”), imponen de necesidad su jurisdicción sobre todas las demás esferas de la sociedad, a las que conceden libertad sólo como elementos que funcionen para el “bien de la sociedad”, es decir, de lo que el Estado o la Iglesia entiendan como tal bien; de lo contrario serán elementos que tienen que ser suprimidos o “reeducados”, sean políticos o religiosos. Esa es la Historia de la Humanidad.
Pero ahora ha venido el Mesías, el Cristo, como Señor sobre su casa, la cual casa sois vosotros, templos de su Espíritu. Entonces podemos acercarnos al Estado y a la Iglesia; ahora, sin ser espacios de salvación, nos los encontramos en su debido lugar. Cada uno en su función. Porque es evidente que la Iglesia tiene su función: anunciar al Mesías como Salvador perfecto. Y otras, claro está. También el Estado tiene las suyas. Pero no son espacios de salvación. Liberados de esas cadenas (que comienzan con Caín y su sociedad de salvación humana, con su ciudad, su religión, su Estado y su Iglesia, pero fuera de la presencia de Dios), relativizados, ahora son el campo de la ética cristiana en el mundo. Es evidente que con ello me refiero también a la Iglesia. Ahí vivimos nuestro cristianismo, nuestra manera de vivir en obediencia a Cristo. La Iglesia, pues, creo que siempre tiene que ser anuncio del Redentor, de su obra perfecta, que él dispone como quiere, como el Señor. Cuando vas a una iglesia, a su culto o actividades, y te encuentras “con la iglesia”, con todos sus datos, su historia, su teología, sus costumbres, y no ves, no te ponen delante a la persona y a la obra del Mesías, para que te vayas con él, puedes estar seguro de que te encuentras en una iglesia (aunque sea un minúsculo grupo) que se asume como espacio de salvación, o de santificación; que piensa que la santidad consiste en sus obras. Con ese modelo de Iglesia no se puede discutir de separación de Iglesia y Estado.
Podríamos hablar de las posturas de Lutero sobre el Estado y la Iglesia. Con sus afirmaciones extrañas, su percepción del final de la historia en sus días, con él como parte activa, con su visión de futuro donde ya no habría iglesia papal, con sus contradicciones. Podríamos ver a Zwinglio, con su teoría del Estado peculiar, con su casco y su escudo en el campo de batalla.
Especialmente nos tendríamos que parar en la formidable exposición de Calvino, que siguiendo su tiempo en discurso y cosmovisión, sin embargo, por su cercanía al texto bíblico, nos da ya las claves del desarrollo ulterior de la realidad del Estado y de la Iglesia. Con sus errores, con sus aciertos, pero afirmando la proclamación revolucionaria de que el Reino está, que la Iglesia está, ahora, aunque se cerrasen todos los templos cristianos del mundo. Con su discurso unido a su tiempo, creo que en él está ya dispuesta la enseñanza de que el único espacio de salvación y santificación es la cruz, la persona, la obra del Redentor.
Con esta premisa, podremos encontrarnos en otra ocasión para estudiar, por ejemplo, a algunos autores protestantes claves en la historia de la ciencia política. Es evidente que tenemos todo un camino por delante. Siglos de Historia con los Estados y las Iglesias bajo las garras de la Bestia Estatal y Eclesial, ahora tocan a su fin. Es el tiempo de la libertad. Un Estado libre, una Iglesia libre. Un Único Salvador y Señor delante de quien se doblará toda rodilla.
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