Lo usé para calentarme las manos mientras me acercaba a la viuda. Jamás había estado en un funeral, a pesar de mis treinta y cuatro años; siempre había eludido semejantes compromisos. Mis padres, ya mayores, tampoco habían querido enfrentarme de niño con la imagen del cuerpo presente. Ni tan siquiera cuando mis abuelos fallecieron, pues me consideraban demasiado inocente para entender la muerte.
Por lo demás, mis escasos allegados y amigos se habían mantenido vivos, sanos y lejos de las desgracias que yo tan solo conocía por las noticias. Devenires del destino, enfermedades crueles y fulminantes, negligencias fatales, crímenes pasionales. ¡Había tantas formas de perder la vida que casi parecía un milagro conservarla! Y eso considerando que, en mi mundo de comodidades, no existían los terremotos, ni las guerras, el hambre extrema ni la pobreza desgarradora.
-¿Genaro?- Una voz conocida a mis espaldas.
-¡María! ¡Qué alegría verte!
-Pensé que no vendrías. Ya sabes, como siempre decías que eras “alérgico a los dramas”.- Rió levemente, arrepintiéndose enseguida.
-Y lo sigo siendo.- Bebí un sorbo de aquel café insípido.- Pero Arturito se merecía que estuviera aquí y mucho más.
-Es verdad. Gran compañero y amigo.
Callamos ambos.
-¿Le has dado el pésame ya a Sonia? – Preguntó María, cauta.
-A eso iba.
Seguí avanzando, entre los presentes ataviados de negro y de congoja. En el otro extremo se hallaba el féretro con la tapa abierta y rodeado de coronas de flores. Cuatro cirios de más de un metro custodiaban sus cuatro esquinas, erigiéndose sobre sendos candelabros de forja labrada. Apenas tres cuadros en las paredes desnudas, con imágenes del buen pastor, Jesucristo, llevando en sus brazos a la oveja hallada.
-Sonia, te acompaño en el sentimiento.- Toqué su hombro.
-Disculpadme, por favor. Es un amigo de Arturo.- Despidió a tres mujeres que la rodeaban y me llevó tres pasos más allá.- ¿Qué haces aquí? Podrías haber tenido la decencia de quedarte en tu casa.
-¿Decencia? Estás muy equivocada si crees que me conoces. – La agarré del brazo y me acerqué a su oído.
-Claro que te conozco. Suéltame o hago un escándalo aquí mismo.
-¿De verdad? – Pregunté irónico.- No creo que te atrevas.
-En cambio, tú siempre has tenido muy poca vergüenza. Vete.
Nos miramos durante unos segundos eternos. Sus ojos estaban llenos de furia, pero también de dolor, de cansancio, de nostalgia. Desvié la vista un instante, por encima de su hombro, y descubrí el rostro de Arturo, pétreo y blanco. Ella, advirtió mi hallazgo y espetó sarcástica:
-Te presento al primer muerto que visitas.
No respondí, tan solo di unos pasos y me situé frente a él. Era como una marioneta de Arturito, hecho de cera, con gesto sereno. Demasiado repeinado para mi gusto, él siempre lograba dar un aspecto cercano a los mechones que caían sobre su frente. Había resultado encantador trabajar con él. Su escritorio se situaba frente al mío y no había día que no me contagiase su mansedumbre y su cercanía. “Genaro, tienes que animarte” solía decirme. Tengo que reconocer que, en el fondo, le envidiaba. Quería tener su don de gentes y su facilidad de palabra. La celeridad y pulcritud con la que entregaba los proyectos, se me antojaban inigualables. Sin embargo, me resultaba imposibleodiarle. Intenté tratarle con desdén en varias ocasiones, pero insistía en devolver bien por mal. No se cansaba de esperar lo mejor, de dar nuevas oportunidades. Y mientras, yo, hastiado de tanta virtud, atesoraba sentimientos ambivalentes en mi corazón, en contra y a favor de él, de rivalidad y admiración.
-Te he dicho que te vayas.- Sonia me sacó de mi ensimismamiento.- Lo nuestro se acabó hace mucho. Jamás volveré contigo.
-No es eso por lo que he venido.- Herí su orgullo, pero lo disimuló perfectamente.- He venido por él.
-¿Por él? ¿Qué clase de amigo...?- Musitó en un tono aún más bajo.- ¿Qué clase de amigo se acuesta con la mujer del otro?
-¿Pretendes llamarme traidor? ¿Y tú no le traicionaste también?
De nuevo la mirada de odio, pero la respuesta vacía.
-Haz lo que quieras.- Respondió al fin.- No pienso discutir más contigo. No vas a robarle el protagonismo.
Me senté en una de las decenas de sillas que rodeaban la sala, dejando libre el espacio central para que conversaran de pie los asistentes. Los camareros se paseaban, como sombras silenciosas, entre el murmullo reinante y el humo de varios cigarrillos. Sonia estaba hermosísima. Aún sin maquillaje ni aderezos. Recordé entonces la primera vez que la vi. Vino a la oficina, porque a Arturito se le había olvidado el móvil en casa y nos la presentó encantado. “Tiene que ser mía” pensé. Aunque ahora barajo que, tal vez, fue por él y no por ella. Tal vez fue por mí y mis complejos absurdos. Por robarle algo, por ser más que él. Sonia me había rechazado cientos y cientos de veces. En cada cena de navidad, en cada evento de la empresa. Pero no se lo contaba a su marido, no ponía un freno definitivo, por lo que entendí que me invitaba a continuar.
-¿Qué te pasa, Arturito?- Recuerdo que le pregunté al finado una tarde de otoño.
-Discusiones con mi mujer. Tenía que recoger a Sonia en el centro comercial porque está cargada con la vajilla y la cubertería nuevas. Pero acaban de ponerme una reunión importantísima con los franceses, ya sabes lo crucial que es esa cuenta.
-Ya estaba de salida, puedo recogerla yo.- Me ofrecí enseguida.
-¿De verdad harías eso por mí? Tú sí que eres un amigo.
Me entregó las llaves y fue en su coche donde la besé por primera vez. Ella se sorprendió, pero, una vez más, no le puso freno. Cuando llegamos a su casa, insistí en poseerla en la cama de matrimonio. La cama de Arturito. La esposa de Arturito.
-Los del trabajo nos vamos ya.- María se situó de pie frente a mi silla.- ¿Vienes con nosotros a tomar algo?
-No, gracias. Me quedaré un rato más.- Respondí distraído.
-Aunque eres reservado, sé que te duele tanto como a nosotros. Él te apreciaba mucho. Intenta descansar.
Me dio una palmadita y se fue. Cuando los compañeros de la oficina hubieron abandonado la sala, ésta quedó algo desolada. Pude entonces observar a los que permanecían. Muchos, con los ojos enrojecidos, trataban de contener las lágrimas y se debatían entre palabras de aliento y suspiros. Sonia se paseaba de grupo en grupo, siendo abrazada y besada.
Yo también la abracé, y mucho, durante el tiempo que duró nuestra relación y pudo subyugar la culpa. Apenas tres meses, pero para mí los más intensos de mi vida. Luego me dejó, Arturito no se lo merecía, no soportaría la verdad. Era mejor arrepentirse y callar.
Sonia acompañó a la puerta a algunos familiares que se despedían y yo aproveché para acercarme de nuevo al difunto. Qué tranquilo parecía, qué acallada su conciencia. Ya no tenía frío, ni sed. Ya no suspiraba por sueños inalcanzables ni se veía desbordado por la ira. Me estremecí por completo al reconocerme receloso, por ansiar la paz que él ahora disfrutaba. Sus dos hijos, niños aún, lloraban al otro lado del ataúd. Y es que solo hay dos tipos de hombres, los que generan lágrimas sinceras en su funeral, y los que mueren solos y fríos, tal y como vivieron.
Aunque a Arturito se lo llevó un infarto agudo debido a una malformación congénita, no se fue en vano, pues despertó en muchos la idea de rescatarle, en su recuerdo y su ejemplo. Menos yo, maldita sea, que continuaba envidiándole aún estando muerto.
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