Esto ha ocurrido particularmente en la estela de los trabajos de pioneros como Christian Lalive D’Epinay, Walter Hollenweger,Jean-Pierre Bastian, Paul Freston e incluso Pierre Chaunu, quien ciertamente sin hacer estudios de campo aventuró (desde 1965)
una hipótesis que se ha seguido utilizando de diversas maneras: que los pentecostalismos son, en realidad, una forma de “catolicismos de sustitución”,[1]es decir, que muchas de sus prácticas, mentalidades y proyecciones religiosas más bien reciclan o relanzan algunos aspectos de la religiosidad tradicional popular, sobre todo por su marcado carácter oral que lo diferenciaría de los protestantismos “históricos”, tanto por el énfasis en la glosolalia como por las prácticas proféticas y milagrosas.
[2]La extrañeza que supuso, en otra época, analizar estas formas de religiosidad estaba dominada también por un cierto elitismo intelectual que le negó durante mucho tiempo el estatus de objeto de estudio debido a sus características pretendidamente marginales.
Continuar hoy en esa línea de pensamiento no solamente está fuera de lugar sino que, además, no le hace ninguna justicia a la cambiante dinámica de la realidad social.
En otros dos momentos, quien esto escribe, se ha acercado a esta vertiente del cristianismo latinoamericano con el ánimo de dialogar e interactuar con ella en reconocimiento a su importancia en el espectro social de nuestro continente. La primera de ellas, al recordar los cien años de la experiencia de la calle Azusa, en Los Angeles, California, cuna del pentecostalismo “moderno”
[3]y la segunda, en ocasión de la aparición de un libro muy similar al que hoy nos reúne dedicado a otro movimiento pentecostal mexicano.
[4]En ambas oportunidades
tuve muy presente un estudio de los años noventa que, desde la trinchera no pentecostal, propició una mejor comprensión del tema. Me refiero a En la fuerza del Espíritu. Los pentecostales en América Latina, patrocinado por la Alianza de Iglesias Presbiterianas y Reformadas de América Latina (aipral) y el Centro Latinoamericano de Estudios Pastorales (Celep), en 1996.
[5]
Además, son inolvidables las palabras que un creyente pentecostal chileno, estimulado por la supuestamente mayor conciencia histórica de los protestantismos, exclamó en un arranque de sinceridad y profunda autocrítica: “No, hermano, nosotros no tenemos historia, nosotros surgimos debajo de las piedras”.
[6]De la reforma protestante a la pentecostalidad de la Iglesia, de Bernardo Campos,
[7]le otorgó al estudio del tema una dimensión que terminó de completar el diálogo con los pentecostalismos al expandir el horizonte interpretativo.
Lejos ya de las amargas querellas interconfesionales, el reconocimiento de los pentecostalismos como la fuerza religiosa importante de nuestro tiempo amerita estudios y análisis como el que ahora se presenta, más allá de que en ámbitos culturales ha tenido ya repercusión, como en algunas novelas de Hernán Rivera Letelier (
Himno del ángel parado en una pata, El arte de la resurrección), hijo de un pastor pentecostal chileno y uno de los autores más leídos en su país.
[8]
Deyssy Jael de la Luz García se viene a sumar a la nómina de estudiosos del pentecostalismo latinoamericano entre los que figuran autores fundamentales que, desde varias disciplinas, han estudiado este fenómeno.
[9]Ella misma, de fe pentecostal, ha experimentado la exigencia histórica, teológica, metodológica, psicológica, y también, por qué no decirlo, espiritual, de explicarse la trayectoria de la comunidad que la formó.
El movimiento pentecostal en México. La Iglesia de Dios, 1926-1948 (México, Editorial Manda-La Letra Ausente, 2010) suscita muchas interrogantes que pueden alimentar el debate sobre la presencia de estas heterodoxias religiosas en nuestro país y su papel durante los años posteriores a la Revolución, contexto a partir del cual desarrolla su investigación. El profesor Jean-Pierre Bastian, fiel a sus obsesiones, ha señalado muy bien su relevancia en el prefacio:
Su mérito es lograr establecer la relación entre la efervescencia religiosa exógena y el nacionalismo mexicano y, por lo tanto, la prevalencia de los factores endógenos sobre los exógenos, que nos permite entender el pentecostalismo en México como un movimiento no norteamericano. Se reconstruye de manera muy precisa la génesis endógena de una iglesia pentecostal mexicana, articulada primero a las Asambleas de Dios, a partir de 1925, después, a partir de 1941, a la Iglesia de Dios, ambas iglesias norteamericanas, antes de volverse un movimiento religioso independiente en 1946.(p. 11).
En el prólogo, a su vez, César Avendaño resume enfáticamente su apreciación sobre la presencia pentecostal en México:
Si se atiende al señalamiento de que las expresiones organizadas del pentecostalismo corresponden a sectores populares, la deuda con ambos movimientos sociales es clara. Al menos debería reconocerse que los pentecostalismos son deudores, al mismo tiempo que herederos, de las contradicciones que impone la libertad y el derecho colectivo social ganado mediante la Independencia y la Revolución mexicanas, y que adquieren síntesis en los grupos organizados pentecostales que disfrutan y padecen el peso de la historia nacional (p. 14).
El periodo de estudio que abarca el libro, no muy trabajado antes,
se detiene en la observación de una de las modalidades pentecostales más activas, la cual, surgida del seno de las Asambleas de Dios, siguió su propio camino. Estudios previos, como el de
Luis Scott, han demostrado la forma en que esta denominación pentecostal (inevitable conceptualización sociológica para el medio evangélico) ha logrado hacerse de un lugar en la sociedad mexicana. Tenemos así ya un panorama básico de algunos de estos grupos principales: la Iglesia Apostólica de la Fe en Cristo Jesús, con los primeros estudios de Manuel J. Gaxiola, las Asambleas de Dios, con el de Roberto Domínguez, el Movimiento de Iglesias Evangélicas Pentecostales Independientes (miepi), de Gilberto Alvarado López, y ahora la Iglesia de Dios con el que nos ocupa, con lo que ya se conforma un mapa inicial para moverse en medio del enorme abanico pentecostal, que puede abrumar a quienes se acercan a él sin el instrumental suficiente. El concepto mismo de “movimiento” pentecostal, ya desde el título, parecería una apuesta por la no institucionalización de los pentecostalismos, más en sintonía con los inicios del cristianismo, lo cual se expone con un cierto dejo de nostalgia.
Si la laicidad en México influyó en la confinación del estudio de los fenómenos religiosos a la antropología, principalmente, muchos sociólogos e historiadores han sido subsidiarios de esa labor, por lo que esta obra podría decirse que discute seriamente, “desde adentro”, la magnitud del avance y el grado de transformación que han sufrido estas asociaciones religiosas con un matiz socio-teológico muy agradecible.
Asimismo, el libro se ubica en el conjunto de las diversas miradas sobre los pentecostalismos que pueden ser, a veces simultáneamente, interdisciplinarias, interconfesionales (“desde diferentes tradiciones”, p. 34), ecuménicas, teológicas, oficiales y burocráticas, etcétera, algo que en nuestro tiempo tampoco deja de agradecerse, pues esta variedad le ha servido, especialmente a los estudiosos pentecostales la superación del triunfalismo pentecostal de las primeras generaciones y su “anti-protestantismo histórico” que se definía a través de actitudes ligadas a la idea de “salvar al protestantismo?” o de advertir los supuestos yerros del mismo. Mucha gente decía, por ejemplo, que los protestantes históricos estaban “con un pie adentro y otro afuera”, esto es, mitad con Dios y mitad con el mundo.
La introducción permite situarse en el estado de la cuestión con una propuesta novedosa en cuanto al medio mexicano, aun cuando no lo sea para el resto del continente.
Tres aspectos merecen destacarse, el primero de ellos, la forma en que se resumen la visión de la prédica y la práctica pentecostales en la frase: “Cristo salva, sana, bautiza con Espíritu santo y viene otra vez”, que muestra de un solo golpe verbal la doctrina y la praxis de esta nueva forma de ser cristiano no católico, a contracorriente de la mayoría,
segundo, el énfasis tan marcado en el surgimiento de “un liderazgo nacional, prácticas y valores sociales que le dieron legitimidad ante la sociedad e instancias gubernamentales” (p. 23), lo que fue parte de una lucha expuesta con lujo de detalles en los capítulos 2 y 3.
El tercer aspecto es, por supuesto, la centralidad de la figura de David Genaro Ruesga, quien, como parte de su tarea, “tuvo que asumir una postura evangélica nacionalista en discurso y actitud, argumentando que el pentecostalismo era una oferta espiritual acorde a los cambios sociales e individuales, propuestos e identificados como parte del legado ideológico-social de la Revolución Mexicana” (
Idem). En otras palabras, podría decirse que Ruesga tuvo que “convertirse” a dicho legado para poder participar, debido a la época en que ejerció su liderazgo, para participar, casi contra su voluntad, aunque más en línea con los postulados históricos del protestantismo mexicano, en la modernización de las prácticas sociales, aun cuando su liderazgo, como bien recuerda Avendaño: “David Genaro Ruesga no logró asumió en su persona aciertos y errores de la Iglesia que representó, aglutinó sectores marginados y les dio condición de sujetos sociales […], proyectó a la Iglesia de Dios como espacio de resistencia ante la intolerancia”, pero “no logró articular una dirigencia colectiva, ni gestar órganos colegiados” (pp. 16-17). Esto sintoniza muy bien con el modelo caudillista que ha señalado desde hace tiempo Bastian acerca de las dirigencias evangélicas (“jerarquías amorfas”), relacionadas estrechamente con las características de la llamada “familia revolucionaria” que detentó en el poder desde 1929 hasta 2000, mediante una práctica
sui generis de la democracia. Las figuras del pentecostalismo mexicano se sumaron a ese estilo de ser más que teólogos, activistas, y no fue sino con Daniel Chiquete que se renovó lo iniciado con el apostólico Manuel J. Gaxiola. Actualmente, funciona eficazmente una red de teólogos/as por toda América Latina (Red Latinoamericana de Estudios Pentecostales,
www.relep.org).
Además, se destacan las líneas dominantes de doctrina y acción del pentecostalismo “clásico” y la consolidación de una identidad religiosa bien delimitada ante sus referentes “obligados”, el catolicismo y el protestantismo (como le sucedió en la Europa del siglo xvi a los grupos anabaptistas):
Todo ello permite ver al creyente pentecostal como constructor de su propio mundo, agente de cambio en el tiempo y espacio en donde su comportamiento no está forzado para estar a favor o en contra de determinado régimen de gobierno.Sólo se es alguien que ha encontrado en el pentecostalismo un soporte a su identidad, a su vida; aspectos que no pudo encontrar en otras opciones religiosas o en las instituciones emanadas de la sociedad y, en este sentido, las Iglesias han sido los lugares que generan los sentimientos religiosos, mediante los sermones, los cultos, las actividades religiosas y la sociabilización con los “iguales” que dan cohesión, soporte y seguridad a una colectividad frente a otras alternativas religiosas (p. 40).
Es decir, que la persona puede resolver su situación de anomia, sin un obligado vínculo social consciente, aunque sobre la marcha se vaya vehiculando mediante una red de asociaciones de diversos tipos: gremiales, educativas, de barrio, etcétera. Lo que se desarrolla más adelante es el posible tránsito de esta cosmovisión religiosa hacia la realidad social.
El primer capítulo plantea la dinámica del surgimiento y desarrollo pentecostal en Méxicocon el trasfondo del periodo posrevolucionario, en la línea de los trabajos de Gaxiola sobre los braceros que regresaban convertidos a la nueva fe y se esforzaban por hacerla crecer. Deyssy Jael de la Luz consigue hacer dialogar los puntos relevantes de dicho crecimiento con los avances constitucionales para hacer valer la libertad de culto, escenario en el que anteriormente no se había considerado la participación pentecostal. El capítulo no esconde la evidente vertiente conservadora de los liderazgos pentecostales pues no escaparon a las oleadas de fundamentalismo propias de las denominaciones que les habían dado origen. Entre 1905 y 1921, los promotores del movimiento pentecostal autóctono enfrentaron una fuerte oposición que ya habían conocido los demás grupos protestantes y encarnaron los logros numéricos y sociales resultado de las llamadas “misiones de fe”, en cuya definición entran muchos de los movimientos externos. No se olvide que en 1914 se reagruparon las misiones históricas repartiéndose el territorio nacional mediante el famoso “Plan de Cincinnati”, en el que no figuraron los pentecostalismos.
Lo que sí resulta un tanto esquemático es establecer una de las diferencias con los demás protestantismos como lo muestra esta cita: “…cuando el pentecostalismo se insertó en tierra mexicana, el terreno ya había sido abonado por estas iglesias que, a diferencia de las pentecostales, se habían establecido cerca de las vías de comunicación aprovechando los recursos y condiciones sociopolíticas del lugar para su movilización.
Lo que harían ahora los pentecostales sería la continuación del proyecto de regeneración moral versus protestante bajo otros esquemas doctrinales, estrategias de conversión y modelos de organización eclesiásticos” (p. 53, énfasis agregado). O este proyecto lo abandonaron los protestantes, casados con el modelo de pensamiento liberal de la Revolución, o ahora lo retomaron las nuevas cruzadas a en contra del aborto, tipo Pro-Vida y afines… Porque hay que recordar que el “discurso regenerador” de los protestantismos en realidad no cambió y que sus sectores más proselitistas se vieron a sí mismos como “los verdaderos revolucionarios” en los años sesenta y setenta.
Hay también un paralelismo entre misioneras como Anna Sanders (una de las “madres” del pentecostalismo mexicano, junto a Romanita Carvajal de Valenzuela) y alguien como Melinda Rankin, figuras que ejercieron y anticiparon los liderazgos femeninos protestantes sin prever su anulación o sustitución posterior, dentro de un marco analítico que coloca estas presencias como un factor que se ha encaminado de maneras diversas, sin darle un reconocimiento generalizado.
El segundo capítulo podría resumirse diciendo que es un intento por armonizar la teología pentecostal con su práctica previa y de experimentar la democratización del carisma del Espíritu Santo en medio de una pugna ideológico-política inconsciente dirigida contra el autoritarismo anti-democrático paralelo al de los gobernantes posrevolucionarios.Como ya se dijo, uno de los resultados, aunque no generalizables para todas las iglesias pentecostales, como ya se dijo, fue el caudillismo y la atomización de liderazgos de las cada vez más frecuentes “iglesias independientes” que, paradójicamente, a comienzos del siglo xxi buscan legitimarse institucional y automáticamente mediante la cobertura de alguna asociación extranjera. La “esencia y razón de ser de la fe pentecostal” está en su praxis espiritual, moral y de testimonio. Su carácter
avivamentista o, mejor,
revivalista, se adaptó de tal forma a las nuevas situaciones que incluso su uso de la retórica, bien definida en el periodo estudiado por Deyssy Jael de la Luz, y cercana en la forma al protestantismo histórico, se ha diversificado en formas que ya no encajan en un mismo modelo. Deyssy esboza ligeramente (pp. 110-117) algo que ha hecho Carlos Garma: estudiar temática e ideológicamente la himnología evangélica y pentecostal.
[10]
El tercer capítulo expone la forma en que se institucionalizó el pentecostalismo y se centra en el tránsito de las Asambleas de Dios a la Iglesia de Dios como una asociación religiosa mexicanizada y distribuida en todo el territorio nacional. La estructura eclesial de la primera le sirvió a Ruesga para alcanzar un liderazgo cada vez más grande en estos años (1926-1943). Deyssy Jael insiste en la importancia de la formación bíblica y doctrinal de los nuevos cuadros dirigentes y en la forma en que se nacionalizaron. Es notable la manera en que Ruesga tuvo que negociar con los gobiernos local y federal todo lo relacionado para establecer los sitios de culto, desde las licencias de construcción hasta los permisos de ingreso de los profesores extranjeros. Un evento crucial, la Convención de las Asambleas de Dios en México, en 1929, posibilitó la nacionalización de la agrupación mexicana y fue el punto de quiebre para su inevitable proceso de burocratización.
Un último y muy importante aspecto que destaca Deyssy Jael, señalado líneas arriba, el de la participación de Ruesga y la Iglesia de Dios en el frente que reaccionó ante los embates católicos en 1944(pp. 193-208). La reconstrucción de este episodio marca el tan prorrogado encuentro entre pentecostales y protestantes históricos y representa la recuperación de uno de los momentos más simbólicos de la presencia de los cristianismos no católicos en México, presentada como una suerte de “reconciliación” (pp. 208-222), pues varios líderes, como Ruesga y Eleazar Z. Pérez eran masones. Esas y otras afinidades los acercarían irremediablemente en el marco del surgimiento del Comité Evangélico Nacional de Defensa (p. 211). La aparición de Ruesga en la portada de la revista
Tiempo (8 de febrero de 1952)
, dirigida por Martín Luis Guzmán fue como la coronación de este proceso, cuya interpretación en sus marcos ideológicos y sociales tendría que esperar mucho tiempo. Así, pues, Ruesga vendría a ser el icono pentecostal más visible hasta su muerte en 1960.
Esta obra, de lectura cuidadosa obligada para todos los interesados, viene a llenar plausiblemente un hueco de investigación que seguramente será seguido de otras obras de la autora en esta línea que ha desarrollado hasta hoy.
[1]P. Chaunu, Pierre, “Pour une sociologie du protestantisme latino-américain”, en
Cahiers de Sociologie Économique, mayo de 1965, p. 12.
[2]Cf. William Mauricio Beltrán, “De por qué los pentecostalismos no son protestantismos”, en Biblioteca Digital Repositorio Institucional, Biblioteca Nacional de Colombia,
www.bdigital.unal.edu.co/786/27/25CAPI24.pdf. [3]Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Protestantismo y pentecostalismo. (A cien años de los sucesos de la calle Azusa)”, en
ALC Noticias, 10 de abril de 2006,
www.alcnoticias.com/interior.php?lang=687&codigo=6995. [4]Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Pentecostalismo y política en México”, presentación del libro de Gilberto Alvarado López,
El poder desde el Espíritu. La visión política del pentecostalismo en el México contemporáneo (Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2006), en
AL Noticias, 25 de agosto de 2006,
www.alcnoticias.com/interior.php?lang=687&codigo=7669. [5]Benjamín Gutiérrez, coord.,
En la fuerza del Espíritu. Los pentecostales en América Latina. Guatemala, aipral-Celep, 1996.
[6]También fue famoso el libro de Pedro Wagner,
¡Cuidado, que ahí vienen los pentecostales! Miami, Vida, 1968.
[7]B. Campos,
De la Reforma Protestante a la pentecostalidad de la Iglesia. Quito, Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1997.
[8]Cf. “Identidad pentecostal”, en
Dimensión Antropológica, Chile, año 16, vol. 45, enero-abril, 2009,
http://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:nr7kL1JYj3QJ:www.scribd.com/doc/58943528/Identidad-pentecostal+hernan+rivera+letelier+pentecostal&cd=8&hl=es&ct=clnk&gl=mx&source=www.google.com.mx; y Juan Carlos Talavera, “El silencio rompe huesos, hierve el alma y descubre la sensibilidad y el talento de uno”, en
La Crónicade Hoy, 13 de julio de 2010,
www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=518413. [9]Hay que mencionar a Richard Shaull, Waldo César, Carmelo Álvarez, Bernardo Campos, Alberto Antoniazzi, André Corten, Eldin Villafañe, Carlos Garma, Ricardo Gondim, Luis Orellana, Cecilia Loreto Mariz y Daniel Chiquete, entre otros/as. Orellana estudia un periodo anterior al planteado por D.J. de la Luz García en
El fuego y la nieve. Historia del movimiento pentecostal en Chile, 1909-1932. 2 t. Concepción, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2006, disponible en:
www.revistaculturayreligion.cl/articulos/orellana_pent_chile_historia.pdf. [10]Su texto “Las masculinidades en la música cristiana” (
http://148.206.107.10/biblioteca_digital/estadistica.php?id_host=7&tipo=ARTICULO&id=5603&archivo=7-372-5603xnq.pdf&titulo=Las masculinidades en la música cristiana) es un excelente abordaje de la forma en que los cantos vehiculan y reproducen las mentalidades.
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