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Siervos de un dios equivocado

Una sociedad como la nuestra tiene por bandera la libertad y las libertades.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 02 DE JULIO DE 2011 22:00 h

En ella nos sentimos única y exclusivamente siervos de nosotros mismos y de nadie más, que defendemos a capa y espada ser los dueños absolutos de nuestros cuerpos, de nuestras decisiones, de nuestros sentimientos… resulta muy poco creíble y, desde luego, del todo obsoleto, el planteamiento de que el hombre es tendente sin remedio a hacerse siervo de dioses equivocados.

Si algo se defiende en estos tiempos en nuestras sociedades modernas es el espacio personal de cada uno, que los demás no pueden franquear a su antojo. Preservamos nuestro derecho a ser individuales haciéndonos individualistas, levantamos a nuestro alrededor murallas que, si bien nos sirven para protegernos del exterior, como toda muralla que se precie, también nos aíslan de ese mismo medio externo y esto tiene sus beneficios, suponemos. Si no, no lo haríamos, simplemente. Pero qué duda cabe de que también tiene sus costes, y no son bajos, por cierto.

Todos servimos a alguien o a algo. Esto es inapelable. Es un asunto que está muy relacionado con el concepto de motivación en psicología.Lo que mueve nuestra vida, el motor que nos impulsa en una dirección y no en otra puede convertirse, sin muchas dificultades por alcanzar ese estatus, en objeto también de nuestro servicio y, en determinados casos, esclavitud (concepto sinónimo, por cierto, de servidumbre). Llamémosle, si nos gusta más, dedicación, tesón o elección personal. Podemos buscar palabras con las que nos sintamos más a gusto, seguramente, pero ello no cambia el concepto al que pretenden denominar. El efecto que crea la palabra en cuestión está sólo y exclusivamente en nuestra cabeza. Sin embargo, más allá de eufemismos, de alguna manera, todos servimos y estamos sujetos a aquello que nos mueve, sean personas, cosas, conceptos, ideales o proyectos.

Todo lo que tiene potencial suficiente para motivarnos, para impeler nuestra conducta en una dirección determinada, tiene una cierta capacidad para esclavizarnos. Todo depende de nuestro orden de prioridades y de cuán dispuestos estemos a asignar recursos y esfuerzos en una línea o en otra. Por ponerlo en un escenario más sencillo: si lo que me mueve por encima de todo es mi trabajo, a lo que dedicaré la mayor parte de mi tiempo y esfuerzos será justamente a eso: a mi trabajo. Es lo que me motiva, probablemente mi mayor fuente de satisfacción y está colocado en el número uno de mis prioridades. Todo lo demás, por coherencia, estará supeditado a ello y, por tanto, todo el tiempo y recursos que le dedico a mi trabajo se lo resto, necesariamente, a las demás facetas de mi vida, que no me preocupan tanto. Ojo, no digo “que no me preocupan”, sino “que no me preocupan tanto”, que es algo bien distinto.

Cuando alguien está en una situación así, fácilmente verbaliza en términos de “Es que no tengo tiempo para nada más”, “No es lo más importante, pero es muy importante”, “Cuando haya terminado con esto podré dedicarme a todo y todos los demás”… pero al fin y al cabo, la esencia del hecho es la misma. La persona está embebida en lo que le mueve, en la decisión que de manera más o menos consciente ha tomado de servir a ese, su trabajo, su familia, sus ingresos, el medio ambiente o cualquier otro beneficiario de su interés, que si bien pueden ser depositarios del todo loables de nuestro tiempo y esfuerzos, no es menos cierto que en tantas ocasiones se convierten en nuestros dioses. Dioses equivocados, pero dioses al fin y al cabo.

Cuando Josué se dirigió al pueblo de Israel al final de su mandato lo hizo en términos muy sabios. No en balde era transmisor de la propia sabiduría divina, y se dirige a los hebreos con la sentencia “Escogeos hoy a quien sirváis”(Josué 24:15). Todos servimos a alguien y esto Josué lo tenía muy claro. En el caso de los israelitas podían ser los dioses de sus padres, quizá los dioses de otros pueblos, pero siempre hay un beneficiario de nuestro servicio. La gran cuestión es si servimos al dios equivocado o, tal y como escogió Josué junto con su casa, servimos al Dios vivo y verdadero.

La decisión es bien trascendente, con consecuencias también claramente trascendentes. Escoger bien a nuestro señor tiene repercusiones vitales de cara a nuestra vida aquí, pero también y fundamentalmente de cara a nuestra eternidad con o sin Dios. Y, por favor, no caigamos en la trampa de ser ingenuos. Cuando escogemos señor, normalmente no lo hacemos en un plano totalmente consciente. Nadie se da íntegramente a un trabajo, al cuidado de sus hijos o a salvar ballenas buscando esclavizarse ni buscando un señor a quien servir. Nuestro nivel de inteligencia y, más aún, nuestro orgullo todavía no nos permiten esto. La cuestión es mucho más sutil, aunque parte igualmente de una decisión responsable por la cual se nos pedirán cuentas. Porque todas estas personas y cosas que colocamos en al podio de nuestro interés y dedicación tienen potencial para convertirse en nuestros señores, no se nos olvide.

Reconocer esta cuestión cuanto antes nos facilita, no tanto hacer nuestra decisión mucho más consciente en este sentido, que también, sino principalmente tener mucho más presentes las implicaciones de esas, nuestras decisiones.No optamos por esclavizarnos ni someternos en servidumbre, pero eso no cambia el hecho de que estamos sujetos a ciertos parámetros que, en algún momento, decidimos seguir. ¿A qué hemos dedicado nuestra vida? ¿A qué dios hemos decidido servir? Si hacemos un análisis honesto de en qué empleamos nuestro tiempo y esfuerzos, ¿podemos determinar con el mismo grado de franqueza a quién servimos realmente? Y la pregunta del millón es: ¿servimos al dios correcto o, por el contrario, a uno equivocado?

Cuando la Biblia nos habla de esto, de servir a dioses equivocados, lo llama idolatría y aunque pudiera parecer que plantearlo desde la plataforma, simplemente, de una decisión “equivocada” pudiera eximirnos de cierta responsabilidad (al fin y al cabo, no sentenciamos a nadie por equivocarse), esto queda muy lejos del mensaje bíblico. Dios nos ha dotado a todos desde la creación de una capacidad inigualable que elimina por completo la opción de exención de responsabilidad en este y otros asuntos afines. Entre nuestras dotes se encuentra la de escoger a quién servimos, le pongamos nombre y apellidos, o no. Algo que nosotros que no comprendemos, pero que nos es dado, nos mueve, en algún momento de nuestras vidas, a girar la vista hacia lo espiritual y a removernos por una relación para la que estamos preparados de serie, pero que en tantas ocasiones despreciamos, la que tiene que ver con el plano espiritual y que nos vuelve al Dios que quiere relacionarse con nosotros. Todos somos llamados, igual que el pueblo de Israel en su momento, a escoger voluntariamente a quién vamos a servir y, por tanto, con quién vamos a establecer la relación más importante de nuestra vida.

Incluso cuando no creemos estar haciendo una elección consciente, la hacemos al final. Quizá no escogemos al dios correcto de viva voz, pero en sustitución a Él escogemos otras cosas, otras servidumbres… otros dioses. Llamémosles dinero, nuestros propios deseos, buenas obras, sexo, familia o incluso la propia obra del Señor, que no es lo mismo que el Señor de la obra… cualquier otra cuestión, en definitiva, susceptible de ser servida, por muy buena o loable que pueda parecer en primera instancia, pero que no es el Dios verdadero. Incluso nosotros mismos nos erigimos en nuestro propio dios cuando decidimos no servir al Dios de Josué, el que les había sacado (nos ha sacado) de la tierra de Egipto para llevarnos a la tierra prometida. Sólo Él es digno de nuestro servicio, honra y gloria por encima de cualquier otro.

La idolatría consciente o inconsciente es algo que Dios desprecia y aborrece por encima de todo porque le quita la honra que Se le debe. Él es un Dios celoso, no comparte Su gloria con nadie y no lo hace por una cuestión de mezquindad o porque es un ser retorcido. Eso es más bien cosa nuestra y tiene más que ver con nuestras propias motivaciones. Dios no comparte Su gloria con nadie porque absolutamente nadie es merecedor de una mínima parte de ella. Comparte con Sus criaturas todo aquello que es y posee con generosidad, pero Su gloria es Suya y eso es innegociable. De ahí que la repulsión que se manifiesta en los textos bíblicos cuando se habla de la idolatría sea tan visceral, tan intensa y deje tan poco margen para la maniobra o la negociación que a las personas, en nuestro fuero interno, nos gustaría.

No hay medias tintas para Dios en este sentido.Hayamos verbalizado o no cuál es ese dios o dioses a los cuales rendimos pleitesía y otorgamos la gloria, nuestra decisión está hecha, aunque no es del todo irrevocable aún. Si eres consciente de servir a un dios equivocado, todavía puedes escoger a quién servir. Yo quisiera hoy, como Josué y su casa, ser capaz, con Su ayuda, de servir al Dios verdadero.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Alfonso Chíncaro (Perú)
03/07/2011
18:38 h
1
 
Algo que he aprendido ciertamente es que la única libertad real que Dios otorgó al hombre es la libertad de elegir a qué se somete. La desgracia más grande que un hombre puede sufrir es perder esa libertad. La infamia más grande que puede cometer es quitar esa libertad a otro hombre, creado por Dios, igual que él.
 



 
 
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