La habitación está en penumbra, me levanto de la silla en la que he velado su sueño y paseo entre las sombras. Mis piernas entumecidas apenas responden al principio. La botella de suero sobre la mesa junto a las prescripciones médicas. En el suelo, el Meccano rojo a medio construir. Lo comenzamos el verano pasado ¿Hace tantos meses ya? En realidad, hasta que enfermó, nunca tuve tiempo para él. Le proponía varios proyectos, como el de construir aquel camión, pero finalmente siempre quedaban inconclusos. Erika me lo recordaba cada vez que discutíamos, demasiado a menudo.
Tras quince años de matrimonio, los sueños se convierten en certezas de fracaso y el cuerpo en un pesado lastre. Ella es exitosa, tan segura y capaz. Aunque, cuando me mira, yo solo hallo rencor en su ojos, una profunda desilusión. Si yo llego tarde una noche por haberse alargado alguna reunión o alguna cerveza, al día siguiente, ella no aparece hasta la madrugada. Apenas hablamos y, si lo hacemos, solo sabemos decirnos reproches y mentiras hirientes. En nuestra competición sin sentido, ha sido mucho lo que hemos dejado atrás.
Nos conocimos en la universidad, en un grupo de trabajo. Admiraba su brillantez y su capacidad de cálculo. Dejaba que me explicara los teoremas sin escucharla, fijos como estaban mis ojos en sus labios carnosos. El pelo largo, lacio, cayendo sobre el rostro fino. Cómo podría haber imaginado que llegaríamos a ser rivales y compartir la cama. No pensé que me diría que sí, como ahora continúo sorprendiéndome cuando comparamos nuestras potentes nóminas y nuestros poderosos contactos.
Recuerdo que, cuando yo también era niño, mi padre recién estaba empezando con la empresa que ahora presido. Le veía tan solo los domingos, y estaba demasiado cansado y estresado como para advertir mi presencia. A pesar de todo, no he tenido mala vida, he resultado poseedor de las cosas que la mayoría desea. Está claro que los hijos sufren, pero ese es el precio de un gran imperio. Aunque, lo que todavía no puedo explicarme, es por qué cada vez que me resfrío y tengo fiebre, vuelve la misma imagen a mi mente. La de mi madre sola, llorando en la cocina, casi en silencio, con esa expresión de perenne resignación.
La habitación huele a eucalipto y pastillas. Cuando Pedrito tuvo el accidente, cundió el pánico entre nosotros y volvimos a mirarnos a la cara, descubriéndonos más envejecidos. Es una lástima que no lo hubiéramos hecho cuando aún había días soleados y ganas de disfrutarlos. Pedrito jugaba solo en el parque, su madre y yo le creíamos autosuficiente así que tenía nuestro permiso; pero quizás fue una forma de eludir nuestra responsabilidad de acompañarle. Yo también me vi obligado a madurar rápido ¿Por qué no debía él hacer lo mismo? Al llegar al parque, no encontró a ninguno de sus amigos, por lo que decidió encaramarse al árbol que siempre le prohibí. Yo, que no le ayudaba a hacer los deberes, ni le recogía de fútbol, ni le llevaba al cine, estaba lleno de prohibiciones. En ocasiones, pienso que, subiéndose a aquel árbol, me mostró su frustración, se enfrentó conmigo desde la lejanía impuesta por todo lo demás. Aquel día debió proponerse llegar más alto que nunca, porque la caída le dejó inconsciente. No sabemos cuánto tiempo pasó hasta que el padre de uno de sus compañeros de clase le halló por casualidad.
Al lado del Meccano rojo hay una foto de Pedrito recién nacido. Fue un bebé precioso, rechoncho. Pensábamos en tener más hijos, pero lo fuimos dejando hasta que se nos hizo tarde. A Erika la ascendían sin cesar y yo, con tenerme en mí, tenía suficiente. El día del parto, Erika estaba reluciente aquel día, agotada pero espléndida. No recuerdo en qué momento perdió el brillo para convertirse en la mujer gris que me acompaña sin acompañarme.
Le doy sin querer una patada al balón de fútbol lleno de barro. Recién me entero de que ganó cinco trofeos, perdí la cuenta en el segundo. Las estanterías están llenas de polvo, los últimos meses han sido tensos y desesperantes. Pedrito tendido en la cama, recibiendo visitas de amigos y médicos. Cada día más pálido, como oscurecido. Por eso hoy ya no tengo fuerzas. Veo el Meccano, el balón, los trofeos. Veo al bebé, el suero, las pastillas. Me mareo un instante y tomo asiento de nuevo. La vida, a veces, es demasiado, y vivirla resulta un suplicio. Mis prohibiciones, el árbol, mi ausencia.
Le agarro de nuevo la mano, sigue con los ojos cerrados, pero la mano ya no está tibia. Aún no he hallado la manera de bajar al salón y decírselo a Erika. Decirle que Pedrito murió justo en el momento en que dejamos de serle ajenos.
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