‘Someteos unos a otros en el temor de Dios. Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella’ (
Ef 5:21-25)
Desde la perspectiva de nuestro entorno social y cultural estos versículos chirrían al oído, porque la idea del sometimiento o sujeción trae a nuestra memoria todos los abusos, vejaciones e imposiciones que a lo largo de la historia han sufrido las mujeres, y aún siguen sufriendo en muchos lugares y ocasiones.
Es evidente que tales prácticas se oponen abiertamente a la voluntad de Dios, cuyo diseño creador nada tuvo que ver con esa violencia con la que nuestro pecado impregna todas las relaciones humanas, y muy especialmente las de género.
Ante la incomodidad que producen estos versículos algunos optan por soslayarlos, argumentando que tan solo son instrucciones personales de Pablo (no inspiradas por el Espíritu) y referidas únicamente al entorno social de aquella ciudad en aquel tiempo histórico. Pero si tomamos tal opción, abriremos para nosotros un relativismo absoluto frente a la Palabra de Dios, que pronto perderá su valor normativo, pues cada uno podríamos determinar qué parte de ella son palabras inspiradas, y cuáles las indicaciones personales de cada autor humano. ‘Toda la escritura es inspirada por Dios’ (
2ª Timoteo 3:16), de modo que o la aceptamos en su integridad, o toda ella puede ser cuestionada y rechazada.
Otros prefieren optar por la “dulcificación” de las traducciones, escogiendo palabras que ni ofendan ni crispen, que encajen en lo “políticamente correcto”. Como ejemplo cabe citar la última traducción castellana editada por las Sociedades Bíblicas Unidas, bajo el título de La Palabra. El mensaje de Dios para mi, en la que se ha reemplazado el “someterse” o “sujetarse” de las casadas en los escritos de Pablo y Pedro, por un “
ser respetuosas”. Pero esta opción no es más que una versión light de la anterior, pues de igual modo se rebaja la revelación de Dios para adaptarla a nuestro particular encaje.
Frente a esas opciones perniciosas,
como cristianos solo tenemos una genuina posibilidad: Entender correctamente el significado del mandato bíblico acerca del sometimiento. Porque no es la Palabra la que ha de adaptarse a nuestras circunstancias sociales (por otra parte siempre afectadas por el pecado), sino que somos nosotros los que tenemos que ‘transformar nuestro entendimiento, para que comprobemos cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta’ (
Romanos 12:2)
EL SOMETIMIENTO EN EL NUEVO TESTAMENTO
Resulta paradójico el modo en que acostumbramos a discriminar un mismo principio bíblico. Porque el de sometimiento o sujeción
aparece reiteradamente a lo largo de todo el Nuevo Testamento referido –además del que nos ocupa- a 4 dimensiones de la vida humana:
1. En el
área espiritual, hacia Dios mismo (‘Someteos a Dios’ -
Santiago 4:3)
2. En el de la
autoridad civil (‘Someteos a toda institución humana’ –
1ª Pedro 2:3)
3. En la esfera de la
iglesia (‘Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos’
Hebreos 13:17)
4. Y en la relación
padres-hijos (‘Obedeced y honrad’ –
Efesios 6)
En ninguno de esos casos se nos plantean problemas con el traído y llevado asunto del sometimiento, que en tales esferas no genera debates ni “contextualizaciones”. Todos asumimos que se trata de principios de autoridad establecidos por Dios, que por sí mismos no implican inferioridad, limitación ni degradación para ninguna de las partes.
Aceptamos todo ello como la voluntad de Dios, y entendemos que el pecado desvirtúa y corrompe nuestra forma de vivir lo que en su origen es bueno y bondadoso.
Es el pecado el que empuja a los gobernantes hacia el abuso, la injusticia o la corrupción; el que arrastra a los ancianos-pastores al autoritarismo, olvidando el reto del servicio ejemplar; el que lleva a los padres a exasperar y desalentar a los hijos; o el que cauteriza nuestra mente y corazón para negar la autoridad soberana de Dios. Pero la realidad del pecado no nos lleva a cuestionarnos la validez del principio de autoridad establecido por Dios. Muy al contrario, insistimos en que el mensaje del Evangelio, junto a la obra regeneradora del Espíritu, es el único capaz de transformar la visión y las prácticas pecaminosas, hacia la auténtica manifestación de la voluntad original del Creador.
¿Por qué hemos de mirarlo de diferente forma en el caso del “incomodo” sometimiento hombre-mujer, cuando estamos exactamente ante el mismo principio?
EL EJEMPLO DE SOMETIMIENTO EN JESÚS
El propio Señor, durante su ministerio encarnado, mostró su plena aceptación y obediencia a esos principios.En el ámbito civil a unas autoridades que habían perdido toda legitimidad (
Juan 19:11). En el “religioso” no cuestionó, sino que ratificó, la autoridad espiritual de los sacerdotes (
Mateo 8:4). Como niño y adolescente se sujetó a la autoridad de sus padres terrenales. Y por encima de todo se sometió al Padre, destacando como resumen eterno las palabras en su agónico debate de Getsemaní: ‘pero no se haga mi voluntad, sino la tuya’ (
Lucas 22:42).
Precisamente es ese sometimiento del Hijo al Padre el que insistentemente se nos pone como modelo y referencia, al instarnos a reproducir el orden divino Padre-Hijo-hombre-mujer. Un orden que es previo a la caída, y por tanto no es consecuencia del pecado.
El Hijo comparte la misma naturaleza que el Padre, pero se somete voluntariamente a Él en un orden de autoridad que en nada degrada, menoscaba ni coarta toda la dignidad que le corresponde. Porque es al Hijo a quien le ha sido dado ‘un nombre que es sobre todo nombre, para que se doble toda rodilla y toda lengua confiese que es el Señor’… pero ‘para gloria de Dios Padre’ (
Filipenses 2:9-11)
¿Por qué nos empeñamos en asimilar “sometimiento” a degradación, menosprecio o limitación para la mujer? Evidentemente porque entendemos y manejamos el asunto bajo los parámetros de esta sociedad sin Dios.
Necesitamos recuperar la visión del diseño de Dios, para restaurar entre nosotros relaciones hombre-mujer que se ajusten a un sometimiento que no nace de la imposición o la lucha de sexos, sino de una voluntaria respuesta de amor según el modelo de entrega y autoridad de Cristo con su Iglesia. Una autoridad que no es forzada, sino voluntariamente aceptada por los redimidos, cuando entendemos la profundidad de su entrega para ganarnos.
Cuando los hombres amemos a nuestras mujeres así, ellas podrán realmente ponerse debajo (someterse) de una autoridad que reconozcan porque ha sido ganada según la voluntad de Dios. Ese es el reto para la Iglesia, no la negación de unas diferencias funcionales con las que Dios nos creó en sus propósitos de bondad.
En el siguiente y último artículo concluiremos con una reflexión sobre el controvertido modo de encajar estos principios en la práctica de la iglesia local.
Si quieres comentar o